Las trashumancia doméstica

“¡Qué final!, se quejaba mi padre / ante el desdoro de su físico, / como si para morir fuera preciso / estar en buena forma. / ¡Qué final!, cada vez / que el baño le quedaba lejos / y dejaba un reguero en el piso”. Así, como suele hacerlo, Fabio Morábito inserta poesía en la médula de la vida cotidiana, con escenas despojadas de la rutina literaria. Éste es el inicio de un poema de su libro A cada cual su cielo, donde aporta registros en los que podemos reconocernos porque revelan un costado frágil y feroz de la existencia.

A cada cual su cielo
A cada cual su cielo Foto: Especial

Con A cada cual su cielo (Era, 2022), Fabio Morábito suma ya cinco libros de poesía publicados, entre los que ha alternado varios volúmenes de ensayo y cuento, además de dos novelas; su obra le ha valido numerosos reconocimientos tanto dentro como fuera de nuestro país. El libro reúne cincuenta y seis poemas sin título: “Escribo prosa mientras junto / valor para los versos”, asevera desde el primero y sus lectores sabemos que este acopio de valor cumple ciclos virtuosos de más o menos ocho años, periodo que separa la publicación de cada uno de sus libros de poesía, desde Lotes baldíos (1982), con el que debutó como un poeta espléndido.

Leer los poemas de Morábito es enterarse de su vida; por ellos hemos sabido que nació en Alejandría, Egipto (1955), de padres italianos, y que llegó a México siendo todavía un adolescente, expatriado de su lengua y de una nacionalidad que nunca sintió del todo propia. En efecto, su lírica linda con las memorias, pero sin obcecarse en esa suerte de autoficción melodramática en la que convierten su obra ciertos poetas. Morábito rehúye con serenidad de las pasiones exacerbadas, lo cual también es una renuncia que obliga a escribir en serio.

En A cada cual su cielo se sitúa con crudeza ante el paso del tiempo. Sus padres y sus mayores han envejecido o han muerto. Él mismo ha envejecido. La memoria de su madre —a quien él y su hermano no ayudaron a cambiarse de casa— “se ha vaciado, / como cajas de una mudanza”, “y ahora no se acuerda / que tuvo que mudarse sola”. Su padre enfermo “a sus noventa mira aún / las nalgas de las jóvenes” y “ahora que se va a morir” busca la complicidad del hijo en vano, porque “el hijo se prohíbe desear lo que desea / su padre”.

Portada "A cada cual su cielo"
Portada "A cada cual su cielo"

Los tragos amargos, las pequeñas desgracias cotidianas que compartimos todos, se muestran aquí con veracidad atronadora, de manera que sólo permanece la desnuda fragilidad humana que el autor encara ya con humor, ya con ironía. El consuelo de la fe religiosa no lo alcanza: “Enséñenme a ir a Puebla, / que está a dos horas, / y a creer en Dios, / que se está tan cerca, que se llega a Dios / y se regresa de Dios el mismo día”. En medio de esta misma fragilidad, no obstante, se abre un espacio para el amor de pareja: “sólo sé que eres mi bien / si te lo digo a solas // y te lo digo tarde, / cuando te escribo”; un amor que es también fruta: “todo lo suculento cae a nuestra boca / como descolgado de una rama, / como tú, que arranco cada día / de tu árbol, de tu tribu / y te traigo a este lado del río / y te como y te muerdo y te guardo / y tengo miedo que te pudras”.

COMO EN OTROS LIBROS, Morábito revisita su niñez y adolescencia: “Cada balón que nos quitaron”. Rememora un partido visto con su hermano en un club deportivo; también una perra —fugaz mascota— que “pasó una sola noche con nosotros” y un caballo en el que sintió por primera vez “el sutil pavor del campo mexicano”.

El poeta extrae sus elementos de la realidad cotidiana y doméstica, inocua sólo en apariencia. Sus composiciones condensan una musicalidad puntual y prosaica al mismo tiempo, tanto como puede ser una sábana que alguien puso en un tendedero: “Subí a colgar las sábanas, / en la azotea estaba el cielo”; un hombre visto en un asiento del metro: “Leve temblor en la vena del brazo”, o una sopa que se enfría: “Mientras me hablas / de lo mal que está todo, / te olvidas de tu sopa”. Esta aparente sencillez nunca es trivialidad: sus poemas son asequibles, pero su profundidad no se abarca de un vistazo, “se deshojan, pero no se abren”.

Cada pieza establece resonancias con otras de su misma obra y de la tradición poética; su sentido se propaga en ondas que forman círculos concéntricos y depende de la pericia de cada lector alejarse más y más del primero, en una experiencia total. Los poemas de A cada cual su cielo resultan más enigmáticos que los de sus libros anteriores, puesto que la imagen en que se fundan es menos explícita hacia el final; son más misteriosos y ricos en significados y asociaciones, como la que hay entre las vísceras de un mosquito “manchando un muro” y “el reguero en el piso” —“libertad de las entrañas”— dejado por su padre durante sus últimos días, “cada vez que el baño le quedaba lejos”.

Morábito indaga en la naturaleza de su oficio creativo: “escribo prosa como quien empuja / un buey por un cultivo”. Y en esta imagen convergen la página, cual campo cuadrado de surcos paralelos, la templanza del buey y el yugo de la escritura. Para él, los poemas son casas rodantes “donde una mesa se hace cama”: “un mundo en el que todo / se desdobla / y cada cosa rinde a plenitud”, “con tantos acertijos encerrados”. A cada cual su cielo recomienza poema a poema, como “un libro de puras primeras páginas”, cada vez pleno de nuevas connotaciones.

Sus lectores reconocerán otros motivos del resto de su obra: los vuelos en avión; la vigilia nocturna, que el autor pasa “oyendo unos ladridos”; las guitarras, casi desaparecidas del paisaje urbano, “que algunos tocaban por dinero / y otros por ser jóvenes”; un temblor citadino, que lo despierta sólo a él y no a su cónyuge: “¿fue un temblor // o un desajuste en mis latidos, / un anuncio del infarto que se acerca?”, y otros más, como los cuadros colgados de las paredes, los árboles; además de la ceguera, la sordera y la mudez como condiciones que ponen de manifiesto aspectos ocultos del lenguaje humano.

El autor nos muestra una vez más que se puede ser prosaico e intensamente poético, plurívoco y coloquial, personal y colectivo, puesto que el poeta habla por todos desde su individualismo. El nuevo libro de Morábito prescinde de utopías, pero también de infiernos; como dice el poema del que se extrae el título: “La vida es escarbar y a cada cual su cielo”.