Javier Álvarez (1956-2023)

El infinito campo de la música

De regreso a la música, pero en terrenos muy distintos, presentamos aquí un testimonio en memoria del notable compositor mexicano, fallecido el pasado 24 de mayo. Como señala el texto, en nuestro país vivimos tiempos “poco benignos" para la música de concierto contemporánea, y cultivarla implica un desafío. Sin embargo, el autor deja una obra que será tema inevitable para la historia de la música mexicana, donde a su vez padecemos la ausencia del estudio y la crítica seria

Javier Álvarez (1956-2023).
Javier Álvarez (1956-2023). Foto: lavozdemichoacan.com.mx

En feroz despedida, con fría sordera, dos voces de la escena musical mexicana de nuestro tiempo han sido inexorablemente silenciadas: Víctor Rasgado (1959-2023) y Javier Álvarez (1956-2023). Cuán difícil es tomar la pluma para escribir acerca de tan tristes compases. Los conocí, fuimos amigos, en ocasiones cercanos, en ocasiones distantes. Admiré su música por diversas razones y si algo los unió, además del temprano momento de su muerte, fue la convicción del sentido de su extraña tarea: ser compositores, en tiempos tan poco benignos para la música contemporánea.

A Javier Álvarez le debemos, algunos de nosotros, un reconocimiento por descubrirnos nuevos horizontes académicos. Diez años mayor que yo, a fines de los años ochenta lo conocí en Londres, donde nos presentó Mónica Preux. Javier ya era un compositor en ascenso armónico y había hecho de City University su casa y campo de trabajo. Quienes lo seguimos en ese camino —Gabriela Ortiz, Ricardo Gallardo y algunos más— quedamos en deuda por haber pasado en aquel novedoso departamento de música algunos de nuestros mejores años formativos.

Javier fue el primero de todos nosotros en adentrarse por aquellos pasillos de una especie de fábrica o almacén que se convirtió en escuela de música.

A fines de los ochenta lo conocí en Londres. Javier ya era un compositor en ascenso armónico y había hecho de City University su casa y campo de trabajo 

En el sótano estaba el departamento de electroacústica, del cual él tenía llaves y donde, más de una vez, circularon brebajes en contrabando, de dudosa procedencia latinoamericana. Las últimas veces que nos encontramos en Mérida, donde vivió, cenábamos en Santa Lucía y nos deleitábamos en un consabido ataque de nostalgia.

Recordábamos así a nuestros maestros favoritos; yo, a Richard Langham Smith, él, a Erick Clarke —el artífice de la musicología empírica—, y ambos a Malcolm Troup, quien estaba casado con una chilena y como el director de todo aquello siempre estuvo dispuesto a dar a los latinoamericanos —compositores, musicólogos, intérpretes— un espacio de proyección y equidad. También nos gustaba platicar sobre la visión ecléctica de aquellos maestros que un año nos habían traído a Olivier Messiaen y otro a Peter Gabriel, en una visión pionera que después algunos llamaron posmodernista.

PERSONALIDAD IMAGINATIVA y proclive a toda modernidad, pronto Javier consolidó ahí un trabajo creativo que dio prestigio y atención al incipiente departamento. Cuando quise entrar a City University me pidieron un ensayo previo sobre mi tema de tesis: fue Javier quien, para elaborarlo, me prestó los pocos libros sobre música mexicana que guardaba por ahí. Como su música se había decantado plenamente hacia la electrónica, era fácil escuchar sus más recientes creaciones porque él mismo las grababa y se encargaba de repartirnos copias en unos discos caseros que rotulaba con tinta roja y hoy valen oro, intitulados Javier Alvarez Selected Electroacoustic Works.

De todas aquellas piezas recuerdo con nostalgia dos, en particular. Una Obertura, resultado de su última visita a nuestro país. En el centro de la Ciudad de México, acaso la esquina de Madero y San Juan de Letrán (hoy, Eje Central), grabadora en mano, había capturado sonidos característicos: el claxon de los emblemáticos minitaxis Volkswagen, el horrísono silbato de los tamarindos apurando coches o peatones, y hasta el arranque de “La Negra” o tal vez de “El zopilote mojado”, en Garibaldi. Con esos materiales, transformados, modulados y moldeados por sus máquinas y cintas, Javier compuso una Obertura electroacústica que, hasta la fecha, es de mis favoritas. La otra composición, sin duda menos conocida, es para coro. Él había comprado un tostador de pan y se revolcó de risa al leer las instrucciones, traducidas al español por alguna máquina idiota. “Remover migaja completo” decía en alguna parte, y ese fue el “texto” y título de aquella pieza que en seguida compuso.

PERO SON OTRAS COMPOSICIONES las que le dieron fama y le aseguraron un lugar definitivo en la historia musical mexicana del siglo XX: Temazcal, para maracas y cinta; y Metro Chabacano, sin duda su creación más conocida y aclamada. En la primera enfrentó el reto característico de quienes escriben música que reúne la electrónica y la ejecución en vivo: ¿cómo hacer para que Luis Julio Toro —nuestro compañero venezolano, excelente flautista y maraquero— pudiera tocar los patrones rítmicos por encima de la música ya compuesta y pregrabada por Javier?

La respuesta consistió en una sugerente partitura gráfica, imaginativamente dibujada y plena de metáforas para describir, a quienes la leían, los sonidos conseguidos por el compositor: “tambores de bambú”, sonidos “quemantes”, “ataques de metal”, otro “guayancó de bambú” y algunos más que inundan una de las mejores partituras electroacústicas del repertorio mexicano. Al final, en sorprendente giro, introduce en fade in una grabación de campo de un son al que las maracas acompañan con el último de sus patrones. Como en ese momento ya es posible anotar la música del son de modo convencional, Álvarez recurrió a ella en un gesto emblemático: ahí, en el engañoso lapso del primer renglón de la página seis de su partitura, el infinito campo de la música quedó atrapado y el indefinible mundo de los sonidos electrónicos transita, sin más, hacia el tradicional resabio de los entrañables sones. Un director de cine, un buen fotógrafo, apenas podrían elaborar con éxito un tránsito semejante.

Ese remate de Temazcal, sin embargo, tenía un origen más interesante: la parte que concluye Rothko Chapel, de Morton Feldman, donde sucede un pasaje muy semejante: la primera parte de la obra fluye a través de las sonoridades sin tiempo de Feldman para ceder, al final, a un sencillo acompañamiento sobre el que una viola toca una nostálgica melodía tonal, convencional, compuesta por el autor en su juventud y anotada, según contó, el día del fallecimiento de Stravinski.

TAL VEZ METRO CHABACANO sea la pieza que mejor ilustra la influencia del minimalismo en el repertorio mexicano. Según contaba Javier, la escribió a instancias de su padre, para darle gusto más que otra cosa. Pero entre lo llamativo de su música y la afortunada interpretación del Cuarteto Latinoamericano, la obra se convirtió en su título más conocido. Incluso, se filmó un video (disponible en YouTube) en el que veíamos al violinista Javier Montiel descender por las escaleras eléctricas del metro, y donde, naturalmente, se veía al Cuarteto tocar aquella música en la propia estación, para incredulidad y deleite de los usuarios. Impulsado por la fama de la obra, escribió nuevas estaciones —Nativitas, Taxqueña— y, tocadas como suite de tres movimientos, las llamó Línea 2.

Ya contaba que en Mérida, donde vivió hasta el final, nos reencontramos. Invitados por la Escuela Superior de Artes de Yucatán, ambos trabajamos de cerca en su Escuela de Música; como era predecible, no siempre estuvimos de acuerdo. Javier pugnaba por una escuela ex nihilo —“de la nada”—, donde los estudiantes se sumergieran en el nuevo universo de la música y la tecnología, aun a costa de no conocer o formarse dentro de la tradición clásica. En ello, desde luego, era igual que tantos compositores iconoclastas del siglo XX; como Ligeti en su Musica ricercata o como Arvo Pärt y las tintinabulaciones de su Tabula rasa.

Progresión, Javier Alvarez
Progresión, Javier Alvarez ı Foto: Especial

Yo le insistía en que la irreverencia y la intuición artística de la juventud, el fresco arrojo para comenzar desde cero, que él daba por sentados en cualquier joven, no se podían enseñar y mucho menos acomodar en algún plan de estudios. Y él, que fue buen músico educado en el Conservatorio, de todas formas quiso intentar-lo. Nunca, sin embargo, dejamos que nuestras diferentes visiones pedagógicas fueran obstáculo serio para convivir, quizá porque de haberlo hecho, nos habríamos perdido de alguna de aquellas ocasiones donde Álvaro Vega nos invitó a comer en su casa las proverbiales delicias de la cocina local. Recuerdo también que, en algún momento hacia el inicio del siglo, quise invitar a Javier Álvarez para que trabajásemos en el nuevo posgrado en la Universidad Veracruzana. No se logró, pero la Sinfónica de Xalapa le estrenó una pieza fantástica para cuarteto de cuerdas solista, que fue dirigida por el maestro Savín y en la que nuestros buenos amigos del Cuarteto tocaron con su acostumbrada maestría.

AÑOS MÁS TARDE lo invité a colaborar en un proyecto emblemático, cuando el Instituto Nacional de Antropología e Historia me comisionó la curaduría y organización del concierto conmemorativo por los cincuenta años del Museo Nacional de Antropología. A partir del Xochipilli de Carlos Chávez —“música azteca imaginada”—, el Instituto solicitó a Javier y otros compositores —Mariana Villanueva y Jorge Torres Sáenz— la escritura de nueva música que volviera a imaginar la lejana sonoridad de las grandes culturas antiguas.

Javier compuso entonces una partitura espectacular —Del corazón de madera, para dos flautas y quinteto de percusiones— y aquella noche nos dimos todos el lujo de una sesión de música contemporánea bajo la sombra del paraguas central del recinto. Acudieron alrededor de mil personas y el público aguantó de pie —las sillas fueron insuficientes— para escuchar aquel concierto extraordinario. Por esa noche irrepetible donde los tonos de lo antiguo y lo actual volvieron a encontrarse, todos quedamos en deuda con María Teresa Franco —artífice de aquello— y con Antonio Saborit, director del museo, quien además fue compañero de Javier en la secundaria.

Tal vez Metro Chabacano sea la pieza que mejor ilustra la influencia del minimalismo en el repertorio mexicano. 
La escribió a instancias de su padre

APENAS EN 2013 —no muchos años atrás, si descontamos los de la malhadada pandemia— Javier Álvarez reunió en cuatro discos sus principales obras, bajo el título Progresión, y anotó que “las obras contenidas en esta colección representan para mí hitos sucesivos y significativos de un paciente recorrido iniciado desde la niñez”. Faltaban algunas, como Papalótl (1987), para piano y sonidos electro-acústicos, que compuso en sus días londinenses y yo recuerdo como una de sus favoritas. En cambio, incluyó Así el acero (1988), otra composición electroacústica entre sus consentidas, escrita para los famosos steel pans del Caribe y cuya música delata su insalvable fascinación por los timbres, acústicos o electrónicos.

Fue un lujo que Javier se concedió: reunir en ese álbum su propia exposición individual con obras escritas, como él mismo contó, a lo largo de las tres últimas décadas. Quienes quieran conocer su música tendrán que allegarse aquellas grabaciones con muchas otras piezas de su factura. Hoy las manos dudan al recuperar esos discos y entender, a posteriori, que acaso intuía la necesidad de realizar él mismo esa selección y esa curaduría.

EL ESTUDIO SERIO Y CRÍTICO de su obra será uno de los más divertidos y fascinantes retos que enfrentarán los jóvenes musicólogos mexicanos, y resulta claro que requiere mucho más que visiones generales o remembranzas. Un estudio de la música mexicana en la segunda mitad del siglo XX tendrá que detenerse, por fuerza, en su creación, no para decir que fue amigo de Mario Lavista o seguidor de Carlos Chávez —lo que nada aporta—, sino para entender mejor un periodo en la historia de la música de México que está muy abandonado y ayuno de crítica seria y profesional.

En esos estudios que apenas habrán de escribirse ya está plasmado desde ahora el espíritu inquieto y lúdico de Javier, su fascinación cósmica por los timbres y el ritmo —es decir, esas dos cualidades primarias de la música entendidas como átomos de toda creación moderna— y una renovación constante, que le era intrínseca. “Javier ha jugado con las palabras, con el humor, con vencer a los monstruos que amenazan a todo niño o a todo ser creativo —señala Mercedes Gómez Benet—, ha puesto en su sitio las notas y los silencios que se han mezclado en su sistema lleno de cilindros, jaranas, sonidos electrónicos, arcos, arpegios, vientos de madera y metal y mucho ritmo en el espacio”. Imposible decirlo mejor.

Por mi parte seguiré dando a conocer a mis alumnos algo de su música, imaginativa y provocadora, y volveremos a leer las increíbles pautas de Temazcal en nuestras clases. Y estoy cierto de que sus guayancós de bambú sobrevivirán a la tenue memoria de nuestros días londinenses.