Qué extraño destino, el de Led Zeppelin: aunque por estrategia mercantil no publicaban sencillos, varias de sus canciones se convirtieron en algunos de los himnos más populares del rock. “Stairway to Heaven”, en especial, es la más escuchada y ubicua, auténtico clásico de la banda sonora de finales del siglo XX. Por el contrario, algunas de las más complejas y arriesgadas no suelen oírse mucho. En particular, las de Houses of the Holy, que durante décadas fueron las favoritas de unos pocos, mientras que para la mayoría de los escuchas resultaban desconcertantes.
Obra de transición, entre la apoteosis roquera del epónimo Led Zeppelin —nombra-do por lo común IV, a pesar de que carece de título— y la vena progresiva de Physical Graffiti, el abigarrado estilo del quinto álbum desconcertó a la crítica, aunque cosechó buenas ventas. El hiato entre éste y su disco anterior fue de dos años, cuando los primeros cuatro se publicaron entre 1969 y 1971. Esto se debió a que el grupo se encontraba en una gira mundial, pero asimismo a que Jimmy Page y John Paul Jones habían instalado estudios de grabación en sus respectivos hogares. Y como otros compositores rocanroleros antes que ellos —Brian Wilson, Lennon y McCartney, Jagger y Richards—, al familiarizarse con las técnicas de estudio y los atributos de los sintetizadores análogos cambiaron su percepción musical. En adelante la consola sería un instrumento más, permitiendo un enfoque en la orquestación de una música que hasta entonces privilegiaba la espontaneidad.
Incomprendido en su época, en esta apreciación conmemorativa por el cincuentenario de su aparición (28 de marzo de 1973), Houses of the Holy se revela como una obra unitaria, no miscelánea como se le juzgó. Tríptico sonoro, en su primer tercio dominan los sonidos acústicos, la melodía y una armonización cercana a la concepción clásica. Las primeras dos piezas, “The Song Remains the Same” y “The Rain Song”, dialogan como dos partes de un movimiento, siendo la primera, con su estentóreo inicio de furiosos rasgueos que evocan los climas de The Who y The Rolling Stones, una obertura, según la planteó Jimmy Page.
Su estructura marca la pauta del disco: la superposición de pistas, los cambios rítmicos, aquí entre los compases eléctricos y la progresión acústica. Page interpreta las primeras con una guitarra de doce cuerdas y las eléctricas con una Telecaster. Siguiendo la huella y los hallazgos de The Beatles en Abbey Road, cuya segunda parte se compone a manera de suite, Page responde a George Harrison parafraseando los acordes iniciales de “Something” para emprender una travesía que parte de arpegios reminiscentes del folk y arriba a una orquestación melódica, lograda mediante el melotrón que toca Jones. De las varias canciones que merecen escucharse atentamente, la intrincada “No Quarter” posee un encanto que dimana de la simetría de su composición.
LA EXPLORACIÓN RÍTMICA domina la segunda parte. Si las obras anteriores oscilaban entre los circuitos del blues y las armonías derivadas del folclor celta, este álbum explora otras vertientes. A la armonización clásica se suma el interés por los ritmos africanos tanto del funk como del reggae, además de retomar la inspiración primigenia de su juventud, como el rock’n roll y el doo wop. La tercia que va de “The Crunge” a “D’yer Maker” invita a la euforia y la celebración —la lírica, siempre parca, enfatiza el cariz solar: días de baile— y presagian la New Wave; incluso, en el final de “The Crunge” se vislumbra el hip hop.
Gracias a la sobregrabación, Page aborda diversos estilos, desde la sutileza del folk hasta la asimilación del blues en pequeños motivos, bagatelas melódicas, dejando de lado su conocida faceta eléctrica. Jones, el más talentoso del cuarteto, además de ejecutar el bajo, al que incorpora matices funk que revelan su interés por las nuevas corrientes, y los teclados —al piano eléctrico añade el melotrón y el clavinet—, recurre a la orquestación mediante sintetizadores.
SI AL PRINCIPIO EL VIAJE parece dominado por la melodiosidad acústica y en seguida por el apremio rítmico, poco a poco retornamos a las riberas conocidas: el rock’n roll y el blues, océano en el que desembocarán. Podríamos considerar el álbum como una incursión por otras aguas sonoras, para finalmente asentarse en las que dominan perfectamente. Así, “No Quarter” y “The Ocean” son ejemplos de la integración del grupo —en forma por las giras— y la destreza instrumental de cada uno, incluyendo a Plant, quien más que nunca recuerda que en el rock la voz es más un instrumento que propiamente canto. No es casual que estas composiciones finales recuperen el instinto del rock’n roll.
The Houses of the Holy probablemente sea el disco más heterogéneo de Led Zeppelin. John Paul Jones se asienta como un gran arreglista y Jimmy Page, además de ratificar su virtuosismo —cabe destacar que, gracias a la superposición de pistas, entabla un duelo entre un guitarrista acústico de minuciosa técnica y un guitarrista rocanrolero de explosivas improvisaciones: un duelo consigo mismo—, se revela como un productor musical visionario.
En lugar de las estructuras arcaicas del blues, aunque se dimensionaran por la moderna tecnología, encontramos paisajes y transiciones sonoras que demuestran un aprendizaje tanto de la suite clásica como de los viajes espaciales de la psicodelia, asimilando conceptos, armonías y hasta disonancias. Medio siglo después podemos advertir no sólo su complejidad en el universo Zeppelin, sino también su capacidad para vislumbrar que el futuro del rock residía en los ritmos emergentes del funk, el reggae y en la orquestación atmosférica.