Fumar sapo

El corrido del eterno retorno

Fumar sapo
Fumar sapo Foto: psyciencia.com

Cada semana algún compa me invita a una ceremonia de ayahuasca. Siempre me rehúso. Amo las drogas, pero el escenario no me resulta para nada atractivo: pasarme la noche entera con diarrea y vomitando junto a otras veinte personas. Por más que balbuceen que les ha cambiado la vida (para ellos no es una droga, es medicina) prefiero ahorrarme la iluminación.

Los promotores de la ayahuasca me resultan igual de molestos que los Testigos de Jehová o los vendedores de seguros. No importa cuántas veces les cierres la puerta en las narices, nunca se cansarán de insistir. Un prospecto a converso es demasiado suculento para dejarlo ir. No me extraña que muchos de ellos trabajen en los call center de Telcel. A veces me pregunto si Carlos Slim no estará detrás de este negociazo. La experiencia “mística” va de los dos mil a los cinco mil varos.

Una de las cosas negativas de ser un drogadicto reconocido (no me refiero al repudio de la sociedad, eso te honra) es que otros yonquis están tratando de medirse contigo todo el tiempo. De competir por la corona de quién es más atascado. Hubo tiempos en que aceptaba esos retos sin pensar. Ahora no, prefiero quedarme en mi casa a ver partidos de los Knicks de Nueva York de los años noventa en YouTube. Si me hubieran ofrecido ayahuasca hace diez años habría salido corriendo a probarla. Con el tiempo uno se desengaña. Ninguna planta tiene el poder de curar / sanar la psique del adicto.

Pero como la carne es devil y el maligno no descansa, no pude rechazar la invitación de otro compa a fumar sapo. Lo primero que me vino a la mente fue Bufo & Spallanzani, la novela de Rubem Fonseca en la que el protagonista, un detective, lame sapos de lomo psicotrópico para sesiones que lo ayuden a resolver sus casos. Ah, malditas drogas y su poder fabulador. Imposible no endiosarlas.

En vez de meterme en el mood me distrajo por completo. No
me pude concentrar

LLEGAS POR LA MAÑANA, me instruyó mi compa. Cuando haya terminado todo el performance. A esa hora empieza la ronda de sapo. Así lo hice. Y lo que vi fue un panorama desolador. Nunca he estado en la guerra, pero parecía uno de esos campamentos de heridos como los que vemos en las películas bélicas. Me confirmó que había acertado en mi reticencia. El evento era en una finca de un ejido a media hora de la ciudad. Era domingo, un gran día para empezarlo intoxicado. Qué podría salir mal. Me acompañaba mi compa el Chavo, que tiene nula experiencia en drogas. Un cuarentón deseoso de sacarle a la realidad todo el jugo que no le exprimió en su juventud. Una sacerdotisa preparó una pipa de cristal con unos cristales de DMT, extraídos del cuero del sapo. Nos recostamos sobre un par de sleeping bags. Fumamos y la diversión comenzó. Pero no para mí. Se suponía que el efecto debería ser una experiencia transformadora. Pero no sentí el rush. Ni cosquillas, ni nada. Absolutamente nada. Ni pinche paz. El premio de consolación.

Observé al Chavo y el muy cabrón se estaba retorciendo de placer en el piso. A lo mejor no tragaste el humo, me dijo la sacerdotisa, aunque yo estaba seguro de haberlo hecho bien, y volvió a cargar la pipa. Fumé con toda la enjundia de la que fui capaz y me dejé caer hacia atrás. La sacerdotisa comenzó a tocar un pandero sobre mí y a cantar. Era como escuchar un disco de Jorge Reyes. Y en vez de meterme en el mood me distrajo por completo. No me pude concentrar. Me volví a levantar. Pero esta vez no hubo una tercera pasada. Perdí mi oportunidad de entrar en trance como el personaje de Fonseca.

Pagué y nos marchamos. En este caso fueron quinientos varos tirados a la basura. Pude jurar que me estafaron, de no ser porque de regreso el Chavo me estuvo contando que su debraye: parecía guion de película de Jodorowski. Hasta había conocido una de sus vidas pasadas.

Yo hervía de la envidia y mientras lo escuchaba urdí varias hipótesis de por qué a él le había funcionado y a mí no. Quizá he abusado tanto de las sustancias que ya no me pegan. Quizá necesito un détox. Dejar la carne roja y el alcohol. Comencé a recriminarme mientras el Chavo me veía con una sonrisa de satisfacción que parecía decir: aprende. Yo sí me sé drogar.

Y se supone que el experto era yo. Fracasé como drogadicto. Es de lo único que puedo presumir, y me abarataron. La culpa es mía por subirme al tren del mame del neo-new-age.

No vuelvo a confiar en los pinches jipis, me cae.