Entre los años 2000 y 2001, un trabajador de la construcción, Saeed Hanaei, asesinó por lo menos a 16 mujeres en la ciudad santa iraní de Mashhad.
Hanaei tenía 39 años, dos hijos y una joven esposa; entre 1980 y 1988 peleó en la guerra entre Irán e Irak y era un chiíta devoto. Justificó sus crímenes argumentando que limpiaba la ciudad de mujeres perversas. Aparte de la presunta motivación religiosa y puritana, sus asesinatos eran manifestaciones de sexualidad reprimida y culpa. Fue ejecutado el 8 de abril de 2002. El caso fue tema de un documental en ese mismo año, And Along Came a Spider, del cineasta y activista iraní canadiense Maziar Bahari, y de la película Killer Spider, de Ebrahim Irajzad, una dramatización filmada en Irán con aprobación gubernamental en 2020.
El director iraní exiliado en Dinamarca, Ali Abbasi, y su coguionista Afshin Bahrami, regresan a esta historia macabra en un contexto de true crime, en el inquietante thriller titulado La araña sagrada (2022), donde retoman la historia original de Hanaei con algunos giros de actualidad y universalidad. El cambio más importante es haber añadido a la periodista ficticia, Areez Rahimi (Zar Amir Ebrahimi, ganadora de la Palma de Oro para Mejor Actriz en Cannes el año pasado), una mujer independiente que viaja desde Teherán para investigar el caso y termina involucrándose en la persecución y eventualmente en la captura del asesino.
Los crímenes de Hanaei —aquí rebautizado como Saeed Azimi (Mehdi Bajestani), probablemente para evitar conflictos legales y polémica—, son presentados con toda su torpeza, improvisación y crueldad casi infantil, al tiempo en que se le muestra como un hombre atormentado por deseos sexuales inconfesables, así como por la culpa de haber sobrevivido a la guerra. De ahí que el asesino tiene una especie de anhelo de martirio y necesidad de redención que persigue con su demencial fatwa.
Más que una cinta convencional de asesinos seriales, estamos ante una obra que pone en evidencia la permanente vulnerabilidad de la mujer, y no únicamente de las prostitutas iraníes. Si en la cinta clásica M, el vampiro de Düsseldorf, de Fritz Lang (1931), lo que realmente importa es la forma en que los criminales y malvivientes se organizan para capturar al asesino serial, aquí lo más escandaloso es la reacción popular de apoyo al asesino, a quien sus vecinos y familiares consideran como un héroe. El contexto religioso y político hace que los elementos policiacos del filme pasen a un segundo plano. Este es un giro radical de Abbasi que, en su anterior filme, Gräns (Criaturas fronterizas, 2018) elaboró una fantasía política de horror e inmigración, de la otredad y la monstruosidad como diversidad.
EL MODUS OPERANDI del feminicida es patético, de una simpleza apabullante. Azimi recoge en su moto a las mujeres en las calles y las lleva a su casa (previamente, despacha a su esposa e hijos a la casa de sus padres). Una vez ahí las estrangula con su propio hijab, y la metáfora no podría ser más contundente. El apodo “el asesino araña de la ciudad sagrada” lo obtuvo por usar su hogar como telaraña. Esto da lugar a situaciones tensas y absurdas, como esconder un cadáver enrollado en un tapete casi a la vista de todos mientras su esposa trata de seducirlo. La cinta coincide con la inquietud, las manifestaciones y la represión que reina en Irán desde la misteriosa muerte de la joven de 22 años, Mahsa Amini, detenida por la policía de la moral por exponer un mechón de cabello.
Abbasi muestra los asesinatos con un ojo casi clínico, lo cual ha dado lugar a acusaciones de complacencia. Sin embargo, no hay la menor estetización o sexualización de la muerte. Lo que retrata es tristeza, angustia, ansiedad, miedo, agotamiento y frustración de quienes deben someterse a los deseos sexuales y la rudeza canalla de sus clientes. El relato se convierte en un manifiesto desesperado y universal sobre los feminicidios, bajo la complicidad y negligencia de las autoridades y los vecinos que permiten al asesino continuar su cruzada.
Es una obra que pone en evidencia la vulnerabilidad de la mujeres, no únicamente de las iraníes
La cinta comienza mostrando la lucha por la supervivencia de una prostituta que trata de dar de comer a su bebé. De entrada, sorprende ver imágenes sexuales, brutales y grotescas en una cinta iraní (sería inconcebible filmar algo semejante en la República Islámica, ésta es una producción multinacional filmada en Jordania). No hay nada remotamente placentero en una vida de adicción, humillación y abuso. A la perspectiva de una de las víctimas sigue la visión de la reportera Rahimi, quien muy pronto antagoniza con las autoridades, aunque tiene la suerte de contar con el apoyo de un periodista local, Sharifi (Arash Ashtiani), que desafía el orden al ayudarla.
Rahimi, a su vez, también refleja el infortunio de una mujer que trata de trabajar y ser respetada. Despedida por su jefe al rechazar su acoso sexual, Rahimi trabaja como freelance y arrastra el estigma de los rumores (acusada de ser una mujer fácil). Desde su llegada a Mashhad, la reportera es objeto de agresiones e incluso tomar un cuarto de hotel es un problema, debido a que es soltera. La actriz Ebrahimi (también directora de casting), debió huir de Irán en 2008, cuando un video sexual privado que hizo con su pareja fue filtrado en línea. De haber permanecido le hubieran aplicado una sentencia de cárcel y noventa y nueve latigazos.
DESPUÉS DE LA INTRODUCCIÓN y el título de la película hay una toma general de la ciudad sagrada por la noche, que con la pista sonora electrónica de Martin Dirkov crea un sentimiento ominoso de angustia y horror. Sin embargo, la historia se vuelve casi una fantasía de venganza al incorporar clichés del género, incluyendo un ineludible rescate justo a tiempo. Lo que mantiene el interés y sostiene la historia es el retrato de la sociedad: los familiares avergonzados de las víctimas, los hombres que creen en la redención a través del asesinato, clérigos y autoridades que se ven obligados a aplicar la ley, pero en el fondo aprueban esos homicidios.
Lo que usualmente sería el final de una cinta como és-ta, la captura del asesino, aquí da lugar a un tercer acto donde el trabajo de investigación, deducción y persecución que llevó a detenerlo ya no tiene importancia; lo que cuenta es la defensa del feminicida ante un tribunal religioso. No sólo se le niega cualquier reconocimiento a Rahimi, sino que se invierten los roles y la popularidad del criminal va aumentando.
La reacción de la propia familia del asesino serial es quizá lo más inquietante de este relato. A pesar de que las acciones del padre destruyen a la familia, su hijo adolescente, Ali (Mesbah Taleb), y esposa lo defienden y justifican su misión de “activismo antimujeres de la calle”. El muchacho actúa frente a la cámara de los reporteros el método con que su padre mataba mujeres. Los tiempos cambian pero la misoginia se sigue reproduciendo. La obsesión de Hanaei / Azami se revela no como una monstruosidad, sino como la forma en que se materializan los deseos perversos de una gran parte de la población.