Después de tres décadas de espera, por fin los Cuervos Negros se posaron sobre los cochambrosos y ennegrecidos cables de la Ciudad de México.
En nuestro imaginario sólo existe una manera de hacer más mítica a una de las bandas más míticas del rock: imaginar que nunca pisaría nuestro país. Soñarla, añorarla, desearla hasta el tuétano. Y de repente, colarla en un programa como una anomalía, como un suceso inexpugnable, como una deuda que nadie te obligaba a saldar pero la saldaste.
Somos la única banda de auténtico rock & roll en este festival, prorrumpió de manera desafiante Chris Robinson el pasado domingo ante un público reducido pero fiel, que se postró ante unos Black Crowes que parecían salidos de una película de serie b.
Y es que este tipo de cosas sólo son posibles en un festival como el Vive Latino. Que entre un cartel extenso y variado deja caer como quien no quiere la cosa este tipo de bocados que rayan en la exquisitez. Y no, para nada tiene que ver con algo estirado, pero sí es un pecado selecto el que cometieron para regocijo de ese adolescente que los cuarentones llevamos dentro.
Al momento de hablar de hard rock, blues rock y la estela sureña salen muchos nombres a flote, pero si algunos han conseguido una reputación comparable a las grandes bandas setenteras, ésos son los Black Crowes. Porque a la hora de traficar con la nostalgia nadie lo hace mejor que ellos, porque en ese tributo que rinden al rock de los años setenta configuraron uno de los sonidos más emblemáticos de los años noventa.
Las décadas se obsesionan con otras décadas. Y si los noventas soñaron con los setentas, esta era fantasea en lo musical con los noventa como ninguna otra. Pero mientras surgen bandas y bandas que buscan sonar a lo que se hacía en la última parte del siglo XX, los Black Crowes, en su obsesión setentera, suenan de manera natural más noventeros que nadie.
Eran casi las diez de la noche cuando el grupo liderado por los hermanos Robinson salió al escenario. Quizá ahora puedan parecer una agrupación añeja, pero recordemos que entre las bandas transgresoras de los noventa, los Black Crowes fueron más allá de los límites. No proclamaron la muerte de Jesucristo, como Marilyn Manson, pero pusieron a la sexualidad en primer plano con la portada de Amorica. Un bikini con la bandera gabacha de la cual sobresalían unos pelos. Y eso fue precisamente lo que saltó durante una hora mientras hacían su striptís para el público mexicano. Pelos, pelos y más pelos.
Sucedió ese sueño anhelado, los cuervos tocaron por primera
vez en este congalote
COSTABA CREERLO, PERO SUCEDIÓ. La Ciudad de México es la capital del movimiento rockero perpetuo. Aquí todo suena. Todo pasa. Y por fin sucedió ese sueño largamente anhelado, los cuervos ahora convertidos en cuervotototes tocaron por primera vez en este congalote. “No Speak No Slave” fue el disparo de salida para una hora intensa de guitarreo apabullante. Éramos alrededor de unas cien personas los congregados por esta institución magnífica del rock, y conformen avanzaron los minutos la multitud fue creciendo. Pero a la banda poco le importó que fuéramos diez o mil, salieron a darlo todo sin conmiseraciones.
Y no es por echarle tierra a los Red Hot Chili Peppers, que en ese momento actuaban en el escenario principal, pero mientras allá todo era monótono y frío, con los Black Crowes había harto filin y corazón. Ese tipo de cosas son insobornables y la raza lo sabe, lo siente, y eso sólo se consigue con la dignidad que otorga el saber envejecer, reconocer tus propios límites.
Tres o cuatro personas adelante de mí estaba la Wencesloca Bruciaga y fue chingón verlo cantar las rolas. Se las sabía todas. Pero alrededor había otros fans que las coreaban también. Y aquello era una legión de licenciosos fans que esperaron ese momento durante muchos años y festivales.
Sería complicado marcar un highlight de la noche, aunque “Hard to Handle” siempre enciende al público a cinco mil, porque todos esos sesenta minutos que la banda brindó fueron perfectos. “Twice as Hard”, “Jealous Again” y el cierre con “Remedy” fue un pequeño gran orgasmo para todos los que estábamos allí. Para escuchar de viva voz ese graznido profundo que es el blues con el que nos venimos revolcando desde tiempos inmemoriales.
Esa hora quedará para la posteridad. Fue histórico.
No exagero.