Gilles Lipovetsky, a juzgar por la acogida de sus obras y a pesar del título de la primera, La era del vacío, parece que lo que domina en usted es el optimismo. Incluso se le ha reprochado que no se interese por los problemas de la vida social actual. Sin embargo, en sus dos últimos libros, Los tiempos hipermodernos y La felicidad paradójica, hay un pesimismo latente, como si le inquietase por dónde va el mundo. ¿Qué piensa usted?
Quizá sea útil recordar el contexto intelectual en que escribí La era del vacío. A fines de los años setenta y principios de los ochenta, el marxismo estaba en el centro de la palestra intelectual. Los problemas de la “falsa conciencia”, la alienación y la manipulación estaban a la orden del día. Siguiendo a otros investigadores o coincidiendo con ellos (Louis Dumont, Claude Lefort, François Furet, Marcel Gauchet, Luc Ferry, Alain Renaut), estas recetas me resultaban ca-da vez más inútiles para comprender el funcionamiento de las sociedades desarrolladas. La relectura de Tocqueville desempeñó aquí un papel crucial, puesto que permitía analizar la sociedad democrática e individualista como algo más que un epifenómeno sin consistencia o la expresión pura de la economía capitalista. Así, siguiendo este camino, me dediqué a descifrar la nueva configuración de las sociedades democráticas, transformadas en profundidad por lo que llamé “segunda revolución democrática”.
Eso iba contra los análisis de Foucault, pero también contra los de los situacionistas, que insistían en la programación tentacular de los cuerpos y las almas.
Totalmente. Allí donde estos autores y muchos otros denunciaban, bajo las imposturas de la democracia liberal, el control totalitario de la existencia, yo destacaba el nuevo lugar del individuo-agente, la fuerza autonomizadora subjetiva impulsada por la segunda modernidad, la del consumo, el ocio, el bienestar de masas. Ya no era apropiado interpretar nuestra sociedad como una máquina de disciplina, de control y de condicionamiento generalizado, mientras la vida privada y pública parecía más libre, más abierta, más estructurada por las opciones y juicios individuales. Contra las escuelas de la sospecha, quise destacar el proceso de liberación del individuo, en relación con las imposiciones colectivas, que se concretaba en la liberación sexual, la emancipación de las costumbres, la ruptura del compromiso ideológico, la vida “a la carta”. El hedonismo de la sociedad de consumo había sacudido los cimientos del orden autoritario, disciplinario y moralista: La era del vacío proponía un esquema interpretativo de esta “corriente de aire fresco”, de esta “descrispación” —término giscardiano—, que se observaba en las formas de vida, en la educación, en los papeles sexuales, en la relación con la política. De ahí la impresión de optimismo que produjo este primer libro, y los que le siguieron.
En otras palabras, por oponerse a las escuelas de la sospecha sus lectores pensaron que era usted optimista; algunos dijeron que un defensor demasiado ingenuo de la modernidad.
Sí. El optimismo que se me atribuyó procedía de análisis que rechazaban las cantilenas de la alienación y el control programado de la vida por el capitalismo burocrático.
Tenemos el aire de la época, caracterizado por la mundialización y la ideología de la salud; está cada vez más cargado de incertidumbre e inseguridad
¿Fue una impresión falsa?
No, en absoluto. Pero a los lectores un poco atentos no se les escapó que la revolución individual-narcisista no era un fenómeno totalmente positivo. Si el optimismo a propósito de la aventura democrática de la libertad era real, no lo era tanto en relación con la felicidad de los individuos: basta leer las últimas páginas de El imperio de lo efímero para convencerse. Yo me he negado siempre a la denuncia apocalíptica, es demasiado fácil. Lo que sean las sociedades democráticas actuales no justifica, desde mi punto de vista, la demonización de que son objeto. Yo quiero teorizar una realidad plural, polidimensional, por lo demás raramente vivida, por ejemplo por sus detractores profesionales, como un infierno absoluto. Nuestro universo social nos da derecho a ser a la vez optimistas y pesimistas. No hay contradicción: todo depende de la esfera de la realidad de que se hable.
Así pues, el cambio de acento que señaló usted al principio de la entrevista es real. Se explica por dos series de fenómenos. En primer lugar, el entusiasmo liberacionista se ha esfumado: la emancipación de los individuos, ya conquistada, no hace soñar a nadie. Luego tenemos el aire de la época, caracterizado por la mundialización y la ideología de la salud; es menos ligero y está cada vez más cargado de incertidumbre e inseguridad.
El hedonismo ha perdido su estilo triunfal: de un clima progresista hemos pasado a una atmósfera de ansiedad. Se tenía la sensación de que la existencia se aligeraba: ahora todo vuelve a crisparse y a endurecerse. Tal es la “felicidad paradójica”: la sociedad del entretenimiento y el bienestar convive con la intensificación de la dificultad de vivir y del malestar subjetivo. Conviene recordar que yo no escribo libros de filosofía pura: yo sólo quiero explicar las lógicas que orquestan las transformaciones del presente social e histórico desde una perspectiva a largo plazo. No hay ninguna cultura individualista que sea inmutable, ninguna socioantropología democrática sin problemas ni etapas históricas. La época ha cambiado y mis libros acusan este cambio.
Pero ¿se trata sólo de “felicidad paradójica”? ¿No estamos de peor humor? ¿No sentimos una especie de decep-ción permanente en este mundo monopolizado por el hedonismo del Homo festivus, descrito por el llorado Philippe Muray?
Con el tema de la decepción pone usted el dedo en una profunda llaga de la vida en las sociedades actuales. Aprovechando la ocasión, me gustaría repasar y explorar con usted este “continente” de nuestro tiempo, tan importante como insuficientemente analizado.
Naturalmente, como muchos otros sentimientos, la decepción es una ex- periencia universal. Como ser deseante cuya esencia es negar lo que es —Sartre decía que el hombre no es lo que es y es lo que no es—, el hombre es un ser que espera y, por lo mismo, acaba conociendo la decepción. Deseo y decepción van juntos, y pocas veces se salva la distancia que hay entre la espera y lo real, entre el principio del placer y el principio de realidad. Pero aunque la decepción forma parte de la condición humana, es preciso observar que la civilización moderna, individualista y democrática, le ha dado un peso y un relieve excepcionales, un área psicológica y social sin precedentes históricos.
Los filósofos pesimistas de los dos últimos siglos (Schopenhauer, Cioran) niegan la posibilidad de la felicidad, ya que el deseo y la existencia sólo pueden conducir a una decepción infinita. De Balzac a Stendhal, de Musset a Maupassant, de Flaubert a Céline, de Chéjov a Proust, los temas del tedio, el resentimiento, la frustración, la vida malograda, las “ilusiones perdidas”, los sinsabores de la existencia recorren la literatura moderna. ¿En qué otra época habría podido escribirse aquella frase inmortal de Mallarmé: “La carne es triste, ay, y ya he leído todos los libros”? Pero aún hay más: todo indica, incluso más allá del espejo de la literatura, que la edad moderna ha contribuido a precipitar las desilusiones de las clases medias, a multiplicar el número de descontentos y amargados por una realidad que no puede coincidir con los ideales democráticos. Se ha salvado otra etapa suplementaria, ya ningún grupo social está a salvo de la catarata de decepciones.
Mientras que las sociedades tradicionales, que enmarcaban estrictamente los deseos y las aspiraciones, consiguieron limitar el alcance de la decepción, las sociedades hipermodernas aparecen como sociedades de inflación decepcionante. Cuando se promete la felicidad a todos y se anuncian placeres en cada esquina, la vida cotidiana es una dura prueba. Más aún cuando la “calidad de vida” en todos los ámbitos (pareja, sexualidad, alimentación, hábitat, entorno, ocio, etcétera) es hoy el nuevo horizonte de espera de los individuos. ¿Cómo escapar a la escalada de la decepción en el momento del “cero defectos” generalizado? Cuanto más aumentan las exigencias de mayor bienestar y una vida mejor, más se ensanchan las arterias de la frustración.
Los valores hedonistas, la superoferta, los ideales psicológicos, los ríos de información, todo esto ha dado lugar a un individuo más reflexivo, más exigente, pero también más propenso a sufrir decepciones. Después de las “culturas de la vergüenza” y de las “culturas de la culpa”, como las que analizó Ruth Benedict, henos ahora en las culturas de la ansiedad, la frustración y el desengaño. La sociedad hipermoderna se caracteriza por la multiplicación y alta frecuencia de las decepciones, tanto en el aspecto público como en el privado. Tan cierto es que nuestra época se empeña en fotografiar sistemáticamente el estado de nuestros chascos mediante multitud de sondeos de opinión. El crecimiento del dominio de la decepción es contemporáneo de la medición estadística del humor de los individuos, de la cuantificación regular del optimismo y el desánimo de los empresarios y los ciudadanos, de los asalariados y los consumidores.
Para combatir la decepción, las sociedades tradicionales tenían el consuelo religioso; las hipermodernas utilizan la incitación a consumir
Según eso, ¿no será la sociedad de la decepción la cabeza de puente del desencanto moderno del mundo?
Efectivamente. El otro gran fenómeno en el que se basa el concepto de civilización decepcionante es la desregulación y el debilitamiento de los dispositivos de la socialización religiosa en las sociedades hiperindividualistas. Es sabido que la religión no ha impedido jamás las angustias de la amargura, pero nadie negará que, en su momento de preponderancia, consiguió crear un refugio, un puerto de acogida, un sostén sólido para las penalidades de la existencia. Aunque la fe en Dios no desaparezca, todo indica que la religión ya no tiene la misma capacidad consoladora. Sólo el 18 por ciento de los franceses cree “totalmente” en el cielo y el 29 por ciento, en la vida eterna; sólo dice rezar habitualmente el 20 por ciento; la costumbre de rezar habitualmente en la franja de los 18-24 años ha bajado al 10 por ciento. Ante la decepción los individuos no disponen ya de hábitos religiosos ni de creencias “llaves en mano” capaces de aliviar sus dolores y resentimientos.
Hoy cada cual ha de buscar su propia tabla de salvación, con decrecientes ayudas y consuelos por parte de la relación con lo sagrado. La sociedad hipermoderna es la que multiplica las ocasiones de experimentar decepción sin ofrecer ya dispositivos “institucionalizados” para remediarlo. Pero evitemos un malentendido: con la idea de sociedad de la decepción no estoy sugiriendo una época de desmoralización infinita. Aunque abundan las frustraciones, tampoco faltan razones para esperar.
La desagradable experiencia de la desilusión se difunde sobre el telón de fondo de una cultura desbordante de proyectos y placeres cotidianos. Cuanto más se multiplican las vivencias decepcionantes, más numerosas son las invitaciones a no quedarse quietos y las ocasiones de distraerse y gozar. Para combatir la decepción, las sociedades tradicionales tenían el consuelo religioso; las sociedades hipermodernas utilizan de cortafuegos la incitación incesante a consumir, a gozar, a cambiar. Tras las “técnicas” reguladas colectivamente por el mundo de la religión han llegado las “medicaciones” diversificadas y desreguladas del universo individualista en régimen de autoservicio. [...]
En las sociedades antiguas, los individuos vivían en armonía con su condición social y no deseaban más que lo que podían esperar legítimamente: en consecuencia, las decepciones y las insatisfacciones no pasaban de cierto umbral. Muy distintas son las sociedades modernas, en las que los individuos ya no saben qué es posible y qué no, qué aspiraciones son legítimas y cuáles excesivas: “soñamos con lo imposible”. Al no estar ya sujetos por normas sociales estrictas, los apetitos se disparan, los individuos ya no están dispuestos a resignarse como antes y ya no se contentan con su suerte. Todos quieren superar la situación en que se encuentran, conocer goces y sensaciones renovadas. Al buscar la felicidad cada vez más lejos, al exigir siempre más, el individuo queda indefenso ante las amarguras del presente y ante los sueños incumplidos.