Entre las modas de exportación estadunidenses, la llamada cultura de la cancelación es una de las más controvertidas, inquietantes y esquizofrénicas. Se propone hacer justicia a las minorías reprimidas e ignoradas (mujeres, personas LGBT y todo aquel que no se considere blanco). Pero lo que inició como un esfuerzo por crear una sociedad más justa e incluyente, por abrir puertas y brindar oportunidades, se ha convertido en cacerías de individuos, venganzas y un temor permanente de personas e instituciones culturales ante la posibilidad de decir o hacer algo incorrecto, que sea motivo de una cancelación mediática.
Es el tema que trata la multinominada a los Óscares Tár (mejor película, dirección, fotografía, guión, edición y, por supuesto, actriz), tercer largometraje escrito, dirigido y producido por Todd Field, luego de Crimen imperdonable (In the Bedroom, 2001) y Secretos íntimos (Little Children, 2006).
Tár comienza con Adam Gopnick, en el festival de la revista The New Yorker, enumerando el deslumbrante currículum de Lydia Tár (Cate Blanchett, probablemente en el papel de su vida), discípula de Leonard Bernstein, doctorada en etnomusicología, directora de orquesta súperestrella que ha conducido algunas de las mejores agrupaciones del mundo (en ese entonces, a cargo de la de Berlín) y que ha recibido por lo menos un Emmy, un Grammy, un Óscar y un Tony (EGOT).
Lydia está casada con Sharon Goodnow (Nina Hoss), su primera violinista, con quien tiene una hija adoptiva, Petra. Viven en un imponente departamento de estilo brutalista en Berlín, con paredes de cemento y enormes libreros que evocan un templo. Sus gustos son exquisitos, su sofisticación es tan alta como sus exigencias profesionales, artísticas y técnicas; pero Lydia es también una mujer indulgente y hedonista que ha tenido numerosas relaciones extramaritales, lo que ha dejado un rastro de frustración y dolor, así como vidas y carreras destruidas. Paradójicamente, no se ha sentido afectada por los prejuicios misóginos del oficio.
Así, ignora las denuncias de relaciones inapropiadas, en particular de su exprotegida Krista Taylor, a quien bloquea cualquier posibilidad de trabajar para una orquesta importante y al final la conduce al suicidio. “No hay nada que hubiéramos podido hacer para impedirlo. No era una de nosotros. Tenemos que olvidarnos de ella”, le dice a su asistente, tras enterarse de la muerte. Field sólo nos da el punto de vista de Lydia, quien se encuentra en la absoluta negación y no ofrece oportunidad a los detractores de Tár de contar su parte de la historia; tan sólo muestra cómo borra los correos electrónicos de Krista, la tristeza desairada de Francesca, quien también parece haber tenido una relación con ella, y la súbita obsesión con una nueva chelista, Olga Metkina (Sophie Kauer), a quien ayuda a ser contratada y de inmediato inserta en su mundo a pesar de los rumores.
LA CINTA PARECE una colección de momentos significativos que elaboran un mapa de la personalidad de Lydia y sus conflictos. Uno de los más evidentes es la clase que da a estudiantes de dirección en Juilliard School, cuando los cuestiona: “Puedes contemplar o masturbarte intelectualmente celebrando la atonalidad, pero la pregunta importante es: ¿qué es lo que estás conduciendo, cuál es el efecto que produce dirigir algo así?”. Entonces, un estudiante, Max (Zethphan D. Smith-Gneist), le dice que Bach no le interesa y que como persona BIPOC (acrónimo para black, indigenous and people of color: negro, indígena y persona de color) y pangénero, rechaza la misoginia de ese compositor que tuvo una veintena de hijos. Lydia intenta convencerlo de hacer a un lado sus fobias y reconocer el talento de Bach, en lo que comienza como una conversación llena de arrogancia y desprecio a la “tensión” de la música atonal (“Debe haber algún placer al dirigir una sección de cuerdas que se comporta como si estuviera afinando”) y compara las indicaciones en la partitura de la compositora islandesa Anna Thorvaldsdóttir con la receta del chef René Redzepi para cocinar reno.
La secuencia está filmada por Florian Hoffmeister en una sola y prolongada toma (más de diez minutos); abunda en que la música atonal es “vaga” y que dirigirla es como “tratar de vender un coche sin motor”. Pero ante la revelación de Max, Tár se enfoca en atacar su visión del mundo, la importancia que da a las cuestiones de identidad y las timoratas políticas de las instituciones: “Dividir lo que es aceptable o no, es un constructo fundamental de muchas, si no de la mayoría de las orquestas que creen tener el derecho de elegir para los cretinos”. En su afán de convencerlo muestra el genio y la humildad de Bach, pero Max sigue inamovible, mientras sacude nerviosamente las piernas hasta que Tár se las sostiene con fuerza, como si fuera un niño. Los argumentos de la directora son agudos: “No estés tan ansioso por ofenderte” y “El problema es que si el talento de Bach puede reducirse a su género, religión, nacionalidad, sexualidad, lo mismo te puede suceder, Max”. Finalmente la crueldad de la maestra hace al estudiante salir a toda prisa, insultándola: “You’re a fucking bitch!”
Es un ajuste de cuentas con el debate sobre si es posible separar al artista de la obra y situarlo en su contexto
ES UN AJUSTE DE CUENTAS con las corrientes de justicia social contemporáneas y con el debate sobre si es posible separar al artista de la obra y situar al creador en su contexto. Todd Field no cae en simplismo. Tár es una megalómana que imagina tener el poder de “detener el tiempo” mientras dirige y de descifrar el pensamiento de Mahler, al tiempo que juega al cosmético autodesprecio al llamarse a sí misma lesbiana U-Haul (lesbiana comprometida). Si bien su pasión es la música, su obsesión es el poder: ella es producto de un sistema engrandecido y soberbio, donde la música es un accesorio más y el prestigio sólo existe si se traduce en dinero, jets privados y auditorios de lujo.
Tár no tiene miramientos para despedazar estudiantes y protegidas ni duda al aplastar a su principal chelista o a su subdirector. Su estilo no consiste en trabajar con sus músicos sino obligarlos a rendirle tributo a su visión, sacrificar su identidad por la interpretación del líder. Esto provoca reacciones y desde la primera secuencia del filme la vemos acosada por la pantalla de un teléfono. El hostigamiento en redes sociales tan sólo aumenta hasta el desenlace. No es coincidencia que su nombre y el título sea Tár, un anagrama de art y rat, además de evocar la palabra star, que también significa chapopote, el producto con que se embarraba a transgresores y criminales para luego cubrirlos de plumas como humillación pública desde el siglo XII. Es inexplicable cómo Field construye meticulosamente a un monstruo en los primeros actos para mostrar su caída de forma atropellada e inverosímil en el tercero. Más que una moraleja sobre la cancelación, Tár es la historia de una redención que obliga a valorar la música por sus efectos y no por sus artificios.