Huesera, de Michelle Garza Cervera

Filo luminoso

Huesera, Michelle Garza Cervera Fuente: nacionflix.com

Uno de los mitos más sacrosantos es el instinto materno. El deseo de proteger a los hijos por sobre todas las cosas como el fundamento de la preservación de la vida. Ese sexto sentido, una especie de súperpoder, implica que las mujeres tienen un conocimiento innato de lo que sus bebés necesitan y un afecto tan intenso por ellos que son capaces de cualquier cosa para protegerlos. Dudar de esto es una herejía imperdonable en culturas como la mexicana.

Huesera, el inquietante debut en largometraje de Michelle Garza Cervera, que coescribió con Abia Castillo, comienza con una visita de Valeria (Natalia Solián), su madre Maricarmen (Aída López) y su tía Chabela (Mercedes Hernández) a la monumental y muy dorada estatua de treinta y tres metros de altura de la Virgen de Guadalupe, en El Ahuehuete, para pedirle el milagro de que Valeria se embarace. La peregrinación parece funcionar; su marido Raúl (Alfonso Dosal), su madre y suegra no caben de alegría. Valeria también asegura estar feliz a pesar de su reputación de que no quiere ni sabe cómo tratar a los niños, además de que “ya se le estaba pasando el tren”, como le enfatizan a la menor oportunidad.

HUESERA ES UN RELATO DE HORROR sobre sacrificios, contradicciones emocionales y los roles asignados a las mujeres. Sin ser un filme visualmente explícito, su forma de horror corporal evoca a David Cronenberg y a Julia Ducournau. Asimismo, la trama involucra fuerzas maléficas disfrazadas de expectativas sociales, obsesiones familiares, prejuicios tradicionales, malestares y cambios físicos, así como psicológicos, propios del embarazo.

La referencia obvia es El bebé de Rosemary (Roman Polanski, 1968) aunque hay evocaciones a varias cintas sobre el tema de los partos malditos, y citas sobre el manejo del miedo en obras como Jacobs Ladder / Aluci-naciones del pasado (Adrian Lyne, 1990). La narrativa se desarrolla de manera pausada, por momentos glaciar y agónica, con un fabuloso empleo de la fotografía de Nur Rubio Sherwell. Basta considerar la toma donde el enfoque parte de Valeria y sus familiares al pie de la Guadalupana, para ampliar el encuadre, empequeñeciéndolos hasta mostrar la estatua completa, como un monumento gigantesco y aplastante que más tarde se transforma en una mujer en llamas, una imagen de purificación y transformación a la que volveremos y que representa el arco de la cinta. Por otro lado, edición de Adriana Martínez es efectiva y sobria, mientras que el diseño sonoro y la música de Gibran Androide Cabeza de Vaca y Mariana Sobrino son responsables de crear una atmósfera de terror y creciente zozobra.

Valeria es una competente carpintera (quizá una evocación de Jesucristo) que hace la cuna y un móvil para la bebé, ante la mirada sorprendida y desdeñosa de su suegra y otros conocidos. Luego es obligada a renunciar a su oficio, convertir su taller en el cuarto del bebé y deshacerse del bajo y los recuerdos de su juventud punk, mientras Raúl conserva su estudio de grabación case-ro. Luego éste deja de tener relaciones sexuales con ella porque no quiere lastimar al bebé: “¿No te dan ñáñaras?”. Poco a poco la gente a su alrededor comienza a tratarla como una incubadora de carne y hueso. Condescendientes, ignoran sus deseos y deciden por ella hasta el uso de medicamentos antidepresivos; a medida que el feto crece, la independencia y sentido de identidad de la madre primeriza se deterioran.

Valeria se reencuentra por casualidad con Octavia (Mayra Batalla), la mujer que amaba y con quien estuvo a punto de escapar. Sin embargo, optó por dejarla y cambiar de vida tras la muerte de su hermano, cuando asumió la responsabilidad de llenar ese hueco emocional y cumplir con las expectativas de la familia. Un flashback nos lleva a ese pasado, cuando rapada y rubia gritaba con Octavia y sus amigas: “No me gusta la domesticación”, mientras huían de la policía. Sus concesiones a la domesticidad van dando lugar a apariciones inexplicables, hasta que un ser monstruoso entra en su casa para atormentarla. Las transformaciones físicas y mentales del embarazo, así como la ausencia del instinto materno, son imaginadas como fuerzas del exterior. La ansiedad, furia reprimida, insatisfacción, frustración y angustia hacen que Valeria baje la cabeza dócilmente y se truene los dedos de modo compulsivo. Su mundo es una telaraña que la atrapa (hay apariciones recurrentes de arañas: la que provoca un pequeño accidente en el taller, la del huevo de la limpia y los seres arácnidos de sus pesadillas). El puente peatonal que ella recorre y el tejido que hace para decorar la cuna son representaciones de esa telaraña.

El culto a la madre es un mecanismo de represión
que se encarga de limar cualquier atisbo de independencia

MIENTRAS VALERIA Y RAÚL acuden a celebrar el Día de las Madres en casa de la familia de ella, en la radio se escucha: “Lo más valioso que tenemos en México son las mamás”. Michelle Garza es implacable al mostrar madres egoístas, necias y cómplices de las peores costumbres patriarcales. El culto a la madre es un mecanismo de represión que no sólo se encarga de limar cualquier atisbo de independencia, sino que además impone un gusto cursi (las decoraciones y el libro de la suegra), infantilizado y cargado de dogmas inútiles. Quien no se somete es marginada y estigmatizada, como la tía Chabela.

Huesera también presenta a otras mujeres que resisten ese modelo de opresión, como Octavia, quien enseña defensa personal en un gimnasio y sueña con dejar todo e irse a la montaña; Úrsula (la fabulosa Martha Claudia Moreno), que hace limpias y trata de “curar” a Valeria; y las Sabinas, que llevan a cabo un ritual para liberarla del “agarre” de la demonia. Así se presenta un sincretismo místico-religioso, repleto de presencias femeninas, que va de la iglesia a la brujería y donde la idolatría cristiana, representada por el gigantismo aplastante de la Guadalupana, se confronta con las prácticas rituales prehispánicas y la fusión-apropiación de creencias.

La actuación de Natalia Solián es impresionante: con el silencio, las expresiones faciales y aullidos de horror, logra mostrar el desmoronamiento interno de su personaje. La cinta no cuenta con efectos especiales aparatosos (las caras de extraños en la calle y del propio bebé en ultrasonido son suficientes para inyectar terror), ni sustos tramposos, ya que el verdadero horror sólo puede ser visto por ella y, por tanto, sólo lo contemplamos en sus gestos y deterioro. La secuencia nocturna con el monitor del bebé es una obra maestra del horror por la sutileza y por la corporalidad contundente que evoca al cine mudo.

Michelle Garza evita las sorpresas, el cinismo y los finales sucesivos que caracterizan el horror actual (desesperado por engendrar secuelas y seriales); en cambio, ofrece un final inesperado, con una dosis de amargo optimismo muy inusual en el género. Estamos sin duda ante una película mayor, no sólo una joya del género sino una obra valiente e inteligente acerca de la inequidad de género y la maternidad.