La poesía es un bien social que se materializa cuando los versos entran en contacto con el lector. En los registros poéticos más felices, en los hitos distinguibles a primera vista en la profusa historia de la creación literaria —digamos, las obras de Ausiàs March o Du Fu—, el instante poético es una operación de la inteligencia más que un mero despliegue emocional de su autor, que requiere de una acción idéntica para comunicarse con sus potenciales destinatarios.
1. LUZ Y POESÍA
En la lectura de la poesía más alta, dos inteligencias se miran para hablar desde una distancia fuera del tiempo, sin importar que el poeta lleve quinientos años muerto o haya cumplido apenas veinte años.
Esa operación se encuentra bajo asedio. Hoy todo se opone a la lectura y peor aún si se trata de la que requiere de amor por el detalle. El tiempo actual exige habilidades para concentrarse y dejar atrás las preocupaciones y los distractores infinitos de la vida ultramoderna: llámese dispositivos electrónicos con cualquier oferta imaginable de entretenimiento; la vida gozosa y feliz de los restaurantes y/o cantinas; viajar como autoafirmación de un yo que sólo existe cuando las imágenes llegan a las redes sociales, y éstas últimas, por supuesto, como la corona de un reino de burbujas.
Por ello, la lectura de poesía adquiere la forma de una rareza asumida con libertad. Un mal hábito del que es mejor no hablar con los otros, a menos que prueben su calidad de lectores duros, y sólo bajo esa ley no escrita de ignorar lo que dicen sobre los autores que nos entusiasman. Porque un lector de poesía tiene una familia extendida: la gran fraternidad de quienes hallaron en dar sonoridad a las palabras, un manantial para preservarse de los embates del mundo y, a un tiempo, dotarse de la fortaleza necesaria para llegar al umbral de los últimos días.
La poesía no es diferente, en esencia, a un juego de a escondidas . No parece que haya una mejor forma
de asomarse a Muerte sin fin que esa dinámica de leer y correr, volver al punto de arranque y repetir el ejercicio
TOCÓ A JOSÉ GOROSTIZA (1901-1973) la suerte del discreto y de quien opta por la mesura incluso en contra de sí mismo. Eligió la vida diplomática, o ésta lo eligió a él, y en una relación simbiótica benéfica para uno solo de los organismos, su obra es apenas un susurro bajo las capas de los encargos oficiales. Caso semejante al de Jaime Torres Bodet (1902-1974), salvo que éste se decantó por otro extremo: la abundancia como ruta exprés hacia el olvido.
Ésa fue una generación que halló en el servicio público un camino para mantener una carrera de escritor a ratos (al menos), sostener a la familia y darse la mínima seguridad económica. El servicio exterior permitió a una buena parte de aquellos escritores distanciarse de México y, ante el escenario de otros países, comparar la riqueza de su país con la de otros pueblos. Eso les dio la oportunidad de escribir y fundar iniciativas culturales de gran calado, siempre en favor de la pluralidad y el enriquecimiento del país.
Pero Gorostiza halló pronto su conformidad como autor y la publicación de Muerte sin fin (1939), libro emblemático de la poesía contemporánea en lengua española, le supuso un apaciguamiento de su búsqueda lírica. Se permitió esbozar otros poemas, pero el esfuerzo que le supuso el trazo arquitectónico de su largo poema le habrá revelado a sí mismo que no habría otra ocasión semejante. Es de sabios reconocerlo. En comentarios al vuelo y tesis universitarias se le ha comparado con el Primero sueño (1692), de Sor Juana Inés de la Cruz, el Cántico, de Jorge Guillén (1928) y Altazor (1931), de Vicente Huidobro. Pese a ello, Muerte sin fin habita en una singularidad radical que no admite cortapisas, ni explicaciones que puedan trivializarlo como instante poético de largo aliento.
En sus “Notas sobre poesía”, Gorostiza refiere lo siguiente: “La poesía no es diferente, en esencia, a un juego de ‘a escondidas’”.1 Y no parece que haya una mejor forma de asomarse a Muerte sin fin que dentro de esa dinámica de leer y correr, volver al punto de arranque y repetir el ejercicio. Cada verso es una sugerencia que le estalla en las manos a quienes pretenden hacerse de una referencia inapelable. Algunos de los más habituales vínculos y recursos para abordarlo son los siguientes: sus relaciones con la mística, el árbol sefirótico de la Cábala, los lenguajes encriptados como procedimiento poético, un estallido de vanguardismo incontrolado, influencias del surrealismo más onírico, el ánimo provocador de esa generación, entre otras. Gorostiza sabía que Muerte sin fin arrollaría cualquier intento de cifrarlo en un sistema cerrado. De nuevo se lee en las “Notas”: “Imagino así una sustancia poética, semejante a la luz en el comportamiento, que revela matices sorprendentes en todo cuanto baña”.2 Eso para decir que el poema es un objeto que muta cada vez que es leído, con lo que es imposible conocerlo. No es cognoscible la luz porque su viaje sucede a una velocidad superior a nuestra comprensión, y menos aún la poesía, que gana materialidad cuando es “bañada” por aquélla. Luz y poesía se abrazan hasta fundirse y crear una sola materia.
2. NAVEGAR EL POEMA
La poesía moderna fue devota del hermetismo tanto como de las tentativas de largo aliento. Se asumió como responsable de generar una secuencia de imágenes para esbozar el mundo de nueva cuenta y lograr que brotara el hombre nuevo. Su mapa de ruta fue la ciudad moderna, que lo ofrece todo a cambio de una fidelidad sin reservas. Las estéticas del ruido, la multitud y la noche emergieron con sutileza en la creación poética de la primera mitad del siglo XX. Los poetas se sintieron atraídos por ese canto a la “fraternidad de todos los hombres” (de ésa de la que se burló Borges en “El otro”), en la línea del pensamiento socialista. El pacto Molotov-Ribbentrop (1939), sin embargo, generaría desconfianza en las “victorias del socialismo” en algunos escritores y artistas, en tanto que otros se asirían a la bandera roja hasta el final (Pablo Neruda y Rafael Alberti, entre ellos).
Las tentativas de la poesía moderna se mantienen como un reto para los lectores. Adam Kirsch, uno de los críticos literarios más interesantes de las últimas décadas, perfila una contrariedad en aquella poesía, aplicable a Muerte sin fin: “La poesía contemporánea no es a menudo religiosa, pero se mantiene intensa y secretamente metafísica”.3 José Gorostiza fue un hombre de preocupaciones religiosas, metafísicas y esotéricas en la vertiente gnóstica. Él mismo lo subraya en las “Notas sobre poesía”: “Entre todos los hombres, [el poeta] es uno de los pocos elegidos a quien se puede llamar con justicia un hombre de Dios”.4 Al tener esa calidad se vuelve un intérprete reconocido del mensaje divino. No es un “hombre de Dios” quien no tiene la tarea de hacer una aportación de primer orden al ámbito humano. Eso porque a diferencia de otros oficios, “la misión del poeta es infinitamente delicada”.5
La lírica casi infantil de Canciones para cantar en las barcas (1925) hizo un salto cuántico; Muerte sin fin propone un reto al lector más avezado. Enlisto algunos motivos reiterados para navegar el poema:
1) La enunciación de una teología personal a partir de un dios húmedo (“me / descubro / en la imagen atónita del agua”), a lo largo de más de cincuenta referencias al elemento acuático en el cuerpo del poema;
2) El motivo del vaso, que lo mismo podría ser el cuerpo que contiene y a un tiempo apresa al alma, que sería el agua (“en el rigor del vaso que la / aclara, / el agua toma forma”), o Dios mismo (“aunque se llama Dios, / no sea sino un vaso / que nos amolda el alma / perdidiza”);
3) El sueño como una posibilidad de cruzar a la otra realidad de forma temporal;
4) El ojo metafísico-poético que alerta al poeta de aquello que el resto de los individuos no puede ver;
5) Formas diversas de la muerte que se conjugan para lograr un tótem cubista que los lectores recorren con la misma sorpresa entre una lectura y otra, y;
6) El número tres como eje estructural y metafísico del poema.
EN LOS VERSOS de Muerte sin fin, la inteligencia se mira a sí misma y arde hasta consumirse. Es un poema que transcurre en un ámbito humano, pe-se a la mención de “Él”: “de mí y de Él y de nosotros tres / ¡siempre tres!”. El sustrato de ideas para esta elaboración teológica es el cristianismo: “La substancia poética [...] que derivo tal vez de nociones teológicas aprendidas en la temprana juventud”.6 Utilizar como epígrafe tres proverbios de la Biblia es una prueba incontestable. ¡Tres!
El poema también podría contener visiones salpicadas de místicos apenas conocidos o un propósito paródico y/o satírico de la religión, ya que cierra con un baile carnavalesco, la aparición del Diablo y estos versos: “¡Anda, putilla del rubor helado, / anda, vámonos al diablo!”. Lo que equivale a decir: olvidémonos de esta gran broma llamada realidad, pero que se sustenta en las palabras.
La tradición poética de la inteligencia que se mira a sí misma no es infrecuente en los escritores de vena mística, si bien Gorostiza la revitaliza en cada verso con los mecanismos propios de la modernidad. Es un acto que describe la creación de un universo cerrado y al que quizá ni el propio autor tuvo acceso. Hace pensar en el Sueño de Polífilo (1467), de Francesco Colonna, y en esa tradición de soñar con escenarios imposibles, en la que un mapa de ruinas sugiere el camino a seguir. En su composición de acto creativo, imperfecto por su naturaleza humana, asimismo lleva a pensar en el Séfer Yetzirá, uno de los más enigmáticos textos del pensamiento místico. Su brevedad, la creación del mundo y el Golem, la memoria del patriarca Abraham y el balance entre clarividencia mística e imaginación creadora lo han convertido en un hito de la mística.
Muerte sin fin zarandea al lector con imágenes, pero una vez que se tiene una intuición de un hilo conductor fiable, Gorostiza pega un giro de timón y hace emerger otra secuencia no reconocible de ellas. Hay una técnica de collage en la estructura, que vuelve el poema un escenario semejante a Xilitla. Ahí donde nos parece hallar unas escaleras, no hay nada más que un objeto que nos hace evocarlas. La disociación entre palabra y realidad se materializa en este poema altísimo de la tradición hispanoamericana.
Igual que los metafísicos ingleses, Gorostiza juzgó que el cuerpo es una prisión del alma. Las potencias del individuo
se desbordan cuando explora otros planos, y nunca cuando se conforma con lo que ocurre frente a sus ojos
3. POESÍA Y MÍSTICA
En las pocas líneas de Muerte sin fin en las que intuimos que José Gorostiza se reafirma sobre una convicción, ésta coincide con una idea de Tales de Mileto: “El agua es el principio de todas las cosas”. El Dios húmedo del poeta se vuelve pez, nube o llanto. El medio líquido es el que mejor le permite relacionarse con los seres humanos, esa creación suya a la que dotó con libre albedrío, que suele utilizar incluso en contra de sí mismo. Los versos más flacos del poema dialogan con la tradición filosófica griega. Su universalidad es señera. Es una estructura que demanda un lector formado, capaz de relacionar contenidos que se asoman tan sólo como sugerencias. Es lamentable que José Gorostiza haya sido parco en los motivos de su composición o haya declarado con insuficiencia cuando se animó a hacerlo.
Al igual que sucede con los poetas metafísicos ingleses, Gorostiza juzgó que el cuerpo es una prisión del alma. Las potencias del individuo se desbordan cuando explora otros pla-nos de realidad, y nunca cuando se conforma con fenómenos que ocurren frente a sus ojos. Eso porque el poeta, al ser un “hombre de Dios”, tiene privilegios de los que no dispone la mayoría de los individuos. El poeta es una inteligencia que juega a las escondidas y, en este caso, ha logrado ocultarse como los mejores. Muerte sin fin es un juego de espejos en el que nadie puede reflejarse porque éstos no se mantienen estáticos. La vía que su misticismo sugiere para iniciar la exploración de realidades alternas es la propia poesía. Manifiesta Gorostiza: “La poesía ha sacado a la luz la inmensidad de los mundos que encierra nuestro mundo”.7 Así que sólo hay un camino para escapar a la percepción plana de lo que se vive: la música del poema.
Cualquier sistema de pensamiento, más aun uno de carácter religioso, ofrece múltiples posibilidades de plastificarlo desde la poesía hasta llegar al convencimiento de que puede atisbarse “la otra realidad”, accesible sólo para Dios, que la creó, pero jamás para el disfrute de los individuos. Eso es un rompimiento que significa la muerte para quien logra asomarse. Ciertos libros de propósito místico y/o gnóstico parten de la convicción de que es posible transmitir conocimiento oculto a los otros y, con ello, ampliar las posibilidades individua-les de acceder a la experiencia de la divinidad. Gorostiza, de nuevo: “... la poesía, para mí, es una investigación de ciertas esencias —el amor, la vida, la muerte, Dios— que se produce en un esfuerzo por quebrantar el lenguaje de tal manera que, haciéndolo más transparente, se pueda ver a través de él dentro de esas esencias”.8 En otras palabras: la poesía es un camino que permite ver no a Dios, sino a través de Él, a la manera de un rosetón catedralicio, porque la verdad última nunca se revela.
NO POCAS TRADICIONES esotéricas y místicas utilizan el lenguaje para borrar la frontera entre el ámbito humano y el divino, por ejemplo, a través de la oración. Pero lo cierto es que las formas clásicas del gnosticismo y cualquier forma de misticismo siempre han generado recelo en las religiones organizadas. Eso debido a que dispersan el alcance de la revelación que se intenta como hegemónica y abren vías que no se hallaban trazadas en los orígenes de una tradición intelectual. También incitan a los creyentes a buscar por sí mismos la experiencia religiosa y a concluir que es posible hacerlo si es que tuvieron alucinaciones o experimentaron formas de pensamiento inusuales, producto de sus tentativas. Asimismo, el conocimiento se guardaba en secreto porque cualquier herejía se pagaba con la muerte, además de que se requerían cualidades morales y hasta virtudes para ser parte de los grupos poseedores del conocimiento secreto. Gorostiza no innova en su camino hacia la gnosis, pero sí lo hace con una sonoridad verbal que hechiza a quienes tienen contacto con el poema, más aún si lo escuchan con su propia voz a lo largo de los poco más de cuarenta y cinco minutos de grabación.
El modelo de pensamiento que asoma en Muerte sin fin es cristiano, pero también helénico. Tiene un pie en Atenas y otro en Jerusalén. Estamos ante un poema místico. Joseph Dan aventura una hipótesis sobre algunos préstamos del helenismo al cristianismo y al judaísmo. Lo cierto es que no es posible datar con exactitud los préstamos, ni siquiera determinar si los documentos que se preservaron mantienen la forma que tenían en sus orígenes. Las visiones de Ezequiel sobre el Merkabá son de las más sugerentes que pueden hallarse en el Tanaj, por lo que no es difícil que algunos exégetas idearan formas para replicar la experiencia del profeta. Dan explica que la cuestión del origen del misticismo se volvió uno de los problemas más importantes y complejos en la historia del pensamiento judío.9 A resultas, el anhelo de hallarse ante la presencia de Dios no terminó ahí, ni terminará en tanto el individuo se sienta incompleto en su ser.
José Gorostiza ofrece un camino hacia la otra realidad: la poesía. También una ilustración de sus intuiciones: Muerte sin fin, uno de los poemas más notables de la época moderna y de las que están por venir.
4. UN DIOS-POETA
La poesía más reveladora siempre es un enigma para su creador: la mano no siempre conoce la herramienta que manipula. Gorostiza: “No sé qué es, ni qué quiere decir Muerte sin fin, lo ignoro”.10 Esa determinación abre aún más las posibilidades del poema. A la manera de un oráculo, cada vez que se visita aparecen significados y el autor los coloca en su punto de máxima tensión, con lo que no habrá especialista que pueda manotear porque su lectura es la única correcta. El poema le ocurrió a un individuo llamado José Gorostiza, que luego se decantó por el servicio público y aquel periodo de su vida, el de poeta, quedó como un tramo vital del cual no había nada más que decir. El silencio es un cierre magnífico para el escritor, que en algún momento de la adolescencia imaginó que el manantial de palabras jamás podría secarse.
Ahora bien, la elección de los tres epígrafes del libro de los Proverbios no parece haberse realizado al azar. No consta que Gorostiza tuviera aspiraciones de biblista (aprender arameo, griego o hebreo, por ejemplo), o si tan sólo era la lectura del momento. Con dificultades alguien colocaría en el pórtico de su libro de poesía una invocación bíblica como un acto chocarrero. Los tres proverbios que utiliza Gorostiza son del capítulo ocho del libro bíblico, del que Schökel explica: “la Sensatez personificada emplea un lenguaje hímnico”.11 (En algunas traducciones, “Sensatez” aparece como “Sabiduría”). Y refiere este antecedente: “En el capítulo primero la Sensatez adopta entonación profética, como si su discurso fuera palabra de Dios; en el capítulo 8 se presenta como uno de los maestros, quizá con autoridad especial, y los desborda con acentos de himno. Es como si el maestro dijera: hasta ahora os he hablado yo, ahora os hablará ella misma”.12
Gorostiza unió en su poema una tradición antiquísima, al darle voz rítmica a una cualidad aspiracional del individuo: la sabiduría. A su modo, el poema es una cátedra de autoconocimiento y desilusión.
El Dios húmedo azul (“¡Sí, es azul! ¡Tiene que ser / azul!”) se deja cantar y de modo ocasional emite sonidos incomprensibles para los individuos, que se miran contrariados unos a otros porque el mensaje de la divinidad no suele ser claro. La única manera de responder a un mensaje indescifrable es a través de una comunicación semejante en un intento por decir: sé que podemos comunicarnos, aunque el contenido del mensaje carece de transparencia. El binomio Justicia-Verdad se materializa en un poema moderno y lo que dice es lo siguiente: la poesía, además de ser un camino hacia la otra realidad, es lo único que puede orientarnos hacia la salvación individual. Detrás del juego de máscaras, el Dios imposible de Gorostiza se revela como un poeta que no puede ignorarse a sí mismo, pese a que confía sin remedio en la posibilidad creativa del ser humano. Es, con todas sus limitaciones y faltas de comprensión, lo más perfecto que se conoce y eso nos comunica con el Dios individual que cada uno buscará cuando lo estime oportuno.
El silencio es un cierre magnífico para el escritor,
que en un punto de la adolescencia imaginó que el manantial
de palabras jamás podría secarse
CODA
En el ámbito de las letras mexicanas, al poeta joven se le inocula la superstición, desde sus primeros pasos en la literatura, de que el poema extenso confirma la presencia de un talento singular. Los rastros del viejo profeta se instalan en el oficio del poeta y el aliento sostenido para transmitir imágenes nunca vistas aún se considera la forma más auténtica de solidez creativa. Esta manía refiere que el instante, además, que tiene un aspecto formativo inapelable, es un molde propio de la juventud, en tanto que la obra secuenciada de imágenes que se forman una tras otra hasta generar un tapiz de fina hechura, es el objetivo de cualquier poeta con un elevado sentido del oficio. Uno de los bastiones de esta superstición es La tierra baldía (1922) de T. S. Eliot, poema capital de la modernidad (¡qué duda cabe!), pero que en México es venerado de forma misteriosa, al punto de que aún se busca en su estructura formal una posible ruta hacia la poesía del futuro (¡!).
Por otra parte, las malas condiciones para editar poesía en México dificultan la publicación de textos de largo aliento. Si ese gé-nero apenas importa a los lectores, la poesía extensa se mantiene como un producto para consumo de poetas. Incurable (1987), de David Huerta, sería la apuesta más notable de la segunda mitad del siglo XX mexicano, pese a que su aliento cuasinarrativo termine por hacer que dude el lector sobre la naturaleza de lo que lee. El volumen es un ejercicio libérrimo de creación literaria, en el que hibridar genera un feliz desconcierto en sus lectores. Al igual que sucede con Muerte sin fin, Incurable no admite una explicación que pueda cerrar los debates. Es una cualidad que hermana ambos poemas.
Ya en el nuevo siglo, son notables las entregas de Atlántica y El Rústico, de María Baranda y Basalto, de Rocío Cerón, ambas de 2002. Cada una de estas poetas, con los motivos que les son propios —la sonoridad de la poética hispanoamericana y el ludismo de las formas transmedia, respectivamente—, nutren la tradición del poema largo mexicano y lo hacen con vigor creativo con títulos que merecen un lugar en el estante. Es claro que ambos poemas nacieron como proyectos de largo aliento, y no a la manera de una edición de poemas cortos que se bordaron para crear el efecto de un poema largo. Ése es el caso de Blue Holes (2018), de Ingrid Valencia y de ¿O es sólo el pasado? (2021), de Christian Peña, un ejercicio escritural que inicia con la temática del temblor de 1985, pero al que se le añaden poemas de tema diverso hasta extraviar el libro por completo en la parte final.
El poema largo se distingue desde la lejanía porque es un ejercicio retórico que gira alrededor de unas pocas imágenes. El resto es un decorado de palabras que se camina olvidable hasta llegar a la transmisión providencial de un instante sibilino. Éste es el caso de Muerte sin fin y es magnífico que así sea.
Notas
1 José Gorostiza, Muerte sin fin y otros poemas, prólogo de Octavio Paz, Seix Barral, México, 2002, p. 21.
2 Op. cit., p. 22. Énfasis añadido.
3 Adam Kirsch, Who Wants to Be a Jewish Writer? and other essays, Yale University Press, New Haven, Connecticut, 2019, p. 84.
4 José Gorostiza, op. cit., p. 37.
5 Ibidem.
6 José Gorostiza, op. cit., p. 23. Énfasis añadido.
7 Op. cit., p. 24.
8 Ibidem. Énfasis añadido.
9 Joseph Dan, The Ancient Jewish Mysticism, MOD Books, Michigan, 1993, p. 205.
10 Hugo Garibay Rodríguez, “El dilema de Dios, del Poeta y del Amante como constante narrativa en la obra de José Gorostiza”, tesis para obtener el grado de licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas, UNAM, México, 2015, p. 3 del archivo electrónico
11 Alonso Schökel et. al., Proverbios, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1984. p. 234.
12 Ibidem.