Traducción: José Luis Rivas
A la vuelta del alba...
Lárgate, le decía, jeta de gendarme, jeta de soplón, lárgate, aborrezco a los lacayos del orden y a los tolondros de la esperanza. Lárgate grisgrís de mal agüero, chinche de monaguillo. Luego me volvía hacia los paraísos perdidos para él y los suyos, más tranquilo que el rostro de una mujer que miente, y allá, mecido por los efluvios de un pensamiento inexhausto, alimentaba al viento, desataba los monstruos, y escuchaba subir del otro lado del desastre, un río de tórtolas y tréboles de la sabana que llevo siempre en mis profundidades a la altura inversa del vigésimo piso de las casas más insolentes y por prevención contra la fuerza putrefactiva de los ambientes crepusculares, sabana zanqueada noche y día por un sagrado sol venéreo.
A la vuelta del alba engranujada de frágiles caletas, las Antillas hambrientas, las Antillas picadas de viruela, las Antillas dinamitadas de alcohol, encalladas en el fango de esta bahía, en el polvo de esta ciudad siniestramente naufragadas.
A la vuelta del alba, la extrema engañosa y desolada escara sobre la herida de las aguas; los mártires que no dan fe; las flores de sangre que se marchitan desparpajándose en el viento inútil como gritos de loros parleros; una vieja vida mentidamente risueña, con sus labios abiertos por angustias desafectas; una vieja miseria pudriéndose silenciosamente bajo el sol; un viejo silencio reventado de pústulas tibias,
la atroz inanidad de nuestra razón de ser.
A la vuelta del alba, sobre este más frágil espesor de tierra que sobrepasa de manera humillante su grandioso porvenir
— los volcanes estallarán, el agua desnuda arrastrará las manchas maduras del sol y no quedará más que un tibio hervor picoteado por las aves marinas — la playa de los sueños y el insensato despertar.
A la vuelta del alba, esta ciudad pedestre — tirada por el suelo, trompicada con su buen juicio, inerte, ahogada bajo el fardo geométrico de su cruz que eternamente recomienza, rebelde a su suerte, muda, descontenta de cualquier manera, incapaz de crecer nutrida por el jugo de esta tierra, impedida, cercenada, disminuida, con agotamiento de fauna y de flora.
A la vuelta del alba esta ciudad pedestre — tirada por el
suelo...
Y en esta ciudad inerte, esta muchedumbre gritona que pasa tan asombrosamente junto a su propio grito como pasa esta ciudad al lado de su movimiento, de su sentido, sin inquietarse, al lado de su verdadero grito, el único que se hubiera querido oír porque es el único que se le siente suyo; porque se le siente habitar en ella dentro de algún refugio profundo de sombra y de orgullo, en esta ciudad inerte, esta muchedumbre junto a su grito de hambre, de miseria, de rebeldía, de odio, esta muchedumbre tan extrañamente hablantina y muda.
En esta ciudad inerte, esta extraña muchedumbre que no se reúne, no se junta: hábil en descubrir el punto de desencaje, de evasiva, de esquive. Esta muchedumbre que no sabe ser muchedumbre, esta muchedumbre, uno advierte que está perfectamente sola bajo este sol, como una mujer que se hubiese creído toda ella entregada a su cadencia lírica, interpela de golpe a una lluvia hipotética y la conmina a no caer; o como una rápida señal de la cruz sin motivo visible; o como la animalidad súbitamente grave de una campesina que orina de pie, con las piernas separadas y rígidas.
En esta ciudad inerte, esta muchedumbre desolada bajo el sol, sin participar en nada de lo que se expresa, se afirma, se libera en pleno día de esta tierra suya. Ni de la emperatriz Josefina de los franceses que soñaba muy alto por encima de la negrada. Ni del libertador paralizado en su liberación de piedra emblanquecida. Ni del conquistador. Ni de este desprecio, ni de esta libertad, ni de esta audacia.
A la vuelta del alba, esta ciudad inerte y sus extramuros de le-pras, de consunción, de hambre, de miedos agazapados en los barrancos, de miedos encaramados en los árboles, de miedos ahondados en el suelo, de miedos al garete en el cielo, de miedos agol-pados y sus fumarolas de angustia.
A la vuelta del alba, el morro olvidado, que se olvida de saltar.
A la vuelta del alba, el morro de pezuña turbulenta y dócil — su palúdica sangre desconcierta al sol con los latidos ardientes de su corazón.
A la vuelta del alba, el incendio reprimido del morro, como sollozo amordazado al borde de su estallido sangriento en busca de una ignición que vacila y no recuerda ya lo que ha sido.
A la vuelta del alba, el morro en cuclillas sobre sus talones ante la bulimia emboscada de barriles y trapiches, vomitando lentamente sus fatigas de hombres, el morro solo y su sangre derramada, el morro y sus apósitos de sombra, el morro y sus arroyuelos de miedo, el morro y sus grandes manos de viento.
Fuente: Cuaderno de un retorno al país natal, traducción de José Luis Rivas, Universidad Veracruzana, México, 2023.