Hay escritores con cuya obra ciertos lectores establecemos una relación, si no difícil, sí por lo menos desigual. A veces nos acercamos a uno de sus libros sin que nuestras afinidades se establezcan en la primera lectura, y en consecuencia dejamos de frecuentar los títulos de su autoría, por mucho que nos los recomienden amigos o que la crítica los elogie. Sin embargo también ocurre que, a pesar del desencuentro inicial, uno mantenga el interés, la curiosidad, y espere el momento adecuado para un segundo abordaje durante el cual la obra en principio desdeñada se vuelve placentera y luminosa. Así le sucedió a quien esto escribe con algunos títulos de José Saramago (1922-2010).
Debo confesarlo, cuando por primera vez leí una de sus novelas, el resultado no fue satisfactorio. No me atrapó. No porque fuera de difícil lectura, sino porque el asunto que abordaba no me parecía interesante como para dedicarle alrededor de 450 páginas. Se trataba de La caverna (2000), una suerte de parábola sobre el posible futuro de la humanidad, donde una familia de artesanos advierte que su oficio ya es caduco, pues tanto la totalidad de las mercancías como la población se han concentrado en los centros comerciales, en los malls, y lo que queda fuera de ellos son sólo los últimos residuos, desechables, de la vida de los hombres y las mujeres. Más o menos así es como la recuerdo.
Cuando la leí, el autor portugués tenía uno o dos años de haber obtenido el Premio Nobel de Literatura (1998) y su fama en ascenso fue lo que me empujó a buscar su libro más reciente. Tal vez no la entendí, acaso en ese tiempo me atraían otro tipo de temas y estilos; el caso es que su lectura fue para mí un ejercicio tan soporífero, que al terminarla escribí una reseña en la que descargué toda mi frustración. Y, por supuesto, después me alejé de la obra del autor por un buen tiempo.
DURANTE LOS SIGUIENTES AÑOS Saramago se volvió cada vez más conocido y mediático. Aparecía en televisión; los conductores de los programas lo entrevistaban ya como escritor, ya como activista social. Se convirtió en uno de los principales promotores del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, por lo que sus visitas a nuestro país eran frecuentes. Su imagen y su palabra aparecían en todos los periódicos y revistas culturales.
Tanta exposición, sin embargo, no hacía que se renovara mi interés por su obra; al contrario: su carácter de figura pública contrastaba con la imagen que yo tenía de lo que debe ser un escritor, y me alejaba aun más de él. En una ocasión, incluso, me tocó acompañarlo por el centro de la Ciudad de México a una comida, un domingo por la tarde, y me di cuenta de que la gente lo reconocía por la calle. Padres de familia detenían a su prole, lo señalaban y decían: “Miren, hijos, ese señor es un premio Nobel”. Caminaba con la cabeza muy erguida sin ver a nadie, ni a quienes caminábamos con él. Tampoco nos hablaba. Si le hacíamos una pregunta, respondía con monosílabos. Sólo al llegar al restaurant, cuando vio que ahí se hallaban escritores a quienes podía considerar sus pares —José Emilio Pacheco, Elena Poniatowska, Sergio Pitol y Carlos Monsiváis— se puso a charlar con ellos. Obvio, tampoco me resultó simpático, y seguí sin leerlo.
No fue sino hasta unos años después de su muerte que la curiosidad por su obra volvió a despertarse en mí, sobre todo por una novela que me había atraído desde mucho antes, debido a mi afición a la obra de Fernando Pessoa: El año de la muerte de Ricardo Reis (1984). Desde la primera vez que escuché ese título pensé que tendría que leerla. ¿Un relato sobre un personaje “histórico” que ya desde su origen era un ser de ficción? No cabía duda, se trataba de una verdadera audacia narrativa. Una ficción al cuadrado. ¿Cómo había imaginado el escritor la vida de alguien inventado por un poeta? ¿Todo había sido a través de “su” poesía? Claro, tras mi experiencia con La caverna pospuse una y otra vez la lectura, hasta que un día, en una librería de viejo, me topé con la edición de Seix Barral, la que trae en la portada una fotografía de Pessoa caminando por Lisboa, y la tentación fue demasiado fuerte. Compré el libro y lo llevé a casa.
HABÍAN TRANSCURRIDO casi dos décadas desde mi lectura de La caverna, y había olvidado la forma de escribir del autor: esas frases tan largas, llenas de aposiciones y frases subordinadas, que de una acción pasan a una descripción minuciosa y de ahí a una serie de reflexiones que parecen dilatar las escenas hasta lo imposible; y los diálogos apenas señalados por una coma y una mayúscula, sin detener la narración, que en principio destantean para luego atrapar al lector. Esa fue la primera sorpresa, positiva, claro. No recordaba si La caverna estaba escrita de igual modo. De ser así, el hecho de que dieciocho o diecinueve años antes me haya desesperado lo que ahora me fascinaba era una prueba clara de cómo cambia un lector con el paso del tiempo, cómo se afinan sus percepciones, cómo la experiencia nos prepara cada vez más para empatizar con diversos estilos de escritura. Y también de cómo dos obras de un mismo autor pueden suscitar reacciones distintas en una misma persona.
La lectura de El año de la muerte de Ricardo Reis era lenta pero fascinante; más aún combinada con la de algunas de las “Odas de Ricardo Reis”, de Fernando Pessoa. No sólo el carácter del heterónimo del poeta que vuelve a Lisboa después de muchos años de haber vivido en Brasil era convincente —tal como uno podría imaginarlo al leer su poesía—, sino también el reflejo de la ciudad, del país, de Europa entera en esos años decisivos de 1935-1936, cuando se desata la Guerra Civil Española y se consolidan otros fascis-mos en Italia y Alemania, que terminarán por repercutir en Portugal.
Tras la muerte de Fernando Pessoa, una de sus creaciones, un hombre solitario, enamoradizo, regresa a su patria
después de un largo exilio voluntario... y comienza a reconocer las calles
Tras la muerte del gran Pessoa, una de sus creaciones, un hombre solitario, enamoradizo, tímido, regresa a su patria después de un largo exilio voluntario, y poco a poco comienza a reconocer las calles de la capital con mirada casi infantil. Una mirada amorosa, poética, que desde las primeras líneas contagia al lector de candidez y curiosidad, al tiempo que advierte las convulsiones políticas y sociales de un mundo que cambiará para nunca volver a ser el mismo. A través del estilo moroso y bello de José Saramago, el lector descubre los sitios emblemáticos de Lisboa, siente las emociones del protagonista al visitarlos, se entusiasma con las portuguesas, se enamora de una de ellas y se angustia al advertir que su amor será imposible.
El año de la muerte de Ricardo Reis es una novela a la que quizá convendría catalogar dentro del género fantástico, como muchas de las de José Saramago, pero a mí me acomoda mucho más el término imposible para ella. Imposible porque narra los últimos meses en la vida de un personaje “histórico” que nunca existió, pero cuyos poemas todos podemos leer. Imposible porque, en determinado momento de la trama, Ricardo Reis comienza a trascender la realidad que lo circunda y se topa con el espectro de su creador, Fernando Pessoa. Ambos entablan conversaciones profundas sobre la existencia, sobre Portugal y su futuro, sobre el amor y la muerte. En ellas Saramago lleva a cabo la hazaña de penetrar el pensamiento del autor de El libro del desasosiego, no sólo en lo que respecta a su visión del mundo y de la poesía, sino al modo en el que concibió la creación de sus famosos heterónimos.
TAL EXPERIENCIA DE LECTURA de una novela de Saramago fue diametralmente opuesta a la anterior, no sé si por tratarse de una obra diferente o porque yo, como lector, me hallaba en una edad y un estado de ánimo distintos. Cualquiera que haya sido la razón, ahora encontraba un escritor poderoso, dueño absoluto de sus recursos y facultades, con una imaginación inigualable que, por medio de sus relatos, desplegaba un análisis del ser humano pocas veces visto. En lo que a mí respecta, El año de la muerte de Ricardo Reis borró para siempre la idea que tenía sobre la obra del autor y también la antipatía que sentí la única vez que lo traté en persona. Luego del acercamiento a este libro, comencé a considerarme lector del premio Nobel portugués. Pero aún faltaban lecturas.
La siguiente que abrí, ya casi al llegar el año del centenario de su nacimiento, fue Las intermitencias de la muerte (2005). El título, sugestivo, despertaba en mí bastantes expectativas, pero ninguna se acercaba al tema de la novela: en cierto país, cuyo nombre nunca se menciona —pero que debe ser Portugal—, un día la Muerte, sí, la mismísima Muerte, toma la decisión de ya no llevar a cabo su labor, como si se declarara en huelga. A partir de ese instante nadie muere ya dentro del territorio. Una premisa fascinante.
Da la impresión de que Saramago se propuso explorar lo que podría ocurrir si se cumpliera ese deseo tantas veces expresado por hombres y mujeres luego de perder a un ser querido: “Nadie debería morir”. Y sin embargo, su relato parece recordarnos la sentencia: “Ten cuidado con lo que deseas”.
En la novela, los habitantes de ese país, al verse exentos de la extinción, primero se sienten confusos, incrédulos; enseguida celebran eufóricos la ausencia de la muerte, pero poco a poco comienzan a verse envueltos en los nuevos conflictos que desata esa inmortalidad impuesta, que a final de cuentas resultan más terribles que el hecho de morir: para quienes estaban cerca de su hora, la enfermedad deviene interminable, los sufrimientos son ininterrumpidos, la agonía es eterna. El gobierno entra en crisis. La delincuencia encuentra un nuevo rubro: el tráfico de personas a través de las fronteras con el objetivo de morir, pues en otros países “la dama del alba” sigue haciendo lo suyo. Las intermitencias de la muerte me reafirmó como lector del portugués.
Al llegar el año del centenario de su natalicio, 2022, José Saramago volvió a estar omnipresente en las secciones y las revistas culturales. Se escribieron múltiples notas, artículos y ensayos sobre su vida y obra. Se habló de su niñez paupérrima, de sus primeros intentos literarios en la juventud, en los que no corrió con la suerte que esperaba, de su alejamiento de la escritura (o, por lo menos, de la publicación) por varias décadas, y de cómo retomó el oficio literario alrededor de los sesenta años de edad, para ya no abandonarlo jamás.
En alguna de esas notas se decía que luego de terminar una novela —Claraboya (1953, edición póstuma en 2011)— y enviarla a una editorial para su dictamen, no recibió nunca respuesta. Eso lo desanimó, haciéndolo desistir de la escritura para dedicarse a otros oficios. Esa obra nunca fue leída por los editores, quienes la extraviaron. Veinte años más tarde, la casa editorial se mudó de edificio y la novela reapareció detrás de un estante. La leyeron y le respondieron que la querían publicar, pero ya el autor había publicado los primeros libros de su segunda etapa y no quiso que saliera en esa editorial.
¿Qué hubiera pasado si se publicaba Claraboya en su momento? ¿El conjunto de su obra sería el mismo? ¿Mejor? ¿Peor? Para mí, ese alejamiento de las publicaciones por tanto tiempo resultó beneficioso. Le dio a Saramago la oportunidad de reflexionar sobre su propio ejercicio literario, de compenetrarse más con los temas que lo obsesionaban, de encontrar su estilo definitivo, ése que plasma en sus obras cumbre. Tal vez sea un ejemplo a seguir para muchos escritores: no apresurarse, no publicar por publicar, sino dejar que lo que uno desea escribir se decante poco a poco dentro de uno, hasta que se convierta en la mejor versión de sí mismo.
EN LA NOVELA EL HOMBRE DUPLICADO (2002) aborda uno de los grandes temas de la literatura universal: el doble. Tras preguntarse —como lo hicieron antes Dostoyevski, Poe y otros—, ¿qué pasaría si me encuentro por la calle a un ser idéntico a mí?, Saramago procede a escribir una historia interesantísima sobre la angustia de descubrirse “duplicado”. Angustia, sí, que se trastoca en obsesión. El protagonista, Tertuliano Máximo Alfonso, al ver en un filme a un actor exactamente igual a él, no puede resistir la tentación de localizarlo, seguirlo, ver cómo y con quién vive, hasta encontrarse con él para hacerle saber que también tiene, el actor, un doble idéntico. ¿Y luego qué? ¿Qué hacer cuando se esté frente al otro como frente a un espejo?
Si ya la ironía y el sentido del humor estaban presentes desde la concepción tanto en El año de la muerte de Ricardo Reis como en Las intermitencias de la muerte, en El hombre duplicado el autor los despliega página tras página hasta llevarlos al límite. Tertuliano Máximo Alfonso es un personaje que no teme caer en excesos ridículos, y mientras acecha sin descanso al actor idéntico a él —en un formato derivado de la novela de detectives o de espionaje— construye una serie de reflexiones sobre la identidad, o mejor, sobre la unicidad del ser humano, que nos involucra a todos sus lectores.
Procedentes, sin duda, de muchas de las preguntas que casi todos los humanos nos hacemos en algún momento de nuestras vidas, las historias de José Saramago nos muestran que la imaginación de este autor no conoció límites al intentar responderlas. A nuestros “¿Qué pasaría si...?”, que casi siempre se quedan en la simple interrogación, él trataba de formular respuestas por medio de un relato, no importaba a dónde lo llevara. ¿Si nadie muriera durante una temporada? Ahí está Las intermitencias de la muerte. ¿Si me topara con alguien idéntico a mí? Ahí, El hombre duplicado. ¿Qué pasaría si se desprendiera de Europa la Península Ibérica? La respuesta está en La balsa de piedra (1986). ¿Y si una epidemia nos quitara a todos la vista? Escribió Ensayo sobre la ceguera (1995). ¿Si a un historiador se le ocurriera cambiar los hechos pasados? Leamos Historia del cerco de Lisboa (1989). Todas escritas sin límites para la imaginación, llenas de sucesos que nos hacen adentrarnos en el tema, reflexionarlo y extraer de él nuestras propias conclusiones.
Ensayo sobre la ceguera es quizá una de sus novelas más conocidas... Parábola sobre la cortedad de vista del ser
humano, pone en proceso de contagio un virus que quita la visión a toda la gente
ENSAYO SOBRE LA CEGUERA es, quizá, una de sus novelas más conocidas, y tal vez se ha leído aún más durante la pandemia que no se decide a terminar. Parábola sobre la cortedad de vista del ser humano, que nunca ve más allá de sus narices, la novela pone en proceso de contagio un virus que quita la visión a toda la gente de la ciudad y del país —Lisboa, Portugal. Mientras los habitantes pasan del terror a la incertidumbre, y de ahí a una especie de resignación, el gobierno pone en práctica medidas sanitarias que, al inicio brutales, a la larga resultan inútiles, pues nadie se encuentra a salvo de contraer el virus.
Para narrar su parábola, el autor se apoya en un grupo de personajes, entre los cuales sólo una mujer es inmune al virus y, por lo tanto, conserva la facultad de ver. ¿Por qué? Porque así son las pandemias, porque así es la humanidad, y porque también necesitaba un personaje con visión, por aquello del contraste y las descripciones de la ciudad devastada. Con esa premisa, el relato no podía sino tocar a todos los lectores en varios de sus terrores más íntimos: la ceguera, la enfermedad, el caos, el Apocalipsis.
Tratado acerca de la solidaridad en medio de la desgracia, Ensayo sobre la ceguera, para muchos críticos y lectores, es la novela más lograda de Saramago. Y tal vez no estén equivocados: desde el inicio en el relato se establece una tensión insuperable cuando leemos cómo la gente se queda ciega de repente, en medio de sus quehaceres cotidianos. Miedo, angustia, desesperación. Indefensos, esperan ayuda de quien sea, hasta que el gobierno reacciona y decide ponerlos en cuarentena para alejarlos del resto de la población y evitar el contagio. Pero ¿qué pasa con los aislados cuando todos se contagian?
A lo largo de estas páginas en las cuales, pese a las múltiples reflexiones, la acción jamás se detiene, Saramago consigue despertar en sus lectores los pensamientos y emociones más encontrados, hasta concluir la lectura con la sensación de agotamiento de quien ha realizado un viaje lleno de peripecias y accidentes, pero del que ha salido más sabio y maduro, más entero y más humano.
Más que parábola, la ya mencionada La balsa de piedra tiene tintes, ecos de fábula geopolítica. Si durante mucho tiempo los europeos, y acaso también los mismos peninsulares, consideraron que España y Portugal no pertenecían al continente, Saramago imagina que un cataclismo abre una grieta en los Pirineos hasta terminar amputando de Europa su extremo occidental, y la Península Ibérica se transforma en una especie de isla flotante, una enorme embarcación a la deriva. Los pobladores del territorio lo sienten primero como un terremoto sin demasiadas consecuencias, pero de ahí surge una incertidumbre general. ¿Qué pasará ahora? ¿Adónde nos dirigimos? ¿Adónde perteneceremos? De nuevo el novelista centra su atención en un conjunto de personajes que ahora se dedican a recorrer la expenínsula devenida isla, mientras deambula por el Océano Atlántico.
Cuando la “balsa” se acerca a América comienzan las especulaciones de la geopolítica y se desata una crisis global, pues el orden del mundo sin duda cambiará si las dos naciones flotantes se añaden a Estados Unidos. Pero cuando las corrientes marinas la hacen cambiar de rumbo, todo el orbe regresa a la incertidumbre: tal vez se dirija a Sudamérica. Y mientras esto sucede en el exterior, los lectores acompañamos a los personajes —a quienes no les interesa la política internacional— en la exploración de su nuevo territorio. El autor, marxista convencido, miembro del Partido Comunista, tal vez escribió La balsa de piedra como una especie de broma para imaginar sin tapujos qué pasaría si se trastocara el orden mundial y los grandes bloques políticos tuviera que definir un reordenamiento. Pero en lo que se refiere al ser humano común y corriente, una situación así lo hace reflexionar sobre su pertenencia, su nacionalidad, su identidad más profunda.
ENTRE TODAS LAS NOVELAS de Saramago hay una que le cambió la existencia, orillándolo a abandonar su país y a vivir en un exilio voluntario: El evangelio según Jesucristo (1991). Al ser Portugal una nación tradicionalmente católica, una nueva interpretación de la vida de Jesús, a veces contraria a lo narrado en los evangelios, provocó que en muchos connacionales del novelista —sobre todo en los altos círculos del poder y de la Iglesia— se desatara la indignación al ver la obra, no como una ficción literaria, sino como un desafío a los dogmas religiosos, y se tomaran acciones al respecto.
El gobierno, por ejemplo, intervino para que no se le concediera el Premio Camões a este libro, y se dice que también presionó, inútilmente, para que no se le otorgara el Premio Nobel al autor. ¿Por qué? ¿Se trata, en efecto, de un relato blasfemo? No desde el punto de vista de este lector. El Jesús de Saramago es un hombre que, sin dejar de ser un elegido de la divinidad, resulta más humano que en las Escrituras, sobre todo más humano de acuerdo con los valores éticos de la época contemporánea.
Es cierto que el autor deja de lado ciertos dogmas, como el de la purísima concepción —en la novela, Jesús es hijo carnal de José—, pero al ser hi-jo de un hombre y no de un espíritu divino nos resulta más reconocible: es uno de nosotros que se elevó hasta las alturas. Y al ser uno de nosotros, reacciona como tal: sus dudas lo consumen; sufre remordimientos no por lo que ha hecho, sino por lo que se hi-zo para encumbrarlo entre los hombres —la matanza de los inocentes, por ejemplo—; vive en medio del peligro, perseguido por los hombres de Herodes; no comprende el comporta-miento de los ángeles; se enamora, tiene una pareja —Magdalena—, y sólo reconoce su carácter divino en el instante de la muerte.
Se trata de un Jesús que no es como lo narra la tradición cristiana, sino como tal vez debió ser si lo imagináramos exento de dogmas y obligaciones religiosas. Un Jesús adecuado a la visión de nuestros tiempos, escrito por un novelista ateo, miembro del Partido Comunista y, por lo tanto, impregnado de humanismo. Una proeza novelística de la que los lectores emergemos compenetrados con el personaje y su personalidad, su época y sus peripecias mucho más que si supiéramos los evangelios de memoria y nunca hubiéramos faltado un domingo a misa.
El gobierno intervino para que no se le concediera el Premio Camões a El evangelio según Jesucristo, y se dice
que presionó, inútilmente, para que no se le otorgara el Premio Nobel al autor
JOSÉ SARAMAGO fue el primer escritor portugués que obtuvo el Premio Nobel de Literatura, hace un cuarto de siglo, a los 76 años de edad, y continuó con la escritura hasta los 88, cuando murió, en 2010. Aún ahora siguen apareciendo títulos póstumos de su autoría. Es decir, su obra es casi inabarcable para un lector común. Cuando alguien que no lo ha leído todavía pregunta por dónde empezar, quien conoce su obra responde que por El evangelio según Jesucristo —si quien pregunta no es un católico demasiado dogmático—, o por Ensayo sobre la ceguera, pues consideran que una de estas dos novelas fue la que más influyó en la Academia Sueca para otorgarle el Premio Nobel. Son las más conocidas, es cierto.
Pero yo pienso que los miembros del comité del premio se pudieron sentir impactados, maravillados también, con algunos otros de sus títulos, como Memorial del convento (1982), una de las más emotivas historias de amor de los últimos tiempos, con Todos los nombres (1997), con El año de la muerte de Ricardo Reis, con Caín (2009), con Manual de pintura y caligrafía (1977), una profunda reflexión sobre la creación artística, la naturaleza humana y el amor, o con los cuentos de Casi un objeto (1978), donde viene esa obra maestra de la narrativa breve que es “Centauro”.
Cualquiera de sus títulos serviría para un primer acercamiento, siempre que el hipotético lector esté dispuesto a entrar en un universo literario personalísimo, alejado de los moldes de moda de la literatura convencional y con un estilo narrativo que, si bien puede desconcertar al principio, a la larga se vuelve parte de uno mismo; con una visión del mundo y sus habitantes impregnada de humanismo, de ironía crítica y sentido del humor. Cualquiera, excepto La caverna. Aunque tal vez mi falta de apreciación de esa novela se debió a que no la comprendí bien en aquellos años, o a mi desconocimiento del estilo del autor entonces. Hace poco leí que la viuda de Saramago la recomendaba a los jóvenes que pretendían acercarse a la obra de su marido. Esa recomendación me extrañó, pero me hizo pensar que a veces un lector no está en disposición anímica o intelectual de leer determinados libros, y que debe dejar pasar un poco de tiempo para abordarlos de nuevo.
Así, creo que debo darme otra oportunidad de leerla. Sí. Voy a poner La caverna en la fila de los libros de José Saramago que me faltan por leer. Y al-go me dice que esta vez sí voy a compenetrarme con su historia.