No tiene miedo de meterse a las aguas del pasado y nadar contracorriente, sumergirse en las profundidades de la historia familiar.
Daniela Tarazona (Ciudad de México, 1975) no se amedrenta ante fronteras que quieran dividir memoria y ficción. Ganadora en 2022 del Premio Sor Juana Inés de la Cruz de la FIL por La isla partida (Almadía, 2021), se sirve del lenguaje para mostrar cómo una persona cambia a lo largo del tiempo y cómo en esencia sigue siendo la misma. Su prosa aerodinámica explora los múltiples senderos que delinean la experiencia humana: soledad, vejez, pérdida, desajustes mentales.
Las mujeres son parte central de su obra, protagonistas que invitan al lector al autodescubrimiento con una voz que hace preguntas en forma de murmullo: ¿soy yo quien escribe estas palabras? En su novela, Tarazona muestra su dominio del lenguaje para crear a una protagonista que se pierde y se encuentra y se vuelve a perder. Hay un vaivén entre unidad y fragmento. La experiencia de más de un ser humano.
¿Cómo se te fue revelando La isla partida?
Me llevó tiempo encontrar la forma, muchos años. La génesis se vincula con una experiencia que tuve. Quería trasladar al texto cómo una persona observa esa experiencia. Me pareció que la segunda persona era una buena vía para representar todo lo que le estaba ocurriendo a la protagonista, pero había otro punto de vista que podía darle instrucciones: habla de eso, menciona la vez que ocurrió esto o aquello. El desdoblamiento necesitaba de una mirada externa para representarse mejor. Hice muchas versiones, quizá unas cinco. Conforme fui escribiendo me di cuenta de que era importante esa tercera persona que reforzara la idea del desdoblamiento del personaje y que la novela se fuera bifurcando y haciéndose múltiple. Ella representa multitudes, de hecho, es muchas mujeres.
Has hablado del deseo de hacer un libro que reflejara nuestros desajustes. ¿Por qué era importante para ti contar esta historia?
Cuando atravesé esas dificultades, una de las cosas más graves fue la ruptura de la empatía o de la comunicación sobre lo que me pasaba. Sentía que con las personas de mayor confianza, por más que les contara cómo percibía ciertas amenazas del mundo, había algo que siempre se escapaba. Como que no lograba transmitirlo. Eso me dio una sensación de soledad profunda. Si yo había tenido ese malestar con una solución sencilla, ¿qué sucedía con personas que atravesaban momentos más difíciles? Para mí era importante llevarlo a la escritura para transmitir de otra manera eso que se me escapaba. Dejar un testimonio.
Las historias familiares tienen secretos de cada antepasado, que determinan el carácter de una persona
¿Con qué obras dialoga La isla partida?
Leí hace años Memorias de un enfermo de nervios, de Paul Schreber, abogado. Escribió ese libro para demostrar que estaba bien de sus facultades mentales: en realidad tenía una esquizofrenia, un cuadro muy fuerte de delirios complejos. Con una lógica extraña logró construir un universo completo. Todo tiene correspondencia en el libro, los delirios y todo lo demás. Aprendí cómo se plasma la locura en un texto literario. La isla partida presenta no sólo las asociaciones no-lineales de nuestra mente y cómo discurre el pensamiento, sino además de qué modo lo hace en un estado de crisis. También están los autores que siempre me han acompañado, sobre los que hice mis trabajos académicos: Clarice Lispector y Jesús Gardea.
Las mujeres de tu familia han sido fuentes de inspiración en tu obra. ¿Nos podrías contar un poco sobre ellas?
Tuve la fortuna de tener una abuela poeta, mi abuela materna. Fue una influencia muy grande por los libros que me dejaba, las cosas que contaba de lo que iba leyendo. Olga Cochen, venezolana, como mi mamá y mis tías, era una apasionada de la escritura. Fue una brújula, un ejemplo que tomé desde pequeña. Algún día escribiré sobre la infancia de mi madre, cómo vivieron en Costa Rica un tiempo, luego fueron a México. La manera de mi madre de mirar sigue muy presente conmigo. Son mis mayores tesoros. Tuve la fortuna de tener esas ancestras. Lo dije en mi discurso en la FIL, yo no podría ver el mundo como lo veo si ellas no hubieran existido.
Afirmas que existen cosas heredadas no de modo biológico sino emociones que se transmiten y no se mencionan, pero están en nosotros porque nuestros antepasados las vivieron. ¿Hay algún proceso para traerlas a la superficie? ¿Por qué te parece que resultan fundamentales?
Me es muy importante la memoria emocional. En cambio, la memoria de datos y de información dura no se me da bien. No soy muy apta para memorizar conceptos, fechas, cosas concretas. Mi mente tiende más a recordar lo que he sentido. Me parece que las historias familiares e intergeneracionales siempre tienen secretos, experiencias íntimas de cada antepasado, que determinan el carácter y todo lo que rodea a esa persona. La educación de sus hijos, lo que transmite acerca del dolor, la desesperación. ¿Qué se siente dejar un país?
En mi caso, por los dos lados hay muchos exilios. Todas esas emociones aparentemente perdidas o que no han sido nombradas son material muy interesante de trabajo, porque implican comprender mejor por qué determinada persona reaccionó de cierta forma. Mi abuela nos ponía a hacer teatro porque era importante divertirse, ser creativos. Para ella era una posibilidad de llevar una vida diferente a la que su estructura familiar le había indicado que tenía que ser. Para mí hacerme esas preguntas tiene valor. En esas averiguaciones puedo compartir cosas en común con otras personas.
Tus personajes a menudo reflexionan sobre el pasado, se percibe por momentos una nostalgia. ¿Cómo encuentran el equilibrio entre pasado y presente?
Soy una persona melancólica y nostálgica, sobre todo de un mundo que dejó de ser igual hace unos veinte años, a partir de la tecnología, de los teléfonos inteligentes y cómo cambiaron nuestra existencia. En el mismo sentido que decía de los ancestros, creo que es importante mirar para atrás, hacer una actualización de eso en el presente para contraponer un cierto orden anterior, más el otro que se presenta ahora. Todo eso produce un desacomodo, una inquietud. Ésos son motivos de mis personajes. En mi libro El animal sobre la piedra, una mujer hace un viaje, deja un lugar y se va, luego ocurre toda la transformación. En El beso de la liebre es una mujer arrojada al mundo de los hombres. Aparece una expulsión en mis textos. Son personajes que sienten que han sido lanzados a un mundo difícil. Hay también un cambio que apunta hacia una evolución, una forma positiva de adaptarse a esa nueva circunstancia.