Una intuición recorre los cuentos de El fragmento imper-tinente (TypoTaller / Paraíso Perdido, 2021): el cuerpo es un mundo ignoto que vale la pena explorar, aun si lo que se encuentra en él surge de naturalezas inhóspitas; lo vale siempre y cuando exista la posibilidad del asombro placentero. Ethel Krauze, que ha buscado desentrañar el deseo a través del lenguaje, entrega una serie de relatos con este planteamiento.
Los veinte relatos que componen esta obra oscilan entre la tentación del riesgo y la sutileza de mirar la piel como si se mirara un prodigio: con embelesamiento. Sus personajes no buscan desatar un conflicto y solucionarlo, más bien se internan en la fuerza evocativa del desahogo amoroso. Entonces nace lo erótico; la imagen que alimenta el cuerpo. Las frutas son, por poner un ejemplo, símbolo y trampa, detonan en las protagonistas una memoria escondida: “Siempre quise morder un melocotón maduro entre las piernas de una mujer. Suavecito, con los labios, y empaparme en su pulpa jugosa” (“En carretera”). Además está: “La flor de Ada, la fruta de Ada, la granada rugiente de Ada entre las piernas” (“Desear a Ada”).
El juego del deseo, avivado por lo sensorial, se vuelve una constante en las mujeres de las historias de Ethel, quienes experimentan una versión desconocida de sí. En el telón de fondo se aprecian otros elementos que generan contrapeso: un esposo, una amiga o un simple interlocutor que atestigua y a veces participa en esta transformación. Así, el deseo irrumpe de golpe, como un rayo que parte un árbol, para hacerlas escapar de la monotonía hacia nuevas formas de amor, aunque esto modifique en parte sus convicciones: “Había llegado el tiempo de mi vida en que sólo tenía ojos para lo que no andaba bien, lo que no sirve, lo sucio o lo faltante” (p. 27). De pronto llega el descubrimiento: existe un camino distinto al que se han planteado esas parejas cuya vida reposa en aguas tranquilas.
Pero, al verse tocadas por algo desconocido, la revelación desata una extrañeza en esas protagonistas: “Nunca fui así. Ninguna mujer había tocado este furtivo espacio en que me ahogo en mi propio laberinto de agua. No lo esperé. No lo invoqué. Pero no me extraña. No me avergüenza. Me deslumbra. ¡Oh, cegada yo, mirando al fin la eternidad!” (p. 32). Y es bajo ese desconcierto que miran de frente las posibilidades del cuerpo: ésa es la poética de Krauze.
Sus personajes más bien se internan en la fuerza evocativa del desahogo amoroso. Entonces nace lo erótico;
la imagen que alimenta el cuerpo
EN SAMOVAR (Alfaguara, 2023), su más reciente novela, la mirada de la escritora se detiene en el umbral de la memoria. A través de Tatiana —fotógrafa, nieta y fina escucha—, conocemos la vida de tres mujeres mayores, que representan pilares de valentía: la bobe Anna, la tutta Lena y Modesta. A pesar de que es Tatiana quien nos conduce, su voz se vuelve secundaria para dar peso y relevancia a la vida de las tres ancianas, mujeres de otra época (dos de ellas, de otro país: Rusia) que, sin embargo, espejean con nuestro siglo y con la historia de Krauze.
“Todo eso que viví junto a mi abuela está representado en el Samovar, aquella tetera que se usa en los hogares rusos como un artefacto indispensable, porque es como la estufa: mantiene el calor, literalmente”, dice la escritora en una entrevista, y confiesa que le llevó cuarenta años escribir la novela, desde la primera hasta la última palabra.
El samovar, ese objeto de metal de arquitectura mágica y que sirve para preparar té, es el anclaje de Tatiana (y de los lectores) para acudir a su lugar seguro: es el motivo de un punto de encuentro cada semana en la Ciudad de México, en el cual predomina el diálogo entre generaciones. Aun con la diferencia de edades, las mujeres se ven identificadas por contextos vulnerables, guerras y migraciones, o por la necesidad de moverse para sobrevivir. De tal modo que el samovar oxidado y en apariencia insignificante se convierte en un emblema de empatía y, a la vez, en un ritual para saber sus historias, las de una época que comienza a finales del XIX, cruza el XX y llega hasta la pandemia.
“Creo que tuve que madurar como mujer y como escritora para finalmente encontrar esta magia que ocurre cuando el lenguaje, el tono, la estructura, la historia y los personajes embonan totalmente y se crea una especie de danza literaria, y finalmente logras la novela”, dijo Ethel Krauze en entrevista con Vicente Gutiérrez.
En Samovar destacan los momentos en que el aforismo abre grietas de luz: “A veces, el corazón es un arco japonés que se ha perfeccionado tanto, tanto, tanto, con los años, que nunca da en el blanco. O ya no necesita lanzar esa flecha; o cuando la lanza, el blanco ya se ha desvanecido entre la bruma, entre la lluvia, las lágrimas...”.
Ethel Krauze (México, 1954) pone al centro de su literatura las voces de las mujeres y busca que con sus acciones reivindiquen la percepción de su realidad, que encuentren una manera de ser otras y redescubrirse a través de historias ajenas y propias. Esto no sólo identifica su obra, que atraviesa desde la minificción y la memoria hasta la poesía y el ensayo, sino también es eje de su trayectoria como docente, tallerista y divulgadora de la escritura hecha por autoras. Durante varios años se ha lanzado a la tarea de concretar una metodología que despunte las letras de escritoras en el estado de Morelos. La Coordinación Nacional de Literatura reconoció su obra literaria y académica con un homenaje el pasado domingo 16 de abril, en el Palacio de Bellas Artes.