En Traducción: literatura y literalidad, Octavio Paz escribió:
Cada texto es único y, simultáneamente, es la traducción de otro texto. Ningún texto es enteramente original porque el lenguaje mismo, en su esencia, es ya una traducción: primero, del mundo no-verbal y, después, porque cada signo y cada frase es la traducción de otro signo y otra frase. Pero ese razonamiento puede invertirse sin perder validez: todos los textos son originales porque cada traducción es distinta. Cada traducción es, hasta cierto punto, una invención y así constituye un texto único.1
Esto en cuanto a la traslación de un texto de un idioma a otro: lo que, en el arte de traducir, José Emilio Pacheco llamó “aproximaciones” y otros denominan “versiones”, aun cuando puedan resultar horribles “perversiones”. Por ello, Paul Valéry —el mismo que afirmó que “lo moderno se contenta con poco”— puede parecer cínico cuando justifica de manera magistral el “plagio” estético a partir de influencias: “Nada más original, nada más uno mismo que nutrirse de los otros. Pero es preciso digerirlos. El león está hecho de cordero asimilado”.2
QUEDA MUY CLARO: no digerir al cordero que se engulle equivale a no transformarlo, es decir, a no digerirlo, y ésta sería la diferencia entre el plagio vulgar y la nutrición literaria que se hace con la carne, la sangre y el espíritu de las obras de otros que se convierten en influencia. Pero en esto también hay excesos. En varios de sus ensayos de El secreto de la fama, Gabriel Zaid aborda, no sin ironía, la célebre “intertextualidad” como forma abusiva de la autoría:
El abuso final (o más reciente) está en la superación posmoderna de estas preocupaciones: es un error hablar de distorsiones, plagios ni refritos, porque todo autor es un segundo autor, todo texto es parte de un intertexto. No hay nada original: todo lo publicado es un tejido de citas, alusiones, parodias, homenajes, sin origen ni centro. La muerte del Creador implica finalmente la muerte del creador. Lo cual no impide que Michel Foucault y Jacques Derrida firmen como autores de sus libros, defiendan sus derechos autorales, cobren regalías y sean vistos por sus seguidores como genios originalísimos. En la práctica, la doctrina se invierte provechosamente: si el creador no existe, todo está permitido. El segundo autor es tan autor como el primero, tan original como el primero, con tantos derechos como el primero.3
Que quede claro que esto no es, exactamente, lo que estoy haciendo: citando entre comillas lo que dijo Zaid, que pasa a formar parte de un texto o de un libro que no es de Zaid, pero que, con el señalamiento de rigor, aviso y admito que no es mío, ni patrimonial ni intelectualmente, sino que lo traigo a un cuerpo textual, que yo mismo firmo, para auxiliarme en la argumentación que pretendo.
La eternidad no siempre llega. Quienes llegan primero son los plagiarios vestidos de intertextualidad... se pierde todo rastro de la autoría original y algunas especies de leones se comen al cordero sin digerirlo
ESTO, DESDE LUEGO, es menos abusivo que lo que suelen hacer muchos académicos e investigadores, incluidos doctores y postdoctores: citar sin comillas y transcribir exactamente lo que escribió un autor, poniendo una llamada y una cita al pie, que nos impide saber en dónde comienza y termina la propiedad del autor referido y en dónde comienza y termina lo que el citador piensa o arguye. Éste es uno de los problemas de la exposición académica global: a los investigadores universitarios y a los tesistas les irritan los entrecomillados, porque éstos, en general, constituyen las pruebas palpables de que, muchas veces, no hay ningún pensamiento propio en lo que firman y afirman, sino sólo citas y reproducciones textuales camufladas: literalmente, fusilamientos. De ahí que Zaid concluya:
La manga ancha posmoderna ha servido para legitimar muchas transformaciones pedestres o abusivas que hoy pasan por creación. Borges se burló anticipadamente de lo que vendría, al inventar un personaje (Pierre Menard) que se volvía autor del Quijote por el simple hecho de transcribirlo. Pero hay artistas que se lo toman en serio, y presentan como obra suya el manoseo de otra.4
En efecto, no todo lo que entra en la cabeza es digerido cerebralmente, porque el pensamiento lo mastica mal o, peor aún, lo engulle completo, y nunca acaba procesándolo en nutriente intelectual. De ahí que, cuando el devorador de corderos eructa su erudición, la pieza completa asoma indigesta, con el olor descompuesto de lo podrido, en la boca textual del autor del regüeldo.
EL PROBLEMA NO ES FÁCIL de explicar ni de entender, mucho menos de justificar, y sin embargo Roland Barthes, intertextualista por excelencia (como Derrida y otros dioses menores), aunque aclara que la intertextualidad, que es condición de todo texto, “sea éste cual sea, no se reduce como es evidente a un problema de fuentes o de influencias”, de todos modos advierte (y con ello autoriza) que “el intertexto es un campo general de fórmulas anónimas, cuyo origen es difícilmente localizable, de citas inconscientes o automáticas, ofrecidas sin comillas”.
Pero “la muerte del autor” no conduce, como deseaba Manuel Machado, al anonimato como una forma de honor popular, sino a la orgía de los saqueadores. La defensa del anonimato se pervierte con el plagio intelectual. El propio Machado escribió:
Hasta que el pueblo las canta,
las coplas, coplas no son,
y cuando las canta el pueblo,
ya nadie sabe el autor.
Tal es la gloria, Guillén,
de los que escriben cantares:
oír decir a la gente
que no los ha escrito nadie.5
Esta aspiración, que puede ser el máximo homenaje a un escritor en tanto su obra sobreviva entre la multitud, mientras él se torna anónimo, es la oportunidad de los ladrones, pues no siempre es “el pueblo”, si por tal entendemos el dominio público, el beneficiario, sino los listillos, cuyas “obras” están ahítas de bienes ajenos imbricados en sus “intertextualidades”. La ambición de Machado era que sus coplas se fundieran en el alma del pueblo mismo de donde, de algún modo, procedían, y respecto del triunfo literario de un cantar, afirmaba que dicho éxito llegaría
cuando la gente ignore
que ha estado en el papel
y el que lo cante llore
como si fuera de él.6
Su consejo es categórico, pero únicamente válido para el efecto de la “apropiación” popular y no del robo intelectual:
Procura tú que tus coplas
vayan al pueblo a parar,
aunque dejen de ser tuyas
para ser de los demás.
Que, al fundir el corazón
en el alma popular,
lo que se pierde de nombre
se gana de eternidad.7
Lo malo es que la eternidad no siempre llega. Quienes llegan primero son los plagiarios vestidos e investidos de intertextualidad. En algún momento se pierde todo rastro de la autoría original y algunas especies falsas de leones se comen al cordero sin digerirlo, sin asimilarlo, ¡y hasta parecen leones verdaderos! Por ello, incluso en los libros de los autores más canónicos, las citas “originales” pueden resultar dudosas y provenir de fuentes que se han disuelto en el tiempo. Es sabido que Cervantes dice exactamente lo que dijo Plinio acerca del valor que pueden tener los libros, aunque sean malos, pero no dice que eso lo dijo antes Plinio, y no sería extraño que éste lo haya tomado de otro autor sin darle el crédito correspondiente.
CITO UNA VEZ MÁS a Zaid, quien a su vez está citando a un autor que cita a otro autor: “Con melancólica ironía, Don Marquis se burló de su propio deseo: ‘Publicar un libro de poemas es como dejar caer un pétalo de rosa en el Gran Cañón y esperar el eco’ (Tony Augarde, The Oxford Dictionary of Modern Quotations)”. La cita me deja perplejo, pues lo que dice Augarde que dijo Don Marquis, según cita Zaid, documentándonos con la fuente indirecta (el Diccionario Oxford de citas modernas), hay quienes lo atribuyen a Ezra Pound con la siguiente variante, según sea el traductor: “Escribir poesía es como echar una lluvia de pétalos de rosa al Cañón del Colorado y esperar el eco”. Así, de sopetón, publicar se ha convertido en escribir, que no es lo mismo que publicar.
¿Quién lo dijo primero: Marquis o Pound? ¿Acaso ninguno de los dos, que se comieron un corderito del que nadie se acuerda? Lo cierto es que, en la “frase original” de Don Marquis hay una especie de crítica al efecto que produce publicar un libro de poesía, mientras que en la variante apócrifa (de Ezra Pound) hay una suerte de exaltación en la que se infiere que escribir poesía tiene un efecto ¡tan tremendo! que, en el éxtasis lírico, es capaz de producir un eco al igual que lo produciría una lluvia de pétalos de rosa al caer al fondo del Gran Cañón.
La cita original no sólo ha perdido a su creador sino también su sentido; a cambio de ello, tenemos un nuevo aforismo que dice lo contrario, aunque con un autor mucho más citable que el hoy casi olvidado Don Marquis. Hoy, para la kultura (la grafía es de Pound), Don Marquis no es una fuente literaria respetable ni canónica, como sí lo es Ezra Pound, que si no dijo lo que dicen que dijo, lo que se desea es que lo haya dicho, porque no es lo mismo citar a Juan Cahuich que a Shakespeare: los efectos no son los mismos. Aunque Cahuich pudiese tener más razón, es obvio que carece del peso intelectual y literario con el cual podamos coincidir, presumir y adornarnos.
Según la Enciclopedia Garzanti de la literatura, el escritor estadunidense Don Marquis (Walnut, Illinois, 1878-1937) fue un brillante columnista del New York Sun y el New York Tribune, cuyos escritos se insertan
... en la tradición del humorismo americano gracias a su obra Hermione y su pequeño grupo de pensadores (Hermione and Her Little Group of Serious Thinkers, 1916), sátira de los pseudointelectuales “progresistas” de Greenwich Village, y a Archi y Mehitabel (Archi and Mehitabel, 1927), historia cómica en verso de una cucaracha, reencarnación de un bardo, y de una vagabunda, que en una existencia anterior fue Cleopatra.8
La cita original no sólo ha perdido a su creador sino también su sentido; a cambio de ello, tenemos un nuevo
aforismo que dice lo contrario, aunque con un autor mucho más citable que el hoy casi olvidado Don Marquis
EN ESTA ENCICLOPEDIA, la entrada para Don Marquis es apenas de diez líneas, frente a las dos páginas, a dos columnas, dedicadas a Ezra Pound (Halley, Idaho, 1885-Venecia, 1972). Ambos fueron contemporáneos, con la diferencia de que Pound vivió veintiocho años más. Sus obras se siguen publicando, pero ¿dónde están las de Marquis y quién las lee hoy? En español no hay nada, e incluso en Amazon sólo aparecen ediciones estadunidenses, obviamente en inglés. Es un autor eminentemente local. En cambio, entre las más de mil ediciones que se consignan de Pound, hay decenas en español y en otros idiomas distintos al inglés. Es un autor universal. Lo cierto es que no son pocos los que le atribuyen a él ese aforismo —que, según Tony Augarde, es de Marquis—, pero nadie consigna en qué libro (y cuándo) lo escribió, en caso de que lo hubiese escrito.
Otros aseguran que Pound lo dijo en una entrevista, al responder a la pregunta “¿qué es poesía?”, pero, otra vez, nadie consigna cuándo y dónde dijo tal cosa. Lo más cercano a la verdad es afirmar que dicha sentencia “se atribuye a Pound”, pero seguimos en lo mismo: ¿quién la atribuye o, mejor dicho, qué voz autorizada se la atribuye? Poetas o no, son muchos los que dan por cierta esa autoría, y en Facebook hay quienes incluso venden camisetas con esta frase poundiana, y la cita apócrifa se transforma cual Proteo, con versiones cada vez más líricas. Por ejemplo: “La poesía —dijo Ezra Pound— es algo como arrojar un puñado de pétalos de rosa al Gran Cañón y quedarse atentos a escuchar el estruendo de su caída”.
¿EL ESTRUENDO DE SU CAÍDA? La frase irónica y hasta burlesca de Marquis (como perfectamente la lee Zaid) se ha vuelto no sólo afirmativa, sino también celebratoria, cuando en realidad lo que Marquis quería decir es que con un libro de poesía casi no pasa nada o prácticamente nada: no se produce ningún eco ni entre la crítica ni entre los lectores; su efecto es, precisamente, equiparable a arrojar un pétalo de rosa al Gran Cañón: nunca escucharemos eco alguno de su caída.
He aquí un ejemplo, nada más, de la poca fiabilidad de las frases célebres y de la manera en que acaban transformándose hasta llegar a decir incluso lo contrario de lo que su autor se propuso. Atribuir al prestigiado Pound una frase muy cautivadora del menos prestigiado Marquis, e incluso alterarla en su significación original, nos lleva también a otro problema: el de la fama o la intrascendencia del que dice algo sensato o brillante. La frase es de Pound, aunque no la haya escrito originalmente él, porque, dadas su lucidez y su vigencia intelectual, debió decirla.
Esta lógica de los prestigios es la misma que conduce a las citas apócrifas. ¿Quién escribió: “Todos los filósofos griegos han dicho tonterías en física y en metafísica”? ¿Quién escribió: “Hubo sofistas que fueron, respecto a los filósofos, lo que los monos son respecto a los hombres”? ¿Quién escribió: “No puedo tener una idea positiva del infinito, puesto que soy muy finito”? Fue Voltaire, en El filósofo ignorante (1766),9 y no son frases que suelan citarse mucho, a diferencia de “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”, que no dijo ni escribió Voltaire, sino Evelyn Beatrice Hall (1868-1956), escritora británica, autora de la biografía Los amigos de Voltaire (1906). Y, sin embargo, nadie cita a Hall, porque Voltaire es citable, en tanto que Hall no, por ser además desconocida para muchas personas que citan la famosa frase que se atribuye al primero, pero que en realidad no es otra cosa que una interpretación de la autora referente a la tolerancia volteriana. Justamente, lo que sí escribió es un Tratado de la tolerancia (1763). Y lo que sentenció en este libro es, en parte, lo que llevó a Evelyn Beatrice Hall a parafrasear su tolerancia como divisa. Lo que Voltaire escribió, y esto sí puede probarse, es que “la rabia del prejuicio [...] nos lleva a creer culpables a todos los que no son de nuestra opinión”.10
ÉSTA ES LA LÓGICA de la sociedad de los prestigios. Con la fama, los valores se invirtieron. Los lectores ya no ponen atención en lo escrito, sino en el prestigio de quien lo dice o lo escribe. La fama, los diplomas, los premios sustituyen la inteligencia y la lucidez.
Con tal de que quien exprese algo lo haga desde una posición de supremacía (intelectual, moral, académica, literaria, política, noticiosa, etcétera), todo es citable, a diferencia del hijo de vecino que cuanto diga resulta intrascendente, aunque sea sensato e incluso asombroso, debido a que su condición de hijo de vecino lo convierte en no citable, pues no brinda prestigio a quien lo cita y, por el contrario, es probable que le ocasione burlas o demérito. En el caso del académico, citar un pasaje inteligente de alguien desprovisto de credenciales no le proporcionará puntos en el escalafón a la hora de sumar en su currículum las menciones política y académicamente correctas.
Sin embargo, más allá de su fama o su anonimato, por lo general los que escriben o dicen algo no son otra cosa que hijos de vecino, así tengan diplomas y credenciales (ya sean académicos, artistas, escritores, políticos o intelectuales). Lo que sucede es que le hemos conferido a la imagen una idolatría sin la cual no nos creemos la importancia de lo que por sí mismo es importante, y más bien atribuimos importancia a lo que puede ser absolutamente superfluo, pero está asociado a una figura relevante en su esfera de competencia, desenvolvimiento público y profesional.
Hoy, contra todo principio socrático, el profesional —para evidenciar su derecho a decir algo y su “solvencia” para hacerlo— te avienta su currículum. Como escribiera Gabriel Zaid, el asterisco de rigor, la llamada junto al nombre, con la nota al pie, lo que desean imponer es la atención, pero con una consecuencia casi siempre imprevisible para el autor: ya sabiendo las credenciales que esgrime el que escribe, resulta irrelevante leer el texto. Basta leer el encabezado, el nombre del autor y la nota al pie para asumir que ya lo leímos, pues además del nombre, los créditos del autor y el título de su brillantísima disertación (que sabemos brillantísima por las credenciales que ostenta), ¿qué otra cosa necesitaríamos saber?
Para terminar, hay que decir, pese a todo, que, entre los escritores, no siempre una frase paradigmática es plagio de otra, sino divisa vital como coincidencia de la vocación literaria. Así, en 1963, Evgueni Evtushenko inició su Autobiografía precoz con la frase siguiente: “La autobiografía de un poeta son sus poemas. El resto es sólo comentario”. Otros autores han dicho prácticamente lo mismo y, sin embargo, no se trata de plagios o imitaciones, sino de una íntima creencia, de una fe estética, de una poética que se comparte y que mueve a cada escritor a plantear una divisa coincidente. En las páginas preliminares del segundo volumen de su Obra poética, Octavio Paz escribe: “La verdadera biografía de un poeta no está en los sucesos de su vida sino en sus poemas”. Esta frase y la de Evtushenko comparten una familiaridad, pero no porque ambos se hayan comido al mismo cordero, sino porque la ambición artística es semejante y, para probarlo, basta citar lo que escribió Balzac, muchísimo antes, en el prólogo a la Comedia humana: “Los sucesos principales de mi vida son mis libros”.
Es la sociedad de los prestigios. Con la fama, los valores se invirtieron. Los lectores ya no ponen atención
en lo escrito, sino en el prestigio de quien lo dice. Los diplomas y los premios sustituyen la inteligencia
Notas
1 Octavio Paz, Traducción: literatura y literalidad, tercera edición, Tusquets, Barcelona, 1990, p. 13.
2 Paul Valéry, Discurso a los cirujanos / Aforismos / Goethe, traducción de Ricardo Alcázar, prólogo de Xavier Villaurrutia, Nueva Cultura, México, 1940, p. 70.
3 Gabriel Zaid, El secreto de la fama, Lumen, México, 2009, pp. 33-34.
4 Ibidem, p. 34. (Por ejemplo, Carlos Monsiváis se fusiló “un análisis de la evolución de Pellicer en tres etapas”, del ensayo de Zaid “Homenaje a la alegría” [1966], firmándolo como suyo en “Carlos Pellicer, la bandera optimista y la tradición nacional" [1978], lo cual prueba que el plagio no sólo se da porque un texto es formidable, sino también por pereza y por admisión implícita de no poder lograr lo inalcanzable. Cf. Gabriel Zaid, Cómo leer en bicicleta, Océano, México, 1996, pp. 80-86).
5 Manuel Machado, Antología, undécima edición, Espasa-Calpe, Madrid, 1979, p. 79.
6 Ibidem, p. 65.
7 Ibidem, p. 79.
8 Enciclopedia de la literatura, Garzanti / Ediciones B, Milán, 1991, p. 624.
9 Voltaire, El filósofo ignorante, segunda edición ampliada, traducción de Mauro Armiño, prólogo de Fernando Savater, Fórcola, Madrid, 2012, pp. 63, 87, 91.
10 Voltaire, Tratado de la tolerancia, segunda edición, prólogo, notas y edición de Palmiro Togliatti, Crítica, Barcelona, 1984, p. 170.