Mentiras y clichés del libro y la lectura

Un lugar común ampliamente aceptado proclama la bondad implícita, la capacidad redentora de la lectura. El siguiente ensayo avanza a contracorriente de esa noción, la cuestiona como una forma de la demagogia que designa un valor positivo para cada ejemplar, al margen de su autor o su lector: un planteamiento por demás equívoco, de acuerdo con estas páginas, sin duda incómodas para el fin de semana en que se festeja el Día Internacional Del Libro.

Mentiras y clichés del libro y la lectura
Mentiras y clichés del libro y la lectura Ilustración: fran_kie / shutterstock.com

La creencia, fija y fanática, de que el libro redime por sí mismo es una superstición de los cultos supremacistas, tanto moral como intelectualmente. Se ha convertido en un lugar común de los que así lo pregonan porque se asumen modélicos, para no enfrentar la frustración de que, quizá, hayan leído en vano. La divisa de esta creencia es del todo refutable: “Nadie que lea libros puede cometer fechorías”.

Pero les tenemos noticias. Hay que ver la realidad y no sólo la ficción y hay que leer en la historia y no únicamente en el deseo. Los libros y la lectura no impiden las atrocidades de las personas leídas y de esto han dado muestras los peores poderosos de la política, la sociedad y el dinero. No impiden que esa gente leída asesine en masa, de la manera más cruel, a quienes considera inferiores; no impiden que los leídos, que se llenan la boca hablando de los descartados del mundo, descarten a quienes no son de su preferencia; ni que los orgullosos cultos y modélicos se presten a colaborar con los fanáticos y fundamentalistas del poder político y, para no hacer larga esta lista, no impiden siquiera que los leídos automovilizados se pasen el semáforo en rojo.

¿DEBERÍA ASOMBRARNOS que, en el caso no sólo de lectores, sino también de escritores y filósofos, éstos sean capaces, en arranques de locura, de asesinar a sus esposas? William S. Burroughs y Louis Althusser ejemplifican estas acciones, y el primero (que la mató con un disparo de escopeta) no tuvo empacho en decir que, si no hubiera victimado a su mujer, jamás se hubiese convertido en escritor, en tanto que el segundo (marxista, para más señas) se entregó a la policía y explicó que había estrangulado a la suya: pese a su “precario estado de salud mental”, sabía diferenciar entre lo bueno y lo malo.

Los libros y la lectura, desde la idealidad, tendrían que servir para mejorarnos intelectual y éticamente, pero sabemos que todo ideal se estrella, de manera irremediable, contra la realidad. Los libros y la lectura no vacunan a nadie contra el mal, y quienes afirman lo contrario es porque no pueden aceptar (dado que leen con un propósito moral) que los muchos libros y las tantas lecturas no les han servido para eso. El corolario de ello sólo tiene una lección: es mejor leer que no leer, pero eso no significa, por supuesto —como incluso llegó a afirmar un prestigiado experto y promotor de la lectura— que es preferible un asesino o un corrupto lector frente a un asesino o un corrupto analfabeto. Hay que padecer una obnubilación muy extrema para atreverse a hacer una afirmación así. Lo contrario es lo cierto, porque el fracaso de los libros y la lectura frente al mal tiene que sumir en la desilusión (y la ilusión es de ilusos) incluso a quienes se asumen modélicos. Para decirlo mucho mejor acudimos a las palabras que, por cierto, se encuentran en un libro, de André Comte-Sponville:

El cabrón cortés es lo opuesto de un animal (y no es que pensemos mal de los animales); es lo opuesto de un salvaje, sin insultar a los salvajes. Antítesis del bruto espeso, grosero, inculto, sin duda temible, pero cuya obstinada y feroz violencia es excusable por la incultura. El cabrón cortés no es un animal, no es un salvaje ni un bruto: es civilizado, educado, bien criado, e imperdonable en consecuencia. ¿Quién puede saber si el patán agresivo es malvado o sólo mal educado? Sin embargo, en el caso del torturador refinado no caben dudas: la sangre destaca mejor en los guantes blancos y el horror es más evidente si es una política. Dicen que los nazis, al menos algunos, sobresalían en ese papel. Y todos saben que parte de la ignominia alemana se jugó allí, en esa amalgama de brutalidad y civilización, en esa crueldad a veces refinada, a veces bestial, pero siempre sanguinaria, y acaso más culpable por su finura, más inhumana por su forma humana, más bárbara por ser civilizada.1

Nos recuerda Comte-Sponville que la cultura alemana
en tiempos de Hitler se extasiaba con la música de Beethoven mientras asesinaba niños

Nos recuerda Comte-Sponville que la cultura alemana en tiempos de Hitler se extasiaba con la maravillosa música de Beethoven mientras asesinaba niños. ¿Y acaso Joseph Goebbels, el ministro para la Ilustración Pública y Propaganda del Tercer Reich, uno de los colaboradores más cercanos de Hitler y lector de Dostoievski, no se doctoró en la Universidad de Heidelberg con una tesis sobre la literatura alemana del siglo XIX? ¿Y no el mismo Adolf Hitler tenía una muy buena biblioteca y era un lector asiduo que, además, prefería, un libro sobre cualquier otro regalo de sus colaboradores y amigos?

ESTO NOS PRUEBA que el libro como fetiche y como escapulario nada tiene que ver con la ética, y ni siquiera con la moralidad. Podemos leer las cumbres escritas de la humanidad, y no por ello nos tornaremos, como consecuencia de haberlas leído, en personas positivas. La falsa creencia de que los libros por sí mismos transforman la lectura en bondad es, para decirlo con los franceses, una boutade engañabobos. Cualquier lector crítico, autocrítico y atento sabe que los discursos edificantes sobre el libro y la lectura pertenecen a la política cuando no a la demagogia y, peor aún, a la descarada mentira. Cada vez que se celebra en el mundo, o en cada país, el Día del Libro, lo más abundante es ese fanatismo culto e irreflexivo que supone, autorreferencialmente, que leer nos torna buenos porque, como lectores, nosotros mismos somos buenos, aunque no demos de forma incontrovertible pruebas de ello en nuestras acciones.

La idolatría que Occidente ha fundado sobre el libro lleva a pensar incluso a personas muy inteligentes y no poco sensibles que el solo acto de leer (¡o de tener biblioteca!) convierte a las personas, por arte de magia (la “magia de la lectura”) en seres admirables, honrados, honestos, empáticos, razonables, abiertos al mundo, sensibles al dolor de los demás. No es tan simple, o más bien, creer en eso es una simpleza.

¿Quién puede saber qué ocurrirá con un lector de Sade? ¿Quién puede saber lo que sucederá en el interior de quien lee La imitación de Cristo? La lectura de Sade no necesariamente tornará al lector en sádico, y la de Kempis no hará, por fuerza, piadoso a su lector. Ni siquiera es posible probar que la pornografía, contemplada o leída, sea siempre nociva para sus espectadores o lectores. Mi lucha, de Hitler, es una lectura recomendable para comprender mejor al autor y su comportamiento (porque es insuficiente decir que “estaba loco”), y le será muy útil a un lector atento y crítico, pero puede convertirse en el mejor pretexto para las peores acciones en un supremacista neonazi. ¿Cuántos lectores de la Biblia no están tras las rejas, cuántos predicadores del bien no hay en las cárceles, a pesar de sus crímenes?

Mentiras y clichés del libro y la lectura
Mentiras y clichés del libro y la lectura

LA IDOLATRÍA DEL LIBRO en Oriente es también ejemplar, en el peor sentido. No hay religión sin fundamento (el Libro), aunque el fundamentalismo sea mayor o menor dependiendo de las épocas. En todo momento, el fundamentalismo de Oriente, en especial con el Corán, ha empapado la Tierra de sangre, pero no sería justo ni objetivo ocultar que el fundamentalismo bíblico regó sangre por doquier con las Cruzadas, la Inquisición y la cacería de brujas. Mark Twain llegó a escribir:

Nuestra Biblia nos revela el carácter de nuestro Dios con exactitud minuciosa y cruel. Se trata, claramente, del retrato de un hombre... con quien quizá nadie desearía alternar.2

Dejémonos de mentiras y clichés respecto al libro como instrumento de redención, ya que puede servir lo mismo para liberar que para encadenar el pensamiento, para lograr un espíritu crítico y autocrítico que para instalar el dogma en nuestros cerebros y espíritus. La fe mueve montañas, únicamente si la dotamos de inteligencia y razón. En el repertorio de los lugares comunes, la idea de que el libro, por sí mismo, nos hace buenos (moral e intelectualmente) es muy parecida a la certidumbre de que los viajes ilustran y similar a la certeza aristotélica de que la política busca siempre el beneficio de los gobernados.

Los libros y la lectura, como todos los instrumentos y todas las acciones, responden a la disposición y predisposición de quienes los usan y, a partir de ellos, actúan. Pueden alimentar los sueños de opio o adentrarnos más racionalmente en la realidad; pueden servir para hacernos más libres o, por el contrario, para que los poderosos nos atenacen bajo la fuerza de su carisma, sus prejuicios y sus odios.

¿Para qué sirven entonces los libros y la lectura, si no son capaces de garantizarnos el bien y la bondad? Sirven, más allá de los usos que les demos, como prótesis, como implantes, como extensiones de nuestro pensamiento. La idea es de Borges y nunca ha sido desmentida. Un criminal que lee libros no necesariamente deja de serlo, y a veces los libros le proporcionan oportunas coartadas para seguir haciendo fechorías; una persona razonable, de espíritu crítico y autocrítico, incluso si lee un mal libro, puede sacar experiencias útiles para fortalecer ese espíritu y comprender mejor el mundo y aun comprenderse y conocerse, con mayor grado de verdad, a sí mismo.

¿Para qué sirven los libros, si no son capaces de garantizarnos el bien y la bondad? Sirven como prótesis, como implantes, como extensiones de nuestro pensamiento

SEGUIR ALIMENTADO MENTIRAS y clichés sobre el libro y la lectura sólo contribuye a la autocomplacencia y a engañar descaradamente. Los libros no tienen el poder incontrovertible de transformarnos en mejores personas, pero tampoco, por cierto, el de lograr que seamos peores de lo que ya somos. Todos los libros se activan con nuestra energía, y también con nuestros saberes, ignorancias, intuiciones, juicios y prejuicios. Pero que sean vacunas contra la maldad es una de las mayores mentiras con las que hay que acabar de una vez para siempre. Sólo los lectores que no conocen la historia y están de espaldas a la realidad pueden creer de veras que los libros siempre nos redimen y nunca nos alienan.

Dicho por George Steiner, a partir de hechos comprobados y no de suposiciones, “sabemos que un hombre puede leer a Goethe o a Rilke por la noche, que puede tocar a Bach o a Schubert, e ir por la mañana a su trabajo en Auschwitz. Decir que los lee sin entenderlos, o que tiene mal oído, es una cretinez”.3

Más aún: pensar que las instituciones culturales y que la fuerza de la educación son invariablemente barreras contra el mal es, por lo menos, un deseo que peca de ingenuidad. Otra vez, Steiner pone las cosas en su sitio:

No se trata sólo de que los vehículos convencionales de la civilización —las universidades, las artes, el mundo del libro— fueran incapaces de presentar una resistencia apropiada a la brutalidad política [del nacionalsocialismo]; a veces se levantaron para acogerla y para tributarle sus ceremonias y su apología.4

¿Evitaron, acaso, la inteligencia y la cultura libresca de Heidegger que éste simpatizara con Hitler y alabara la supremacía aria, además de estigmatizar a los judíos? No nos engañemos: los libros responden a nuestras mentalidades y, con frecuencia, a nuestras obstinaciones, odios y prejuicios. La diferencia entre ser lector y no serlo no pasa, necesariamente, por la moralidad ni mucho menos por la ética. Sin embargo son muchos los lectores que ven el libro como una vacuna contra el virus del mal; en primer lugar, por vanidad y, en segundo, por un miedo cerval a aceptar que han leído muchísimo sin conseguir probar, como desean, la supremacía moral que dan los libros. Y por eso prefieren engañarse.

Notas

1 André Comte-Sponville, Pequeño tratado de las grandes virtudes, traducción de Pierre Ja-comet, Editorial Andrés Bello, Santiago, 1996, p. 18.

2 Mark Twain, Reflexiones contra la religión, traducción de Mario Muchnik, Colofón / Gandhi, México, 2011, p. 15.

3 George Steiner, Lenguaje y silencio. Ensayos sobre la literatura, el lenguaje y lo inhumano, traducción de Miguel Ultorio, Gedisa, Barcelona, 2000, p. 14.

4 Ibidem.