El mundo a través de un grito

Entre la multiplicidad de conductas humanas que nos acercan a los animales se encuentran el quejido y el grito. Es irracional aventar un chorro de voz porque nuestro equipo falló un gol regalado, cuando recibimos una noticia estupenda, si estamos en un concierto o si el pánico nos atenaza el cuerpo. Más aún, nuestro primer contacto con el mundo es a través de un alarido. Resulta imposible domesticarlo, porque su mecanismo responde a una historia que se pierde hace siglos. Julieta García González ensaya con (y juega alrededor de) ese gesto.

El mundo a través de un grito Foto: Jason Mark M / shutterstock.com

“Mexicanos al grito de guerra”, dice una de las estrofas de nuestro himno nacional.

La letra no habla de una confrontación metafórica contra el mal gobierno o los problemas de lo humano, sino de una guerra concreta en la que se sacaría el fusil y se aprestaría el bridón. Una que se lucharía sobre caballos, en la que estallarían cañones.

Los jóvenes mexicanos inflan sus pulmones y, a grito pelón, repiten esa letra decimonónica mientras en su fuero interno se preguntan el significado real de los laureles, los osares, los enemigos, los mismísimos bridnes. Las niñas, los niños, la chamaquiza entera se lleva el brazo al pecho henchido y entona lo mejor que puede: “¡Mexicanos al grito de guerra!”.

Fue Francisco González Bocanegra quien, en un arrebato, se encargó de ese belicismo, quizás porque su novia lo había encerrado hasta que terminara de escribir las estrofas que participarían en un concurso convocado por Antonio López de Santa Anna. Terminó el himno y, después de que le editaron estrofas dedicadas a Agustín de Iturbide, resultó ganador del concurso. Eran los inicios de 1854 y Santa Anna acababa de volver al gobierno, pero estaba a punto de ser derrocado de una vez por todas. No hubo más premio en el concurso que el orgullo de que todos los que se llamaran mexicanos hablarían de una guerra en ciernes, de hijos que son soldados, de un grito fundacional.

González Bocanegra moriría apenas siete años después de escribir el himno, en 1861, durante el brote de fiebre tifoidea que asoló al país como consecuencia directa de las guerras que se luchaban por acá y por allá y sobre las que él había escrito con tanto ahínco.

México parece ligado al grito sin remedio. Antes de que hubiera un himno que nos hiciera cantar a coro en un gesto lo mismo de sorpresa que de hermandad, otro nos daba patria. El día de la Independencia se conmemora desde hace más de doscientos años con uno bien dado: primero en los palacios de gobierno del país y, horas después, en las plazas públicas por las que ha corrido el mezcal, el pulque, el tequila, el ron o la cerveza. “¡Viva México!”, chillan en principio nuestros gobernantes, desde un balcón, agitando una bandera y con el pecho atravesado por una banda tricolor. Ese grito da pie al nuestro.

En los rincones de nuestro desarrollo como primates dimos un aullido que salió de la cueva y alcanzó a nuestros congéneres en los márgenes de un río

MI ABUELA CATALOGABA a sus múltiples nietos por el griterío que habían dado al nacer y auguraba futuros mejores para los escandalosos. Aunque no predice el futuro a largo plazo, el sonido agudo de los bebés sí anuncia que han llegado a la Tierra, han dejado atrás su mundo acuático y cerrado, y se han establecido en este espacio de sol, viento, polvo, personas, nubes. Ese grito termina de expulsar de los pulmones, la nariz y la garganta el líquido amniótico que los abrazó durante meses, permitiéndoles llenarse de aire y de una vida distinta. Es, apuntan los médicos, una señal de salud, el anuncio de un ser humano que respira por su cuenta. Conocemos el mundo a través de un grito y así el mundo sabe de nuestra existencia.

En cualquier noche oscura de nuestro pasado evolutivo lo emitimos por vez primera. En los rincones de nuestro desarrollo como primates dimos un aullido que salió de la cueva, atravesó el bosque o la llanura y alcanzó a nuestros congéneres en los márgenes de algún río. Abrimos la boca, la garganta y, sin desearlo, liberamos un sonido incómodo, breve y urgente. Una llamada de atención, una súplica.

Según el gritólogo Harold Gouzoules, de la Universidad de Emory, en Georgia, Estados Unidos, los gritos duran entre un segundo y uno y medio. En casos extraños, dos segundos. Se trata de una respuesta fisiológica, implantada en la cadena de respuestas alojadas en la amígdala, un par de nudos de tejido nervioso que no alcanzan los 2.5 centímetros, anidados casi al centro del cerebro. La amígdala es la encargada de alertarnos, de poner en marcha todo un aparato de hormonas y neurotransmisores que hicieron la diferencia entre la vida y la muerte al alba de nuestra existencia.

Gouzoules distingue entre el grito y el habla a muy alto volumen. En español podríamos diferenciar entre “grito” y “alarido” y otorgarle al segundo el peso de lo involuntario, aunque el lenguaje no dibuje con precisión lo que ocurre en los rincones del organismo. Ese sonido inconfundible es una de las mejores herramientas de las que echan mano una buena variedad de animales y que está en el repertorio de todos los humanos que pueblan la Tierra como algo que no es posible domesticar. No se trata de un aviso premeditado —para poner en guardia a quienes vienen detrás— sino de un gesto ingobernable.

Gritan los primates: los monos Rhesus y vervet, los gorilas y chimpancés. Gritan varias aves: los cuervos, las cacatúas y los pericos. Gritan las cabras, los perros y los zorros, las ranas. En el desgobierno del cuerpo nos hermanamos con las cabras.

JUSTIN BIEBER SONRÍE, complacido. Lleva una sudadera gris con parches plateados en las mangas y una gorra que se pondrá, eventualmente. Un micrófono de diadema casi le cubre la boca. Sonríe arropado por un escándalo que, si no estuviera él parado sobre una tarima elevada, podría ser motivo de alarma. Aunque la escena —Bieber complacido, con hoodie, con micrófono— podría ocurrir en cualquier lugar del mundo, sucede en la Ciudad de México en 2012. Ese concierto fue gratuito un día de junio y logró reunir en la plancha del Zócalo y alrededores a unas 200 mil personas. Él tenía entonces 17 años, la carita de un niño angélico y un repertorio para seducir adolescentes. En YouTube pueden escucharse los aullidos que retumban y parecen estremecer las paredes históricas de México.

Bieber está acostumbrado a eso, sabe que su presencia produce que las chicas griten como las ranas cuando las aplastan o cuando las cabras se asustan o como cuando se atestigua algo terrible para lo que no existen las palabras.

Este mar de chillidos agudos y en cadena (cortos, repetidos después de una respiración), no nació con la música de Justin Bieber, sino que tiene una larga historia que se hizo muy evidente en la década de los sesenta. Cuando salían a un escenario, atravesaban una calle, iban por un café o se asomaban por la ventanilla de un taxi, los Beatles eran el origen mismo del grito. Las chicas se arremolinaban en torno a ellos, lloraban, se sobaban las mejillas y se desgañitaban. Ese fenómeno se reprodujo con el resto de los grupos más famosos de esos años y fue arrastrándose hasta llegar al delirio con las bandas de k-pop. Países enteros parecen estremecerse frente a los chicos delgados y afilados que se balancean con ritmo sobre el escenario.

Según Gouzoules, el grito fanático está bien documentado y tiene mucho más tiempo del que pensamos (aparece en recuentos de la antigua Roma). Nos parecen obvios y divertidos los que abrazaron a Elvis y a Frank Sinatra; mucho menos simpáticos son los que acariciaban a Adolf Hilter y Benito Mussolini. Estar en la vecindad de una figura excepcional equivale a llevarse un susto. Y se trata de un susto contagioso, que pasa de persona a persona. Entre más chicas aúllan con furor, más reacción provocan. Tal vez esto explique que miles de personas que parecían sensatas gritaran desaforadas cuando veían al Führer frente a ellas. Sin duda, explica la intensidad con la que se viven los conciertos.

Janet Leigh en Psicosis, de Alfred Hitchcock (1960).

Algo similar pasa en los deportes de equipo: se sabe si un partido fue emocionante por la cantidad de ruido que produce. Se amaga con un gol, se saca una tarjeta roja: grito, grito, grito. Se responde desde la entraña, como si la vida corriera peligro o fuera necesario avisar al congénere de una situación de riesgo. Los estadios se sacuden y reverberan en cientos o miles de gargantas.

Las personas salen de su centro cuando el contrario está por anotar, cuando el jugador estrella hace un pase mágico. El miedo y la pasión se hermanan con este tipo de vocalizaciones.

Los insultos, los coros de canciones, el nombre de la figura adorada, no cuentan como gritos. Se pueden pronunciar así, con un volumen muy elevado, pero si ya aparecen palabras, si ya se dice algo premeditado, se ha perdido la urgencia y se ha prolongado la duración de lo emitido por la voz.

UN GRITO ES UN INCORDIO. Se diseñó en el laboratorio genético para molestar e instalar en quien lo escucha la sensación de angustia de quien lo profiere. Está diseñado para que quien lo oye tome acción, haga algo. Hay historias que tienen como punto de partida alguno: un bebé llora bajo los árboles y, entre lloridos, grita. Otros mamíferos lo escuchan angustiados y lo recogen. Son lobos que lo alimentan, lo vuelven en parte de la manada. Mowgli vive entre animales gracias a la queja y se regresa a vivir entre los hombres gracias a la lengua. Su voz lo hermanó, en la selva, a otros seres que entendían lo prioritario de ese llamado.

Es tan molesto que se busca reproducirlo con tecnología: están las alarmas de autos, las que son protección de tiendas y objetos valiosos, las del pitido cotidiano del reloj. Son gritos programados que atraviesan el organismo y obligan a hacer algo o a salir corriendo. Es ineludible. Las ambulancias y las patrullas del mundo entero no reproducen en sus sirenas el canto seductor de ningún ser mitológico, sino el sonido lastimero, repetido y constante, que pide auxilio.

LAS LLAMARON “SCREAM QUEENS, reinas del grito. Janet Leigh, desnuda bajo la regadera, se aterra en Psicosis, obra maestra de Alfred Hitchcock, de 1960. Lanza pocos gritos, efectivos, que nadie escucha. Años después, Jamie Lee Curtis, su hija, también vocaliza su terror. Lo hace en Halloween, dirigida por John Carpenter en 1978. A partir de que Curtis tomara las riendas de la situación a pesar del pánico, nació un caudal de películas de terror que hacían que el público en la sala de cine acumulara adrenalina y cortisol, y soltara chillidos desaforados cada tanto: lo mismo con la aparición de un cadáver, un cuchillo o un pajarito estratégicamente colocado.

La primera scream queen fue Fay Wray, nacida en 1904. La siguieron muchas más: gritaron porque llegaba King Kong, las seguía una sombra, las amenazaba un hombre desde la oscuridad o en su propia casa, porque padecían violencias soñadas o muy reales, porque las poseía el diablo o las maltrataba la vida. Están en la lista Linda Blair, Asia Argento, Drew Barrymore, Sarah Michelle Gellar, Neve Campbell, Naomi Watts, Vera Farmiga... Las películas del director Ari Aster han dado una nueva línea de reinas del susto: Toni Collette y Florence Pugh erizan la piel del más relajado en Hereditary (2018) y Midsommar (2019).

Todas estas mujeres son capaces de reproducir el tono álgido, terrible, que surge del centro de nuestro organismo. Lo hacen igual de inquietante que si fuera real y, al escucharlas, el público se abruma, vinculado al horror que ellas viven en pantalla. Logran capturar la aspereza de los gritos de miedo reales. Porque, según el neurocientífico David Poeppel, del Instituto Max Planck, en la Universidad de Nueva York, los que vienen del terror tienen rugosidades, filos y vacíos. Al estudiar un amplio corpus de gritos tomados de acá y de allá, Poeppel pudo ver que lo que percibimos como un solo tono agudo y liso es en realidad un pantano empedrado que reclama la atención, el auxilio.

Un grito es un incordio. Se diseñó en el laboratorio genético
para molestar e instalar en quien lo escucha la sensación de angustia de quien lo profiere

LOS NIÑOS LO HACEN MÁS que los adultos, las mujeres más que los hombres, como una demostración adicional de que de nada nos sirve fingirnos civilizados: aunque hagamos ejercicios de contención, venimos del mismo sitio y vamos acotándolo todo para encajar en un molde.

Los niños se sorprenden de maneras auténticas, estallan de asombro y alegría. Ahí están, en su hora del recreo, sacando las energías que les sobran por la vía de los pulmones. Cuando son muy pequeños, apenas capaces de sostenerse en dos pies, mezclan en sus voces el regocijo, el susto, el pasmo y la gloria. Pueden pasar de la risa al llanto en cuestión de segundos. El gobierno de las emociones sobre la razón hace de los niños seres vulnerables y deliciosos, abiertos a las infinitas posibilidades del sentir.

Con los años nos obligamos a sepultar el miedo, a encubrir los gustos, nos forzamos a la contención y la rigidez. Nos gobernamos, pues. O eso creemos, porque es una trampa o una renuncia anticipada. No dejamos de ser animales, con la pulsión de satisfacer nuestras necesidades básicas, programados para sobrevivir. En la guerra y en la paz estamos conectados unos a otros por nuestros actos y, en ocasiones, por nuestros gritos.