Inés Arredondo está envuelta en vendas, con los pies desnudos. Camina por los pasillos a media noche y pide asistencia: para quitarse las vendas, para cumplir con todos los pendientes que tiene, para escribir un poco más. Se acerca a su expareja y lo toma de los hombros, lo sacude, le solicita ayuda para volver al sitio que ambos conocen. Lo abraza, intenta besarlo hasta que —asustado y con culpa por no querer besarla— se sacude con fuerzas. Entonces él, Huberto Batis, se despierta.
HACE MUCHOS AÑOS, a la salida de clase en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, Batis nos contó ese sueño a los alumnos reu-nidos a su alrededor. Las vendas, dijo, eran porque ella tenía quemada la piel, como Clarice Lispector. Una década después, volvió a contarme por teléfono el sueño, como si narrara una anécdota que había sucedido en la vida real. Más tarde lo repitió en otro entorno y añadió su respuesta a la soñada: “No puedo quitarte las vendas, estás muerta”. Huberto, editor y profesor de literatura, fue pareja de Inés una temporada. También fue su colega, su adorador y una de las personas que puso el nombre de Arredondo en la boca de muchos estudiantes.
Para que Batis soñara con ella y tanto el sueño como su figura fueran tema de conversación en la Facultad de Filosofía y Letras tuvo que correr mucha agua. Una mujer nació escritora y, por distintas circunstancias, tardó muchos años en construir una obra que quisiera y pudiera mostrar. Dejó un puñado de textos que han sido una especie de secreto a voces, que rehúyen las reediciones.
INÉS AMALIA CAMELO ARREDONDO nació en Culiacán, Sinaloa, el 20 de marzo de 1928 y murió el 2 de noviembre de 1989, de un infarto. La suya fue una muerte repentina y parece casi benévola para aquella autora que tuvo una salud rota. La relevancia de sus padecimientos se relaciona con lo que escribió: sus narraciones y los esfuerzos que hizo para crear, publicar.
En 1961, un grupo de autores en ciernes se sumó al Centro Mexicano de Escritores (CME). Eran Vicente Leñero, Guadalupe Dueñas, Miguel Sabido, Jaime Augusto Shelley e Inés Arredondo. Los tutores de esa generación eran Juan Rulfo y Juan José Arreola, que se presentaron entusiastas al coctel de bienvenida antes de regresarse a sus vidas, sin trabajar con sus becarios. Quien se quedó a cargo de ello fue Felipe García Beraza.
El Centro fue un espacio fundado para alimentar la creatividad y la productividad de los autores mexicanos. Nació en 1951 (como Mexican Writing Center) bajo el auspicio y la tutoría de la escritora californiana Margaret Shedd. Para cuando Arredondo y sus colegas llegaron al CME, Felipe ya era un experimentado tutor. Llevaba más de una década trabajando con creadores y dedicó el resto de su vida a hacerlo como un gestor que sabía rodearse de personas excepcionales y sacar de ellos casi siempre trabajos también excepcionales. Fue gracias a él que aprendieron a criticarse, a mirarse con los ojos del otro y a perder el miedo a escribir. Las reuniones eran semanales, usualmente los miércoles. Duraban al menos dos horas, pero podían extenderse. El tutor (o los tutores, más adelante) dirigía las críticas, afinando la percepción de quien escribía y de quien comentaba. Miguel Sabido describió —en un homenaje a Inés Arredondo publicado en el suplemento Confabulario, de El Universal— sus intercambios con la escritora al respecto. Ella era una norteña tímida, envuelta en una situación personal desesperante, con muy poca confianza en sí misma. A la vez, se rehusaba a ser dócil. En la versión de Sabido, Arredondo es la única que falta por leer en las tardes del Centro. Caminan por la calle y ella, a sabiendas de que tiene que enfrentarse a sus compañeros tras la lectura de uno de sus textos, confronta a su amigo:
“¿Qué no me oyes?”, preguntó casi con violencia. “¿Qué no oyes esta amanerada manera de hablar culishi que tengo? Mushoo gusto dijo la mushasha”. Yo me empecé a reír a carcajadas. “¿Y qué tiene? Eres de Culiacán”. “Que soy muy soberbia. Eso es lo que tiene y ustedes son como una jauría rabiosa y me van a hacer pedazos”. Yo seguía riéndome. “¿Y qué? Yo ya leí y todos me hicieron pedazos como jauría”. “Pero tú eres muy joven y quieres escribir obras de teatro y no escribes cuentos. Y ha-blas como shilango... ay”, gritó. “¿Ves? Shilango. Voy a renunciar a la beca. Pero ahora ya no puedo ser mantenida de Tomás, mi marido”. Al siguiente miércoles Felipe insistió gentil pero firme: “Tienes que leer”. Inés asintió sin decir nada. Al volver a cruzar Reforma dijo sombría: “Ya hice cuentas y no puedo renunciar a la beca”. Yo me tragué una carcajada. Me vio con ojos sombríos. “Si te ríes te mato”. No me reí.
La biografía de una escritora está en dos partes: en la vida que llevó (amores, hijos, padecimientos, carrera
profesional) y en la vida que escribió. La de los libros es una biografía paralela
Inés llegaba siempre puntual a cada reunión y se sumergía en la angustia cuando le tocaba narrar. Para sus compañeros, la experiencia era una muy distinta a la que ella vivía. Miguel Sabido lo pone así, en “Vida y muerte de Inés Arredondo”:
Finalmente, el siguiente miércoles Felipe le preguntó muy amable si había traído su material. Ella asintió. “Es un cuento. Se llama ‘La señal’”. Empezó a leer despacio. “El sol denso, inmóvil, imponía su presencia; la realidad estaba paralizada bajo su crueldad sin tregua”. Felipe, Vicente y Pita [Dueñas] alzaron los ojos. Ella siguió muy nerviosa. Su voz era clara y contundente. Llegó al final: “Cuando salió de la iglesia el sol se había puesto ya. Nunca recordó cabalmente lo que había pasado y sufrido en ese tiempo. Solamente sabía que tenía que aceptar que un hombre le había besado los pies y que eso lo cambiaba todo, que era, para siempre, lo más importante y lo más entrañable de su vida, pero nunca sabría, en ningún sentido, lo que significaba”. Terminó y no separó los ojos de la página. Pita dijo conmovida: “Es precioso... no, no es cierto... no es precioso... es... Ay, Inés...”. Vicente dijo clara y contundentemente: “No nos hagamos pendejos. Es una obra maestra”.
Unos años después, en 1965, la guerra de Vietnam cumplía diez años de tragedia, Winston Churchill moría, el Che Guevara renunciaba a sus funciones en Cuba y México atestiguaba la represión de los médicos en paro, a manos de Díaz Ordaz. El mundo llegaba a una década de cambios que tiene repercusiones hasta nuestros días. Los jóvenes entraban de lleno a la escena mundial, como pocas veces antes. Ese mismo año, Inés Arredondo publicó su primer libro, La señal, después de trabajarlo con sus compañeros de la beca. Tenía por entonces 37 años. Lo publicó en Ediciones Era, la editorial que Vicente Rojo, los hermanos Espresate y José Azorín, todos de origen español, fundaron en 1960 para incluir voces nuevas que refrescaran la narrativa mexicana. El libro de Arredondo hizo precisamente eso.
“LA SEÑAL” ES MISTERIOSO y complejo en su sencillez. Es breve y trata de algo insólito: una expiación, la santidad, la empatía. O tal vez no trate de eso, sino de algo que es inapresable y que roza lo místico. El libro que lleva el nombre del cuento, lleno de enigmas, causó revuelo en la tierra natal de Arredondo.
Los orígenes de quien escribe siempre me han parecido tan necesarios como disputables. Hay que definir qué tanto o qué tan poco resultó influyente un entorno, un lugar, una familia. El Culiacán que vio nacer a Arredondo no respiró hasta terminada la Revolución. Álvaro Obregón tomó la ciudad en 1913 y ahí todo se puso de cabeza: varias de las fábricas textileras que eran emblemáticas de la zona fueron vandalizadas, alguna se quemó sin que quedara de ella nada. Las aspiraciones industriales de Sinaloa se desvanecieron. En su lugar surgió un estado agrícola. Es ahí donde la niña Inés nace y crece, como la mayor de nueve hermanos.
Vive los primeros años en la casa familiar, una casa solariega ubicada en una esquina, por lo que se conocía como “portales de Culiacán”. Según se dice, la familia Arredondo, de abolengo, perdió su estatus. Así que la niña Inés se fue a vivir a la finca azucarera Eldorado, no muy lejos de la ciudad, donde todo era más silvestre y, de alguna manera, mágico. Además de caña, se habían plantado árboles que daban “frutos de todo el mundo porque tenían plantas de Filipinas, de China, de Japón, no se diga de América”, cuenta Huberto Batis. En esa finca fue feliz por el entorno y porque estableció un vínculo intenso con su abuelo Arredondo, que la protegía y apoyaba. Dice de su abuelo y de ese periodo:
Eldorado fue creado, construido, árbol por árbol y sombra tras sombra. Dos hombres locos, padre e hijo, en dos generaciones, inventaron un paisaje, un pueblo y una manera de vivir. Mi abuelo fue cómplice de los dos, y trazó y sembró con sus manos las huertas que yo creí que habían estado allí siempre. Él ayudó con toda su vida a lograr la realidad inventada que yo viví. Y que fue hecha para eso, para vivirla y no para hacer literatura, lo sé.
Pensemos en ese Culiacán que busca reinventarse de industrial a agrícola; pensemos en una familia que perdió lo que tuvo y en una niña de curiosidad voraz, consentida y cuidada por un abuelo intrépido. En Sinaloa había tan pocos autos, que los semáforos no fueron comunes hasta mediados de los años cincuenta; las calles no estaban pavimentadas, los habitantes eran pocos y las familias que habían sido ricas sentían nostalgia por un pa-sado que no volvería. Eran pueblos pequeños, de cotilleo y de guardar los modos, los secretos. Parece insólito que una mujer haya decidido irse de ahí a buscar otra forma de vida. Fue el abuelo que plantaba árboles quien la impulsó a irse, en lugar de permanecer ahí para conseguir marido. Así se fue a Guadalajara, Jalisco, a estudiar la preparatoria y a sacudirse la escuela de monjas culichi. El tránsito no para ahí. Cambia de ciudad, de vida y de nombre. Se sacude el “Camelo” paterno y abraza el “Arredondo” de su abuelo y su madre.
A los 19 años da un paso más fuera de la vida sinaloense y del entorno familiar. Se inscribe a la carrera de Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, que aún no estaba en la Ciudad Universitaria, sino en el edificio de Mascarones en la Ribera de San Cosme, es decir, en una zona agitada. Según se ha consignado en distintas biografías de la autora, los estudios filosóficos removieron algo oscuro en ella. Se dice que las lecturas que hizo de los existencialistas la descolocaron tanto que quiso suicidarse. Es el primer indicio de un desequilibrio que tomaría forma de manera asombrosa en sus cuentos. Ya a los 20, en 1948, viene un cambio más; no sólo deja la carrera de Filosofía por la de Letras Hispánicas, sino que conoce a quien sería su marido y padre de sus hijos, Tomás Segovia, poeta español avecindado en México. La figura de Segovia se convertiría más adelante, para la escritora, en algo así como una condena, un suplicio al que se mantuvo atada mucho tiempo.
Se puede pensar en “La señal” después de revisar este tránsito. Es imposible explicar el argumento, porque se trata de un cuento para ser leído. La experiencia de hacerlo concita otra vivencia, una a la vez humana y trascendental. En él puede leerse el recogimiento religioso aprendido de la formación católica, el silencio de una ciudad pequeña de la provincia del siglo XX y el choque formativo de estudiar en un ajetreado corazón urbano.
En varios cuentos habla de los secretos familiares.
La sunamita no es la única en sufrir en carne propia los abusos de un pariente
LA BIOGRAFÍA DE UNA ESCRITORA está en dos partes: en la vida que llevó (sus amores o desamores, los hijos que tuvo, sus padecimientos, su carrera profesional) y en la vida que escribió. La de los libros es una biografía paralela, en la que se vierten las vivencias de la imaginación, construidas con palabras.
Guadalupe Dueñas (Guadalajara, Jalisco, 1910), Amparo Dávila (Pinos Altos, Zacatecas, 1928) e Inés Arredondo se hermanan en una narrativa que se centra en alteraciones dentro del espacio doméstico. Suelen estudiarse juntas, como autoras coincidentes. Publicaron y tuvieron presencia en la vida cultural y periodística más o menos al mismo tiempo y encontraron su espacio creativo también en años similares (aunque Dueñas es mayor y publicó antes, se mantuvo cercana a las otras dos autoras). En las tres, tanto las casas como los objetos que las pueblan se transforman en algo sospechoso; la familia y los seres más cercanos dejan de ser confiables. El horror habita lo conocido, lo cotidiano y lo querido. Las autoras se separan en un punto: Arredondo elige con me-nos frecuencia el mundo fantástico que sus colegas (Dueñas fue también su amiga). Lo destemplado que habita sus textos surge de la realidad concreta y palpable, no de algo que no puede explicarse. A pesar de ser pocas, sus incursiones en los mundos fantásticos son importantes. Uno de sus cuentos más conocidos y notables, “La sunamita”, toma la verdad como punto de partida para desprenderse poco a poco de lo real.
En él, una chica, Luisa, recibe un telegrama. La llaman al lado de su tío moribundo, un hombre muy mayor y acomodado. Luisa lo recuerda con cariño, lamenta que esté mal y acude a verlo. Quien lee el cuento va conociendo la historia a la par que la protagonista. Luisa y los lectores avanzamos con tanteos y reparos por lo que viene. La enfermedad y su agudeza, las memorias compartidas entre tío anciano y joven sobrina, parecen cada vez más fuera de lugar, empiezan a volverse incómodas y excesivas, lo mismo que el contacto físico. Acudimos con espanto a la sumisión de la chica, que acepta cada vez más confundida los avances de algo que parece imposible. La culminación del cuento tendría tintes puramente sobrenaturales si no fuera porque en México mujeres muy jóvenes son obligadas a casarse con hombres mayores. Las chicas son abusadas sexualmente por personas mucho más grandes, con más poder, con riqueza. Luisa es una de estas mujeres.
La Biblia —ese gran compendio de lo fantástico— tiene la primera versión de la sunamita. Una mujer del pueblo de Sunem está casada “con un anciano” y, por esta diferencia de edades, no puede tener hijos. Eliseo, el profeta, se aparece un día en su puerta, cansado. Ella le ofrece comida, bebida, descanso. Cuando él se entera de que la sunamita no puede concebir, le asegura que al cabo de un año tendrá un hijo. La historia tiene varias versiones y aristas pero, en uno de esos trucos bíblicos, ese niño nace. El profeta la hace concebir. No hay forma de saber cuáles son los verdaderos deseos y aspiraciones de la sunamita, sólo tiene valor el milagro. El anciano del texto de Arredondo carece de rasgos divinos por más que le administren los santos óleos; el milagro final es una tragedia y no una gloria.
La sunamita y otros cuentos fue publicado de forma independiente en 1983, aunque el cuento que lo nombra había aparecido antes. Para entonces, Arredondo había publicado tres libros de cuentos notables y era una voz conocida en el medio literario mexicano.
EL SILENCIO ES UNA LÍNEA que atraviesa una buena parte de la obra de Arredondo. La ausencia de palabras de los personajes refleja el desbordamiento de las emociones. El miedo y el secreto convergen en los espacios sin sonido. En ambos se contiene la respiración, se guardan para otro momento las cosas que pudieran decirse. Hay riesgo en hablar; hacerlo implica abrir las puertas para que se rompa el misterio o para que salga a la luz lo que dañaría reputaciones, movería al espanto.
Su segundo libro, Río subterráneo, se publicó en Joaquín Mortiz. Según Huberto Batis, en Era decidieron no publicarlo porque La señal no se había vendido como esperaban.
La vida de Inés Arredondo había dado un vuelco para entonces: después de mucha amargura, se separó de Tomás Segovia, vivió sola con sus hijos, tuvo una relación con Batis, se las arregló por sus propios medios. Era una de las pocas mujeres de la Generación del Medio Siglo, tuvo un trabajo en la Revista Mexicana de Literatura. Publicó ahí y fue antologada en compilaciones literarias. También tuvo malos ratos: crisis nerviosas, problemas psiquiátricos y del resto del cuerpo. En 1972 se casó con Carlos Ruiz, un médico que la ayudó a gestionar, tratar y minimizar sus padecimientos físicos y mentales. Los avisos de algo frágil, oscuro, ya estaban ahí cuando ingresó a la carrera. Muchos de los cuentos de Arredondo tienen esos elementos. Los personajes encuentran en sí mismos vetas difíciles de aceptar o, por el contrario, son conscientes de cómo los miran los otros. Pueden ver el desprecio, el miedo, el rechazo que los demás sienten por ellos; tal vez debería decir “por ellas”, en vista de que un buen porcentaje de la obra de la escritora sinaloense está narrada en primera persona, en una voz claramente femenina.
Entre la publicación del primer y el segundo libro de Arredondo, la serie de acontecimientos políticos y culturales que ocurrieron marcaría a la nación. En 1968 vino la masacre del 2 de octubre en Tlatelolco. Llegaron las Olimpiadas. Después llegó el Mundial de 1970 y, apenas un año más tarde, la matanza de Corpus, “El Halconazo”. La vida universitaria —a la que Inés y su grupo más cercano de amigos estaban hondamente vinculados— se trastocó de forma radical. Apenas unos años antes había cerrado la Revista Mexicana de Literatura, una publicación que le dio espacio a ella y a un grupo muy notable de escritores, editores y creadores, entre los que estaban Tomás Segovia, Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, Sergio Pitol, José Emilio Pacheco, José de la Colina, Salvador Elizondo, Jorge Ibargüengoitia... Ese medio sirvió a todos sus integrantes como un ancla, un espacio para dialogar entre sí y para conocer obra relevante alejada del nacionalismo que había imperado poco tiempo antes. Así que entre uno de sus libros y el segundo, Arredondo debió reconocerse otra.
Algo no cambiaba en ella, sin embargo. Sus intereses y obsesiones se mantuvieron firmes, aunque es obvio que los textos del segundo volumen fueron más trabajados por la autora. En varios de sus cuentos habla de los secretos familiares. La sunamita no es la única en sufrir en carne propia los abusos de un hombre mayor o de un pariente. Hermanos, tíos, primos, amigos cercanos a la familia viven siempre relaciones tensas. Lo normal es callar lo que ha ocurrido en el pasado.
Miguel Sabido narró este episodio de la vida de Arredondo con el poeta Tomás Segovia:
Una tarde llegué. Estaba la puerta abierta. Entré. Inés estaba sentada de espalda a la ventana de [sic] un sofá mullido. Se tapaba la cara con las manos y todo su cuerpo temblaba. Yo me senté en otro sofá que estaba enfrente sin decir una palabra. Pita llegó y en silencio se sentó junto a Inés. Ninguno hablaba. De repente oímos bajar a alguien las escaleras de madera muy ligeramente.
Era Tomás, su marido. Un español sumamente guapo y muy encantador y muy inteligente. Y muy buen poeta. Traía un elegante traje gris y una corbata vistosa y bonita. En la puerta, entre impaciente y cariñoso, le dijo: “Bueno, Inés... ¿Qué quieres que te diga?”.
Inés movió la cabeza sin separar las manos de la cara. “Nada”.
Y Tomás salió sin despedirse.
Ella levantó la cabeza y dijo fuerte: “Pues está bien: yo soy la loca, la intemperante, la de cara hinchada por las lágrimas. La fea”.
Según Sabido, ese día Inés supo con quién la engañaba su marido. No era la primera vez. La frase final, en la que se dice a sí misma “la loca, la intemperante, la fea” encuentra una salida en sus textos. También la infidelidad de Segovia aparecería ahí, en su primer libro, en un cuento que, de nuevo según Sabido, Guadalupe Dueñas le pidió que escribiera (en lugar de separarse de su marido) y que se llama “Estar vivo”.
“Estío”, el primer cuento de La señal, es uno de los textos más logrados y debe haber causado revuelo no sólo en Culiacán, sino en el país conservador. El personaje central es una mujer que está cuidando a dos adolescentes, su hijo y un amigo suyo. La mujer siente en su cuerpo el paso de los años, sin que el deseo lo haya abandonado. Es el mismo deseo de su juventud. El erotismo del cuento es uno peligroso, borda un hilo fino de transgresiones inescapables. El cuerpo, para Arredondo, es lo mismo una cárcel, un suplicio o ese espacio sin nombre a través del cual ocurren cosas que es mejor no decir porque ya no hay vuelta atrás.
Está la belleza corporal de muchos personajes centrales a los que el resto anhela poseer; pero también está la enfermedad, la mutilación, la vejez y la fealdad. Se representa el paso de los años: la infancia, la adolescencia, la edad adulta. En cada una está lo prohibido y en cada una, la corporalidad. En “Río subterráneo”, el cuento que le da nombre al segundo libro, la corporalidad está también en una casa, en el entorno, en sucesos que son muy físicos. Está en el cuerpo de dos de los personajes, Sergio y Sofía, que son algo sin nombre al inicio del relato:
Ellos eran mis hermanos, pero yo aún no entendía. Eran más bien hermanos, muy hermanos, entre sí. No tenían ningún parecido físico, aparte del cuerpo delgado y la piel que parecía transparente en los párpados. Sin embargo, ellos sacaban el acuerdo de la diferencia aparente: el ritmo al que se movían; las manos; los profundos ojos extáticos...
Estos no hermanos comparten también misterios, lo que no se puede decir. La forma en que la protagonista, una niña, vive esto es también corporal, una suerte de inmersión en el delirio que se le adhiere a la piel.
Además de la experiencia personal, Inés Arredondo tenía libros a su disposición para paliar sus padecimientos. Era una lectora voraz. Huberto Batis lo cuenta así:
En una ocasión la metieron a un hospital psiquiátrico en Tlalpan, donde ahora está la Universidad Pontificia. Ahí la fui a visitar. No la encontré en su cuarto. Estaba leyendo en el anfiteatro al lado de un cadáver, tranquilamente. Le pregunté qué necesitaba y me dijo: Libros. Quiero que me traigas libros de Akutagawa y de Kobo Abe. Porque ya terminé con los franceses y alemanes.
Publicó, además de La señal y Río subterráneo (que fue ganador del Premio Villaurrutia de 1979), algunos cuentos aislados, su tesis de maestría (Acercamiento a Jorge Cuesta), Opus 123 y Los espejos.
Sus libros son breves, concisos. Es notable que se haya apegado al cuento, que lo haya trabajado tanto y con tal decisión. Es notable que la niña que vivió en Eldorado, en una Culiacán tradicionalista, haya trascendido el espacio de lo familiar, escapando del abuso y el rechazo. Señala Batis, el hombre que la amó, la soñó, la editó y la acompañó: “Podría decirse que Inés es una escritora ‘difícil’. Yo la encuentro diáfana”. Es una autora insólita e insumisa cuyos textos aún tienen mucho que decir.