Microficción: dos episodios

Las narraciones de Víctor Mandrago mantienen como sello de la casa una carga de provocación que puede resultar perturbadora. Su punto de partida, un mundo en principio realista, se trastoca mediante el filtro de la paradoja, el desenlace que desemboca en situaciones anómalas y escapa de la norma. Los dos episodios de esta página reiteran su dosis de ironía y soledad atrapada en la vida urbana, donde la búsqueda de una salida moviliza sus recursos imaginarios.

Microficción: dos episodios
Microficción: dos episodios Foto: Phakorn Kasikij / shutterstock.com

VIVIR CON CALMA

Para Juan Domingo Argüelles

Salí de la posada con ganas de perderme. De romper con todas mis costumbres, como esos papeles viejos que se amontonan por años y en el momento menos pensado van al desecho porque uno entiende que no sirven para nada. Antes de salir le regalé mi reloj al jardinero. Caminé por la orilla de la autopista. Tiré mi cartera. A medida que avanzaba sentía una liberación profunda, como si saliera a la calle después de purgar una condena larga. Tuve miedo de que la mente me estuviera jugando una broma y en realidad esa situación sólo fuera un sueño que terminaría a las seis de la mañana, cuando el despertador suena tan fuerte que parece que algún especialista le taladra a uno la conciencia.

Los automóviles pasaban como balas perdidas. Dejaban un viento suave y fresco. No quería pensar en nada. Caminé convencido de una nueva vida, en la que las cosas fueran simples, sin tantos rodeos. Al ver las montañas me imaginé que en algún espacio de todo ese vasto territorio existía un terruño donde la gente se tomaría la vida con calma; donde todos, hasta los perros, sentían su propio aliento; o quizá, el espectáculo más asombroso del año era un cine ambulante y los niños corrían en un campo libre detrás de mariposas multicolores que no usaban pilas ni costaban un peso.

Dejé la carretera. Tomé rumbo a las serranías. En el camino encontré a unos indígenas que me preguntaron a dónde iba. Cuando les dije que a un lugar donde la gente no fuera tan complicada rieron a carcajadas. No repliqué porque sabía que ese lugar tal vez no existía. Me ofrecieron ir a su cabaña. Ahí estuve por un tiempo. En su mundo yo era inútil, no sabía hacer nada. Colaboré con las mismas actividades de los niños. Traía leña, agua y les daba de comer a los animales. Disfruté ver a las gallinas pepenar los gusanos de la tierra con tanta efectividad y destreza.

En las noches, al mirar el cielo, recordé a mi abuelo diciéndome que las estrellas, antes que el perro, ya eran amigas del hombre, mientras Juan, Anastasia y sus cuatro hijos me veían con ternura o lástima.

Me enseñaron a cultivar la tierra, reparar la casa, cocinar, partir leña, matar gallinas y borregos, bañarme en el río, cosechar, hacer huaraches y alebrijes que vendíamos en la carretera. Aprendí a distinguir las hierbas comestibles de las curativas y las venenosas. También el nombre de los pájaros, las serpientes y todos los animales que había en el bosque. Supe la hora del día mirando la posición del sol y de las sombras. Los perros jugaban conmigo cuando me tiraba en el pasto a contemplar las nubes y llegó el momento en que ya no era ningún extraño.

Dicen que desde entonces empecé a gritar como bestia y a revolcarme en el suelo como si tuviera al demonio dentro 

Llegaron las lluvias y después de la caída de un rayo afuera de mi ventana vino el primer ataque de epilepsia. Esa luz entró como un disparo en mi cerebro. Dicen que desde entonces empecé a gritar como bestia y a revolcarme en el suelo como si tuviera al demonio dentro. En los primeros días, Juan y Anastasia no le dieron importancia. Trataron de curarme con infusiones de toronjil mora-do y valeriana. No resultó. Los ataques se repitieron. Llamaron al brujo. Me hizo limpias con ruda, huevo, mezcal y una gallina negra. Las convulsiones seguían. La paz que había cosechado poco a poco comenzó a desmoronarse. Todos en aquella casa me miraban con desconfianza. Dejaron de hablar conmigo. Se fue la ternura y quedó la lástima. Hasta los perros se iban como si yo estuviera apestado. Cada día, Juan se preocupaba más y los niños no podían estar conmigo.

Tras el último ataque, decidieron sacarme de la cabaña y amarrarme en el chiquero. Ahora tengo una cadena en el pie izquierdo. No sé si es la mejor idea, pero quizá aquí, entre los animales, es el lugar donde puedo vivir con calma.

ESTRATEGIA CONTRA SOLEDAD

Estoy perdidamente enamorado. Yo pensaba que eso era una mierda, que esa idea sólo servía para vender dos o tres libros de poemas e imprimir grandes tirajes de novelas. Pero hoy opino todo lo contrario: el amor sí existe y es lo más hermoso que nos puede pasar en la vida. ¿Por qué digo esto? ¡Fácil! Porque lo estoy viviendo, lo estoy palpando.

Aquello empezó la clásica tarde de melancolía otoñal, con viento y una lluvia de hojas, como confeti regado por Dios desde lo más alto de su monopólico cielo. Yo caminaba por la ciudad, en medio de un barrio silencioso, elegante y fresco que irradió una sensación de paz. De repente, ella, como diosa, apareció y me atrajo, literalmente, como a un animal. Estaba hermosa, bella, sin ningún artilugio que vulgarizara su figura. Sin pudor, no me quitaba la mirada de encima. Y yo, nervioso, no sabía qué hacer. Al continuar su camino, me sedujo con sus movimientos inocentes y sensuales. La seguí hasta que perdí el control y entonces decidí hacerla mía. No lo pensé mucho y tomé la salida práctica: el estupro. Al principio opuso resistencia, pero al sentirme cada vez más excitado y perdido dentro de su cálido cuerpo, comenzó a disfrutar con la misma intensidad hasta que llegamos juntos al orgasmo.

No hubo palabras de por medio, ella eligió vivir conmigo. ¡Lo reconozco! Es extraña, nunca habla, pero si no ha partido de mi hogar es porque está a gusto, tranquila. No sé si tiene que ver nuestro número de coitos al día: tres o cuatro, según el clima. ¡Quién sabe! He decidido pensar sólo en las cosas estrictamente necesarias y, al igual que ella, ahora entiendo, cuando tomo baños de sol a su lado, que todo lo demás es mentira. Y por eso nos llevamos bien, nos entendemos. Somos flexibles y sabemos que el amor es una excelente estrategia contra la soledad.

¡Pero ya no quiero hablar de este amor! De todas maneras, la gente no entiende. Todos opinan que esta situación no puede ser. Que es más chica que yo, que yo soy un parlanchín y ella no habla. Los más honestos dicen que ella es una perra y yo, un enfermo mental. ¡Qué diablos! Yo sólo sé que amo a Sussy, mi hermosa  french poodle.