A finales del año pasado, una usuaria de Facebook subió un video. En el cuadro, la mujer aparecía del torso para arriba, vestida casualmente. Nada de escotes, nada de ropa sugerente.
UNA PERVERSIÓN A LA MEDIDA
El video era un inventario de las características que buscaba en una pareja:
... quiero un hombre que me dé un orgasmo diario. Dos o tres, no estaría mal, pero con uno diario es suficiente. Un hombre que me chupe los pies. Y no sólo la puntita —aquí hizo un gesto de displicencia—: todos los deditos, uno por uno. Quiero un hombre que coma c... —al llegar a esa palabra, extendió la mano para silenciar el audio—. Un hombre que se deje meter los dedos en el c... El tamaño del pene no me importa, los peores orgasmos son con el pene.
Al parecer, la usuaria tenía una estrategia que ya no resulta tan innovadora: subir en redes como Facebook o Twitter videos-anzuelo para luego exhortar a sus seguidores a que se inscriban a su sitio en Onlyfans. La dinámica en este último espacio cibernético es simple: los suscriptores pagan una cuota y acceden a material exclusivo. Lo que tal vez sí resultaba nuevo era lo que pedía. La actitud hace referencia, apenas velada, al tipo de relaciones conocido como Femdom (dominación femenina).
También resultaba novedoso que llevara ese discurso erótico a espacios tan vigilados, donde se amonestan aun los cuerpos desnudos en una pintura de Caravaggio. Estoy seguro de que muchos espectadores no entendieron a cabalidad lo que estaba pasando. Sin embargo, muchos otros probablemente sí lo hicieron. Un par de días después, la usuaria bajó ese video —y otros más—y anunció que iba a desactivar su cuenta en Onlyfans. A saber la cantidad de mensajes privados que habrá recibido. A saber las fibras que habrá estremecido. Adoptar una postura Femdom en una red cotidiana, revestida de normalidad, tal vez sólo atizó más la propuesta. Tal vez fue más provocativo que un desnudo.
Si alguien pregunta en una reunión, muy pocos invitados aceptarán que ven pornografía.
Si es en un círculo de confianza, tal vez tengamos a algunos probables suicidas honestos. En confianza y con alcohol de por medio, probablemente otros más. Pero lo que sucede muy poco —o nada— es que alguien, incluso tu pareja, tenga el suficiente arrojo para contarte qué tipo de pornografía le gusta ver. Femdom, BBW, Cuckold, Creampie, Shemale... La red ilustra y documenta cada caso. Hay tal cantidad de variantes que los sitios más concurridos organizan su material por orden alfabético, en una especie de metodología del deseo.
La pornografía por especialidad está ligada a la privacidad más íntima. Y ésos son parajes que se suelen negar. En público están vinculados a la perversión, al desvío mental, a la enfermedad moral. Pero existen, y al parecer con mucho ímpetu: los sitios dedicados a esos giros eróticos suman varios miles, y todos sabemos que los creadores de material pornográfico, más que benefactores o altruistas, tienen bien claro su Norte empresarial. Si no vendieran, se detendrían. No habría interés. Pero hasta el momento no han dejado de alimentar esas páginas donde aparecen hombres sometidos, mujeres corpulentas o personas cuya máxima fantasía es ver a su esposa o esposo acostarse con alguien más, mientras son humillados. Desde hace algún tiempo ya, la pornografía en internet ha dejado de presentar en exclusiva hombres musculosos y mujeres curvilíneas en situaciones perfectas. Tampoco son únicamente escenas de tríos u orgías. Los distintos cuerpos, las distintas edades y los diferentes fetiches han tomado por asalto la red.
La sexualidad ha librado una larga batalla para ser aceptada más que reconocida. Durante mucho tiempo, en Occidente, fue patrimonio exclusivo de la religión. La imaginación erótica era cercenada por la corrección moral. De tajo y sin pedir disculpas. Y la emancipación ha sido un proceso que aún el día de hoy se sigue librando.
HACE CASI CIEN AÑOS, en 1928, se publicó en Madrid Tres ensayos sobre la vida sexual. Sexo, trabajo y deporte, maternidad y feminismo, educación sexual y diferenciación sexual, de Gregorio Marañón. El autor era miembro de la Real Academia de Medicina y un pensador que supo vincular la medicina con los estudios sociales.
La enorme cantidad de asociaciones científicas a las que perteneció, lo mismo que las conferencias dictadas en Europa y América nos muestran a un entusiasta que iba más allá de la parcela de la especialización. Sus ideas sobre feminismo o maternidad voluntaria incluso podrían enervar hoy a más de uno. Su capítulo “La sumisión sexual de la mujer y el voto” nos recuerda esos temas que se plantearon hace mucho tiempo y que todavía se siguen discutiendo. Tal vez por ello, la introducción de Ramón Pérez de Ayala hace hincapié en la eterna emancipación:
En nuestros días, la vida parece estar denodadamente resuelta en recobrar su papel de protagonista en la historia; en reconquistar la máxima libertad. La libertad política del individuo frente al poder del Estado, durante el siglo XIX, y antes, la libertad del instinto, del yo, instinto sagrado por ingénito, irrebatible e insobornable, que es como la firma o la impronta del pulgar divino en la materia plástica de cada ejemplar humano, en otras palabras: la libertad de conciencia, frente a la tiranía del dogma religioso.
En la actualidad, la mayoría de la gente ya no tiene a un cura detrás que le anteponga una confesión a su libido retorcida. Sin embargo, la herencia se mantiene ahí, y nos obliga a callar, incluso a no aceptar. El presente es engañoso: nos da la sensación de que la moralidad y la ética siempre han sido como las conocemos de primera mano en nuestro tiempo. En absoluto es así: hace treinta años la moral era otra, y dentro de treinta años también será distinta.
Pongo un ejemplo concreto y reciente: la legalización del aborto en México. Desde 2007 —hace dieciséis años— fueron reformados el Código Penal y la Ley de Salud de la Ciudad de México. Sin embargo, la reacción
inmediata fue una negativa de varios sectores médicos para cumplir la nueva ley, que duró alrededor de un lustro. De ahí y de manera muy paulatina la nueva ley llegó a otras geografías.
Si en el plano tangible de las leyes y las instituciones es necesario cierto lapso temporal para que ocurra el cambio, el proceso en el plano de las mentalidades es todavía más flemático. Es probable que incluso tengan que intermediar los relevos generacionales. Niños que hayan crecido con la nueva ley y a los cuales, al llegar a la vida adulta, no les resulte ajena. Los cambios propuestos por leyes, corrientes culturales o descubrimientos científicos toman su tiempo para recalar, para pasar de la esfera de lo inaudito al orbe de lo normal.
En el libro El infinito en un junco (2020), Irene Vallejo nos amplía ese panorama. En su caso no se trata de sexualidad sino de libros y letras, pero ilustra con exactitud los ritmos de los cambios profundos:
Todas estas transformaciones sucedieron a ritmo lento. Solemos imaginar que los nuevos inventos barren rápidamente a los antiguos hábitos, pero esos procesos no se miden en años luz, sino más bien en años “estalactita”. Poco a poco, como gotas que resbalan en la piedra y dejan detrás finos regueros de calcita, las letras crearon nuevas conciencias y mentalidades.
EL HIMEN: UN ESTUDIO PIONERO
Poco más de cuarenta años antes del estudio de Marañón, en el país que éramos en 1885, se publicó El himen en México. Estudio hecho con las observaciones presentadas en la cátedra de medicina legal en la Escuela de Medicina el año de 1882, de Francisco A. Flores. El (hoy) curioso título corresponde a una época en la cual la universalidad científica buscaba su anclaje en el terruño y que, en realidad, deseaba dirimir algún problema local con una base más cosmopolita. Las credenciales de Flores hacen hincapié en lo mismo: “profe-sor en farmacia, alumno de la misma escuela, socio correspondiente de la academia náhuatl y miembro de las sociedades mexicana de historia natural y de la médica Pedro Escobedo”.
El libro detalla con frialdad los tipos de himen que el investigador ha analizado. Los cataloga y realiza estadísticas con la información obtenida. Sin embargo, el texto lo inscribe dentro de la medicina legal. La inquietud principal son los delitos de violación: “parece que año tras año su número aumenta”, “bien poco serán los casos de que conozca el Ministerio Público”, nos dice. Para el autor, la infamia de la violación tiene una consecuencia clara, muy acorde con la moral del momento: la vergüenza que se cierne sobre la familia de la víctima. El centro no es la víctima sino su familia. No es el único. Parent duChatelet nos dice en su Historia de la prostitución de la ciudad de París (citada por el propio Flores):
El crimen de la desfloración es más común de lo que pudiera creerse por lo que se lee en los periódicos; la mayor parte de esos casos se sofocan por los padres mismos, los cuales, para salvar la reputación de sus hijas, dejan casi siempre escapar a los culpables.
El libro detalla con frialdad
los tipos de himen que el investigador ha analizado.
Los cataloga y realiza estadísticas con la información obtenida
En 1885, en demasiados círculos, la violación era infamia sólo si implicaba esa desfloración. Y las primeras páginas del libro establecen una polémica sobre si el himen roto es sinónimo de haber perdido o no la virginidad. Sobre eso versa mayormente el libro. A fines del XIX, la sexualidad empezaba a analizarse desde el desapego científico, pero aún completamente sometido a los tributos morales de la religión recién despedida.
LA MUJER Y LAS RELACIONES sexuales tenían como fin único procrear. Si la aceptación de una preferencia sexual como el sadomasoquismo para un hombre en el presente es muy restringida, imaginemos cómo se aceptaba la pulsión sexual de una mujer hace 140 años. Y si alguna mujer, aún en su círculo más cercano, hubiera hecho las declaraciones de nuestra usuaria de Facebook, hubiera terminado recluida en San Hipólito o en el hospital de la Salpêtrière.
Aquí es necesario hablar del potente lugar común de Sigmund Freud. El padre del psicoanálisis comenzó a trabajar en Tres ensayos de teoría sexual en 1903 —casi veinte años más tarde que El himen en México— y los publicó en 1905. Fue una de sus obras fundamentales, con La interpretación de los sueños, publicada en 1900. Como muchos de sus estudios, los tres ensayos levantaron el polvo de la polémica.
De entrada, sostenía que la naturaleza sexual del hombre estaba basada en el placer y no en la reproducción de la especie. El quiebre se había proclamado. Pero Freud se aventuró aún más: hasta entonces la idea que se tenía de la infancia era muy parecida a la que se tenía de los querubines: seres sin mácula, inocentes y puros. Cabezas aladas que revolotean alrededor de las vírgenes —que tampoco tienen impulsos sexuales.
El doctor de Viena tuvo a bien contar que, a partir de sus investigaciones, vio que desde muy temprano los niños demostraban una latente y pujante sexualidad que sólo era mitigada de vez en cuando por el sentido de la vergüenza y el asco. Sin embargo, antes de que esos sentimientos se desarrollaran, definía a los niños como poliperversos, hasta que las contradicciones entre moral y sexualidad terminaran por definir sus filias y fobias en ese terreno cuando fueran adultos.
LAS OBSESIONES SEXUALES SEGÚN RICHARD VON KRAFFT-EBING
Los libros de Marañón, Flores y parte de la investigación del propio Freud tienen en común un mismo volumen. Krafft-Ebing (1840-1902), profesor de psiquiatría de Viena, fue especialista en delirios mentales poco tiempo después de que la moral religiosa dejara de ser la máxima autoridad también en estos temas. Las coincidencias con
Freud son muchas: ambos vieneses, la muerte de Krafft-Ebing ocurre un año antes de que Freud elaborara sus ensayos de teoría sexual. Daniel Blain —miembro del Colegio estadunidense de médicos— nos cuenta que Krafft-Ebing se adentró en casos clínicos
de “hipnosis, histeria, psicopatía criminal, geriatría, epilepsia, psicosis menstrual, migraña y masoquismo”. Ese cuadro, que el día de hoy nos puede parecer variopinto y poco centrado, le sirvió como arranque para investigar, escribir y publicar el que sería su estudio más conocido: Psychopathia Sexualis, en 1886.
Mientras Freud analizaba la mente como fuente sexual, Krafft-Ebing se decantaba por la biología. Abordó el instinto de la antipatía sexual, los sentimientos homosexuales latentes, el sadismo, el masoquismo, la sodomía y el fetichismo. En su libro, cada uno de los casos aparece de manera explícita, como si se tratara de un tablero donde se exponen escarabajos sostenidos con alfileres. Leamos una de las muestras del volumen:
Las descripciones de sus estudios de caso contenían tantos detalles que, aun siendo un libro de ciencia, también fue etiquetado como material pornográfico
Caso 102. Fetichismo de pelo. Sr. X., entre treinta y cuarenta años; de alta sociedad, soltero. A los nueve años fue seducido por una mujer adulta. Él no sintió satisfacción alguna. A los doce años, una amiga de su hermana también lo hizo: lo besaba y abrazaba. Él lo permitía porque su pelo le gustaba. El fetiche creció con el tiempo, hasta que toda su voluntad sexual se rendía sólo ante los cabellos de las mujeres, ya fuera en fotos o en la vida diaria. Muchas veces en multitudes, besaba cabezas ajenas y luego corría a su casa para masturbarse. En ese acto había temor y disgusto.
Las descripciones de sus estudios de caso contenían tantos detalles que, aun siendo considerado como un libro de ciencia, también fue etiquetado como material pornográfico. En muy poco tiempo tuvo múltiples ediciones y traducciones. Desde el punto de vista bibliográfico, Psychopathia Sexualis es un hito: fue piedra angular para iniciar una nueva visión de la sexualidad en la medicina y en la psiquiatría, pero también se convirtió en material de consulta popular. La ciencia y el morbo se sumaron para que el libro se convirtiera en best seller.
LOS ESCRITORES MODERNISTAS de inicios del siglo XX en Francia e Inglaterra comenzaron a incluir, en sus relatos y poemas, términos médicos para ilustrar el malestar de una época. En México sucedió lo mismo con la Revista moderna (1898-1903), del grupo de los escritores decadentes, que se llenó de cuentos sobre sádicos, masoquistas y fetichistas. La propia naturaleza de la publicación oscilaba entre los textos literarios y los científicos. En aquel cambio de siglo, la división entre arte y ciencia no era tajante. La envidia de las disciplinas y la hiperespecialización aún no habían instalado su feudo.
Así, escritores como Bernardo Couto, Balbino Dávalos o Rubén M. Campos diseñaron historias en donde la vida cotidiana se contagiaba de una sexualidad que nadie aceptaba, pero que todos sabían que estaba presen-te. Como si fueran psiquiatras, narra-ron la historia de una hija de doce años que compite con su madre por el padrastro. Que trata de seducirlo sin pudor y que, al perder la batalla, se va al bosque a morir helada. Narran la historia de mujeres sádicas que maltratan a los hombres por placer y que, en algunos casos, llegan al paroxismo de su placer con la muerte por despecho de los endebles poetas. Ahí está la novela Salamandra (1919), de Efrén Rebolledo, que también era colaborador de la Revista moderna.
En 1903 no existía el catálogo cibernético de erotismo que tenemos hoy, pero sí había muchas historias impresas. Claro, también había imágenes: Julio Ruelas, el artista plástico que llenó de viñetas aquella revista, creó radicales fantasías de tendencias sexuales. Su favorita: las damas sádicas. Mujeres que descabezan hombres y se van riendo. Mujeres jóvenes que bailan sobre el cuerpo decrépito de un anciano. Hombres débiles y apabullados por cualquier muestra de erotismo que les pusieran enfrente. Y como el día de hoy, las buenas conciencias se escandalizaban al leer y ver este material. La pelea entre la moral religiosa y las pulsiones individuales vivía su siguiente asalto.
Según Harry Oosterhuis, profesor de historia en la Universidad de Maastricht en los Países Bajos, uno de los moldes que rompió el libro de Krafft-Ebing fue aceptar en su estudio que el sexo no siempre tenía como finalidad la reproducción. Fue un pequeño paso para la ciencia, una ofensa gigantesca para la moral religiosa. Sin embargo, no todo era progresismo en el psiquiatra vienés. La división que utilizó era clara: todo aquel sexo que no tenía como finalidad la procreación era, simplemente, una aberración.
De cualquier forma, con los estudios de Freud, Krafft-Ebing o Vicente Flores, la sexualidad, poco a poco pero de manera inexorable, comenzó a ser más explícita y menos regulada. En Francia, el país que contagiaba junto con Inglaterra sus costumbres a México, sucedían varios cambios que sorprendieron a las mentalidades del conservadurismo. En Historia de la vida privada, nos dice Alain Corbin:
Aumenta no obstante el miedo a la mujer. Después de la Comuna, obsesionados por el sentimiento de que las barreras levantadas contra la sexualidad femenina están a punto de derrumbarse, los notables tratan de edificar un orden moral que se revela como inoperante. El terror de ver al pueblo y a su animalidad penetrar y contaminar la burguesía nutre la ansiedad sexual. El tema de la prostitución invade la literatura. Maxime Du Camp denuncia la nueva circulación social del vicio, y Zola se esfuerza por ilustrarla escribiendo Nana.
El momento histórico es sutil pero contundente. No hicieron falta guerras para provocar una revolución íntima. Los avances tecnológicos tenían
mucho que ver: la luz eléctrica permitía salir a horas indecentes, los médicos cada vez más capacitados podían realizar auscultaciones vergonzosas, el crecimiento de las ciudades creaba ambientes promiscuos. Las personas que tenían la loca idea de decidir sobre su propio cuerpo debían contender con enemigos muy claros:
Entre 1890 y 1914, las ligas de la moralidad, preconizadas por el senador Béranger y por los dirigentes de las Iglesias protestantes, sostienen agresivas campañas contra las publicaciones obscenas, la licencia en las calles y la desmoralización de los reclutas. (Alain Corbin, ibid.).
La vorágine era similar a la vivida en un México de clase media y alta previo a la Revolución Mexicana. La medicina debía ser decente hasta cierto punto, pero incontrolable en cuanto a su capacidad de eugenesia, los divertimentos citadinos nos ponían a la altura de las grandes urbes, aunque los deseábamos higienizados y, de ser posible, con observancia católica.
PERO QUE NADIE se pase de listo. Revisar los tabús del pasado puede provocarnos cierta soberbia. Qué inocentes eran. Cómo pudieron sufrir por eso. Vayamos un poco más adelante. A mediados del siglo pasado —es decir, hace setenta años—, el Informe Kinsey en Estados Unidos levantó ámpula. Como si fuera un heredero de Krafft-Ebing, Alfred Kinsey investigó las conductas sexuales en más de veinte mil personas. Sus resultados aparecieron en Conducta sexual del hombre y Conducta sexual de la mujer, publicados en 1948 y 1953, respectivamente.
Nuevos aspectos de la intimidad fueron revelados: las mujeres, al igual que los hombres, se masturbaban, en la adolescencia las experiencias homosexuales eran muy comunes, el sexo oral o anal eran más practicados de lo que se creía —o lo que se aceptaba de manera pública. De nueva cuenta, lo inmoral pasaba a ser patrimonio de lo normal. La soberbia de nuestro presente se va resquebrajando por la proximidad histórica. Una cosa es juzgar con resuelta displicencia ( ¡Qué bárbaros: cómo pensaban que el sexo sólo era correcto para tener hijos!), y otra es aceptar, aunque sea de manera velada, que en la adolescencia se tuvieron encuentros homosexuales, o hablar de la frecuencia con la que cada uno se masturba. La apertura muchas veces forma parte de la alquimia entre el tiempo y la moral.
NO TE DETENGAS
Regresemos al presente. La serie The Sinner (2017-2021) es un thriller policiaco que tiene una peculiaridad: cada temporada se relaciona con alguna perversión sexual. Sadismo, masoquismo... Como se dijo, las variantes en las inclinaciones sexuales son tantas —si hacemos caso a la oferta en internet—, que los enojos en torno a las relaciones homosexuales, o poliamorosas, parecen añejos. Casi arcaicos. ¿Sexo interracial? Es casi conservador. Esas polémicas toman en cuenta sólo lo que alcanzamos a mirar por la cerradura de la moral que aún predomina, aunque ya no amonestada por la iglesia, sí por el decoro cotidiano.
Por lo mismo, imaginar que las inclinaciones sexuales deben convertirse en bandera política siempre nos dará una visión sesgada, por decir lo menos. La variedad hace hincapié en lo obvio: hay tantas filias sexuales como personalidades humanas. Además, el entusiasmo ideológico por la sexualidad prefiere ignorar que el sexo también puede tener un filón muy oscuro, muchas veces destructivo.
La libertad sexual de los años setenta —las relaciones abiertas, la pareja vista como propiedad privada que debe ser abolida—, terminó fracasando porque se intentaba colectivizar un sentimiento tan subjetivo como insondable. Sin embargo, sí deberían existir reglas imprescindibles, extendidas en todas las intimidades. Una máxima que creo haber leído por primera vez en un artículo de Norman Mailer apuntaba que, si hay consenso honesto de las partes involucradas, nadie más debería meterse. Por ello, la pedofilia o la violación, por mencionar sólo a dos, no entran en la discusión, menos en la aceptación, y esto no tiene nada que ver con visiones morales.
Las escenas eróticas que aparecen en la pantalla de la computadora deben ser fantasías con actores. De otra manera resultan inaceptables. Al leer la novela Los once mil falos, de Guillaume Apollinaire, que circuló de manera clandestina en el París de 1907, reconocemos que aquello es fantasía. Toleramos la escena de un hombre empalado que se excita mientras muere porque sabemos que no es real. Ese mismo principio debería prevalecer en cualquier material pornográfico. Las redes de porno infantil, o de cualquier especie creada con base en la coacción, deja de ser una fantasía para convertirse en una realidad delincuencial. Y pensar que la moral religiosa puede evitar esas monstruosidades es como creer que dentro de la iglesia no existe la pedofilia. De cualquier manera, para este caso, la variedad en el material pornográfico me ha servido como parámetro para indagar en la enorme cantidad de fantasías eróticas que existen y que no aceptamos de manera pública.
Hay tantas filias sexuales como personalidades humanas. Además, el entusiasmo por la sexualidad ignora que el sexo puede tener un filón oscuro .
TAL VEZ POR LO MISMO, en The Sinner, al detective Harry Ambrose (interpretado por Bill Pullman) siempre le echan en cara que “va demasiado lejos”, que se involucra sentimentalmente con los acusados. Pero el pivote para la resolución de los casos es, justamente, esa conexión sentimental. Ambrose entiende la intimidad oscura de las víctimas, de los culpables, porque él mismo tiene un perfil íntimo cargado de tribulaciones oscuras —es masoquista activo, tuvo una infancia de abandono—; sus propias carencias le hacen investigar las ajenas a la mane-ra de Krafft-Ebing o Kinsey.
En años recientes se han producido otras series con premisas similares, algunas no tan logradas como Inside Man (2022) —a pesar de ser interpretada por Stanley Tucci y ser producida por la BBC—, donde el detective es un convicto que está condenado a pena de muerte por matar a su esposa, y se narra con frialdad el caso de una red de pedofilia, además de un secuestro que, nos vamos enterando conforme la historia avanza, involucra demasiados malentendidos que a ojos de la ley provocan falsos culpables.
La alquimia entre tiempo y moral no se detiene. Los avances más prodigiosos en la historia no se encuentran ni en la política ni en la ideología. Son más sutiles. Más íntimos. Permean discretamente, pero también con potencia en una mentalidad privada que después se vuelve colectiva. Y luego el tiempo hace lo suyo. Así, ¿quién lo sabe? Tal vez dentro de cien años a los historiadores les enternecerá saber que hubo un momento en el que una usuaria de Facebook creó un pequeño escándalo por pedir en un video que un hombre le chupara los pies.