Sopeaba una magdalena en mi café cuando reparé en que la molienda es la base de la civilización. El acto de machacar y triturar, hasta reducir a polvo, los granos y semillas, significó en su momento —hace unos diez mil años— un cambio radical en nuestra dieta y nuestras posibilidades de supervivencia. De pronto sentí un hilo que me llevaba hacia el pasado y me conectaba con los primeros seres humanos que utilizaron una piedra para moler alimentos en un cuenco, y ya transportado por los aromas ancestrales del pan y de la cafeína, me sorprendí divagando acerca de morteros y metates en los albores de la historia.
EL PASO DE LO CRUDO a lo cocido, tan subrayado por los antropólogos, quizá sea menos decisivo que el salto hacia hornear pan o preparar tortillas en lugar de simplemente asar carne. El dominio del fuego es apenas un eslabón en la cadena de perfeccionamientos tecnológicos que produjo una alteración profunda en el paisaje y llevó a la creación de un auténtico nuevo mundo alrededor de la llama del hogar. Según el arqueólogo Martin Jones, de la Universidad de Cambridge, la estrategia de aprovechar alimentos que antes debemos triturar y ablandar y cocinar, pues de otra manera serían indigestos y hasta venenosos, fue determinante para la especie humana, que ya no tenía que contentarse con las presas ocasionales de la cacería ni con el azar de las recolecciones. Semillas pequeñas como el trigo, el sorgo o el arroz, o tubérculos gigantes pero tóxicos como el ñame o el taro, que sólo se podían comer una vez que hubieran sido remojados, hervidos o molidos, se convirtieron en el sostén nutritivo de poblaciones cada vez más numerosas que dejaban atrás el nomadismo. De acuerdo con los mitos fundacionales de muchas culturas —como los de Mesoamérica relativos al maíz—, los seres humanos fuimos moldeados a partir de la masa de esas harinas.
Los auténticos pilares de la civilización tal vez se encuentren en la cocina y fueron pulidos mayormente por mujeres. La molienda era una actividad que se realizaba de rodillas, en un vaivén constante para machacar y pulverizar los granos entre dos piedras.
Las evidencias arqueológicas de ese periodo arrojan que los huesos de las caderas, tobillos y rodillas de las mujeres maduras en Oriente Próximo se encuentran muy desgastados y con signos de artritis. Es probable que algo semejante sucediera en Nueva Guinea, donde se ha encontrado infinidad de utensilios sofisticados para moler, y desde luego en América, donde históricamente la masa de maíz la preparan las mujeres.
Por su rotundidad negra y su cualidad escultórica, pero también por su cercanía cultural, mis instrumentos de molienda favoritos son el molcajete y el metate. Ambos se confunden con la oscura piedra de los sacrificios, y es un deleite sentir cómo la mano se acopla a la roca volcánica, a la aspereza redondeada del basalto, en especial a ese pequeño cilindro conocido como tejolote, forma sublimada de pedernal, de bordes suavizados pero contundentes, con el que se extrae el corazón fragante de las especias. Descendiente de la primera herramienta conocida —el canto tallado bifacial—, un utensilio de dos millones de años de antigüedad proveniente de Tanzania que se utilizaba para romper huesos y extraer tuétano, al momento de sujetar el tejolote se diría que uno da la mano a quienes lo manipularon por primera vez para preparar una salsa. ¡Martajar! ¡Qué hermosa palabra oriunda de América, que por sí sola convoca una serie de ritmos y percusiones domésticas con todo su caudal de aromas y salivaciones!
Aunque el mole no venga de moler, confieso que me entristecen las salsas de licuadora...
¡Martajar! ¡Qué hermosa palabra oriunda de América... convoca percusiones domésticas con su caudal de aromas!
NINGUNA ESPECIA —NI SIQUIERA LA SAL— sabe igual una vez machacada. Con el simple acto de majarlos se altera la naturaleza de la pimienta y el comino, del clavo y las semillas de mostaza. Otro tanto sucede con el chile y el jitomate, que si además fueron previamente rostizados al carbón o tatemados un poco, transmiten a la lengua esa sensación dulceamarga, de cierta forma aterciopelada, en que lo picante da paso a una estela prolongada de umami. (Tatemar, de raíz náhuatl, es otro de esos verbos acaso insustituibles que sugieren que las prácticas culinarias se arraigan en los vocablos).
El metate y el molcajete guardan algunas similitudes (como que se sostengan sobre tres patas talladas en la misma piedra o necesiten de un mazo satelital también llamado mano), pero cumplen tareas distintas. Mientras el molcajete (de molli, salsa y caxitl, vasija) es un mortero y, a la vez, un recipiente cóncavo donde se mezclan los ingredientes y en ocasiones se sirven las salsas, en el metate se muelen los granos del maíz o del cacao a través de la presión del metlapil, su imprescindible hijo de piedra (de metlatl, metate y pilli, hijo). ¡Qué untuoso e incitante escurre el cacao de esas prensas arcaicas cuando se elabora el incomparable chocolate de brazo!
Al igual que otros instrumentos de molienda de la antigüedad, el metate se dispone en el suelo, para formar un plano inclinado. En cuclillas o arrodillado, el cuerpo se balancea hacia adelante y hacia atrás en un movimiento cadencioso, al tiempo que se giran las muñecas hacia arriba mientras se presiona el metlapil, beneficiándose del efecto de la gravedad en el impulso, que también favorece la acumulación de la masa en el extremo opuesto. ¿Cuántos años de perfeccionamiento se habrán requerido para dar con ese diseño estilizado y práctico que se antoja definitivo? Es curioso observar que los más antiguos ejemplares, conservados en los museos, presentan ya los mismos rasgos que los actuales, que sólo varían un poco según su origen; está claro que esas cumbres de tecnología lítica, esos monolitos funcionales que tienen algo de ídolos prehispánicos, sólo se alcanzaron a través de siglos de ajustes y experiencia. Birgitta Leander, en el libro Herencia cultural del mundo náhuatl, señala que el metate tolteca tenía bordes a ambos lados y que su metlapil se biselaba para encajar en la plancha, mientras que el azteca se cincelaba completamente plano y era más bien su mazo el que contaba con un par de mangos abultados. Sincretismo cultural o principio de parsimonia, los que hoy se venden en los mercados combinan la superficie plana de los aztecas con el metlapil biselado tolteca.
Neil MacGregor, historiador que dirigió el Museo Británico, apunta lo que sucede a nivel neurológico cuando se talla un utensilio de piedra: las áreas que se activan en el cerebro coinciden asombrosamente con las del habla. Al parecer hay un vínculo entre labrar la roca y el lenguaje, al grado de que “si uno es capaz de modelar una piedra, también lo es de modelar una frase”.