¿Existen las segundas vidas literarias? Aparte de las varias vidas como creador que ideó genialmente Fernando Pessoa con sus heterónimos, o las trayectorias paralelas que el irlandés John Banville se inventó para dividirse en dos, entre su espléndida serie policiaca firmada como Benjamin Black y sus famosos y deslumbrantes “ejercicios de estilo” firmados con su propio nombre, también ha habido casos extravagantes, acuciados por la necesidad del momento, en la historia real.
Lo contó el siciliano Leonardo Sciascia en una obrita maravillosa, El teatro de la memoria, al dar cuenta de la doble bibliografía —en portugués y en italiano— que al final de su accidentada existencia como prófugo tuvo un hombre, discreto escritor que, a la manera del Wakefield de Nathaniel Hawthorne, pero cruzando el Atlántico, huyó de su país, Italia, en los años veinte del pasado siglo, para reinventarse una nueva identidad, y unas nuevas obras firmadas por él, en el lejano Brasil. El caso acabaría siendo uno de los enigmas judiciales más sonados en su época, que el gran escritor que fue Sciascia, admirador de las múltiples identidades pirandellianas, retomaría en 1981.
NADA DE OCULTO o clandestino sería el caso del escritor griego Theodor Kallifatides (Molaoi, Peloponeso, 1938); la mayor parte de su obra está escrita en sueco, la lengua del país adonde había emigrado en 1964. En 2019 Kallifatides, abandonando el género policiaco que lo había hecho célebre no sólo en su país, sino en muchos otros en los que iba siendo traducido, inauguraría una nueva y sorprendente trayectoria en su lengua natal, el griego. Una trayectoria que, esta vez, tendría que ver sobre todo con la memoria y sus experiencias de emigrante, dividido entre dos países o lealtades mentales.
De la mano de la editorial Galaxia Gutenberg, publicaría un bellísimo y emocionante libro, Otra vida por vivir (2019), que se convirtió en un inmediato éxito de ventas en su edición española. Autor reconocido en Suecia con más de cuarenta libros divididos entre ficción, ensayo y poesía, efectuaría en la etapa de su vida de plena madurez como creador y como ser humano una nueva e inusitada emigración, esta vez de regreso. Después de aquella obra (traducida del griego, como otros libros suyos, de forma ejemplar, por Selma Ancira) seguirían otras delicadas composiciones, igual de cautivadoras, con la misma intensidad y calidad poética, con la misma y estremecedora fuerza elegiaca, impregnadas siempre de un humor suyo muy característico.
Un suave humor entre melancólico y cálidamente retrospectivo, como sería el caso de Madres e hijos (2020), Lo pasado no es un sueño (2021), Amor y morriña (2022), Un nuevo país al otro lado de mi ventana (2023), libros todos ellos en los que eran centrales cuestiones como la memoria y la dualidad del emigrante dividido eternamente entre dos lenguas y dos patrias del alma. Dos patrias insertadas en el interior más íntimo e incomunicable, con un enorme peso cultural, social y familiar trasvasado sin cesar de un lugar a otro. Libros que, en cierto modo, darían la vuelta por completo a la idea de una identidad única como escritor. En su caso, esta identidad tan marcada tenía que ver con ser un autor de género, el policiaco, con el que era conocido en numerosos países.
DURANTE LOS ÚLTIMOS AÑOS, y con sucesivos libros de un gran magnetismo expresivo en su prosa, Theodor Kallifatides se ha convertido, se puede decir, en un caso editorial insólito. Dando entrada de pleno al género memorialístico en el conjunto de su obra, género que domina como pocos en nuestros días, ha sido sin duda uno de los mejores descubrimientos literarios últimos del mercado español. A las obras antes mencionadas se unirían dos maravillosos libros, El asedio de Troya (2020) y Timandra (2022), con un tema de fondo muy amado por él: la pervivencia de los mitos clásicos, un telón de fondo que recorre, una y otra vez, de forma imprevista en ocasiones, cualquier rincón de su obra y cualquier imagen de su país de origen (“aún se encuentran las huellas de Sócrates en los cafés”, dirá).
Unas enseñanzas, y un continuo espejo en nuestros días, incluso en épocas catastróficas, de puro terror, de la historia, como sería la ocupación por los alemanes de Grecia, durante la Segunda Guerra Mundial, tema estelar en El asedio de Troya. Unas mitologías que cada uno tendrá que unir a las propias, construidas a lo largo de su camino. Así lo expresará en su magnífico ensayo o recopilación de escenas, encuentros y epifanías muy significativas de su pasado, Un nuevo país al otro lado de mi ventana (2023): “La vida del emigrante es considerada por muchos una vida equivocada, en vez de la vida auténtica. El emigrante debe ver su camino como el resultado de tres mitologías: la que heredó, la que él construyó y la que encontró en su nuevo país”.
En la historia de Timandra, conectando de forma fascinante su propia biografía con el mundo de la antigüedad, Kallifatides tomaría la voz de esta mujer, una de las hijas de Leda en la mitología, para conducir al lector a la Atenas de Pericles y allí narrar las atrocidades de Alcibíades, sobrino del gran Pericles, en la Guerra del Peloponeso.
Alcibíades —escribe Kallifatides— fue el inventor de la destrucción total. Destruyó la Isla de Melos por completo. Ni las mujeres ni los niños sobrevivieron. Fue el primer holocausto del mundo.
Nacido dos años antes de la Segunda Guerra Mundial, Kallifatides vivió de pequeño el horror de la ocupación alemana. Después, de 1946 a 1949, llegó una dura guerra civil en Grecia. Durante años no contó con más compañía que su abuela, en una época en la que no había nada que comer. Todas las mujeres de su pueblo se levantaban temprano y subían a las montañas para buscar raíces que fueran comestibles. Pero Theodor y sus amigos eran tan sólo unos críos y como no podían masticar algo tan duro, ellas se sentaban en un banco frente a la iglesia y masticaban las raíces para dárselas a ellos. Y así sobrevivieron él y otros muchos: por aquellas mujeres valerosas. “Gracias a ellas —dirá Kallifatides, que construye un continuo homenaje a esas mujeres tenaces, fuertes, y su papel en los peores momentos de la historia— la vida continuó”.
MUCHOS HOMBRES NO VOLVIERON nunca de la guerra. Y de su padre, encarcelado por los alemanes, no sabían si estaba vivo o muerto. Pero su abuela, una mujer frágil y delgada, no se dejó vencer, hizo un hatillo con una cebolla, algunas olivas y un trozo de pan, y se fue de pueblo en pueblo buscando a su yerno, sin saber en qué prisión estaba. Tardó un mes en encontrarlo y al llegar no querían que lo viera. Sin embargo, se plantó allí, inconmovible, hasta que se lo permitieron. Al regresar a casa le dijo simplemente a la joven madre de Kallifatides: “Hija, no te preocupes, tu marido está vivo”. ¿Qué tipo de fidelidades, de nostalgias o ataduras, a la manera de una herida supurante, sin consuelo, como punto de partida con la que se emprendió la marcha, guarda para sí el emigrante, como fue el caso de Kallifatides, cuando echa la vista atrás?
Necesité más de cuarenta años —dirá en Un nuevo país al otro lado de mi ventana— para descubrir que muy en el fondo de mi alma ya existían los senderos y los caminos que seguiría a lo largo de toda mi vida. Eso es lo que significa pertenecer a una tradición.
¿Qué tipo de fidelidades, a la manera de una herida supurante, como punto de partida con la que se emprendió la marcha, guarda el emigrante cuando echa la vista atrás?
Unas cuestiones que se plantearían, de forma mucho más neta, casi violentamente expuestas, en una fase especial de su vida, en una avanzada madurez, en que tras una larga carrera como escritor en lengua sueca, volvería al griego para escribir su obra más personal, más íntima, sus confesiones o meditaciones sensibles y sinceras, sin ningún tipo de autoengaño, al enfrentarse a un mundo cambiante. Un mundo muchas veces de gran injusticia y regresión social, que lo invitaba a volver a sus raíces, con más añoranza y apasionamiento que nunca.
CONFRONTANDO SIN CESAR a su familia griega abandonada un día, a su querida madre (centro de su bella obra Madres e hijos) con sus hijos suecos, nacidos en “tierra extranjera”, todo ello, de forma magnífica, conforma a fin de cuentas su identidad múltiple. Una identidad mixta, especial, respetuosa con cada parte que, como dice, hay que mantener de ese modo, intacta, evitando huir de ella o diluirla de forma traumática. “Mi cerebro —dirá— es de confección griega, lo que aprende lo aprende de sus códigos griegos. Eso significa que yo podría hacer o volverme miles de cosas, salvo una: dejar de ser griego”. Al contrario que muchos amigos y colectivos de emigrantes, defenderá educar a sus hijos como lo que son y como el mundo que conocieron nada más nacer en Estocolmo:
Sus cerebros son de confección sueca. La lengua que oían a su alrededor era la sueca. Yo soy griego, mis hijos son suecos. Nunca traté de que fueran algo distinto. Lo que sí podía hacer era darles mi Grecia. Les leía la Ilíada y la Odisea, que para ellos eran como las historias que les contaba de la Salchicha Voladora. Se las di como un regalo, no como una condena.
A los que le reprochaban ese modo de actuar les recordaba que no se puede vivir permanentemente como un griego en Suecia (“si lo intentas, vivirás al margen, pero puedes conservar a Grecia dentro de ti”).
Aceptando, como muchos de los que se fueron, que no volverá a Grecia para vivir, salvo esporádicamente, en vacaciones, habiéndose vuelto de alguna manera extranjero sin quererlo, en cualquier lugar, la lengua, su amada lengua nativa, será el último bastión que lo ate claramente a su identidad más profunda. Pero no sólo eso: con el tiempo, también llevará —y pronunciará— con orgullo su humilde lugar de nacimiento. Nacido en un pequeño pueblo, Moloai, hijo de un maestro de izquierdas perseguido por la dictadura, más tarde se trasladó toda la familia a Atenas. Pero allí, con sus compañeros, siempre tenía vergüenza de decir su lugar de procedencia y afirmaba que era de Esparta, “lo que imponía cierto respeto”. Décadas después —como contará en su maravilloso vademécum de la identidad y de los conflictos entre mitologías variadas y superpuestas, Un nuevo país al otro lado de mi ventana— en Suecia se dio cuenta de “cuánto me gustaba decir que había nacido en Moloai”.
Millones de personas, de emigrantes, de refugiados, de gente que por una razón u otra se ve obligada a dejar su tierra y buscarse la vida en lugares ajenos, “viven en un desconcierto existencial, incapaces de orientarse tras haber perdido la brújula del yo”. Personas que no sólo se decepcionaron y perdieron una cierta idea de la Tierra Prometida, sino que también perdieron la Tierra de la que partieron, convirtiéndose en lo más temible, según Kallifatides, para el emigrante: volverse extranjero para uno mismo. Perderse, no reconocerse en ninguna imagen, huir encarnizadamente de una condición de extranjero que les repugna y rechazan. Algo en lo que no
sería difícil caer, bien de forma permanente, o en las épocas más oscuras y desnortadas. “La cruzada para dejar de ser extranjero —dirá— me hizo más extranjero todavía. Te conviertes en lo que combates”.
A LOS SESENTA Y NUEVE AÑOS, Kallifatides, exiliado en Suecia desde hacía décadas, visitó a su madre, entonces de 93, una figura y eje indispensable en su vida y en su literatura, que lo ataba para siempre, de forma real y a la vez simbólica, a su patria abandonada de muy joven. Así lo contará su emocionante obra Madres e hijos, un homenaje nostálgico y a la vez doloroso, como sería también el bellísimo volumen de Albert Cohen, El libro de mi madre, no sólo a la familia de la que provenía sino a una cultura y a una tierra que nunca habían conseguido despegarse de él:
Me eduqué en el amor a Grecia —dirá— y eso, en esencia, significa que me habían enseñado a amar y a respetar a sus gobernantes: al rey, que en ese entonces todavía existía, y a la Iglesia. Pero me rebelé contra ambos y finalmente me fui de mi país. Ahora iba a ver a los dos que aún vivían, a mi madre y a mi hermano. Son muy distintos entre ellos. Mi hermano es un Griego con mayúsculas. Crédulo, insaciable cuando se trata de diversión, opositor eterno de todos y de todos. En cambio, mi madre es mi patria. Siempre dije que cuando la perdiera, perdería mi patria.
El emigrado arrastra una especie de oscura culpa. Una culpa por la que sin cesar, tanto en la tierra un día abandonada como en el lugar de acogida, se tendrá que explicar
Ese hermano pasional e insaciable, devorador de la vida y la agitación cotidiana de la vida, aparecería en una escena descarnada y terrible de Lo pasado no es un sueño. Él también se hallaba enclavado hondamente
en las firmes enseñanzas de su estirpe que los remitían a todos ellos, desde lo más profundo del alma, a una idea insobornable de la ética, a una integridad y unos deberes incuestionables, allá donde se hallaran.
A PUNTO DE FINALIZAR la guerra civil griega, en 1949, con los guerrilleros que luchaban contra el gobierno anticomunista huyendo en desbanda-da, la patrulla del Ejército a la que pertenecía el hermano de Theodor consiguió arrestar a dos jóvenes guerrilleras “agotadas, hambrientas, ateridas de frío y aterradas”. Tras ser interrogadas brutalmente y sin nada que decir, el capitán que mandaba sobre la tropa les dio la orden a sus hombres “de hacer con ellas lo que quisieran”. Las violaron de todas las maneras posibles, entre gritos de ánimo de todos los que observaban. Sólo uno se negó a participar en la orgía: el hermano de Theodor Kallifatides.
Por ese delito lo hicieron pasar posteriormente dos veces por un tribunal militar y dos veces lo condenaron a muerte. “¿Cómo tuviste el valor de negarte? —le preguntaría más tarde Theodor—, sólo tenías diecinueve años”. A lo que su hermano le contestó simplemente: “¿Qué hubiera dicho papá?”. Los dos lo sabían perfectamente: su padre hubiera contestado lo que siempre mantuvo ante ellos: “Quien prefiere su pellejo a su calidad humana, no es una persona”. Un padre de moral intachable que, antes de morir, les dejaría a los suyos —como aparece en Madres e hijos— el recuento escrito de lo que había sido su existencia, desde sus orígenes como exiliado griego, nacido en Trebisonda, en Turquía, de donde fue expulsado, pasando por sus meses en una prisión de los nazis y su pasión por el oficio de enseñar, de ser maestro.
Antes de irse Theodor por última vez a Estocolmo, dejando a su madre en la cama, y sabiendo que posiblemente ése será uno de sus últimos encuentros, le pregunta de repente: “¿Cómo debo vivir mi vida, mamá?”.
La respuesta es inmediata: “Como tu alma aguante”. En su viaje de regreso, Kallifatides no dejará de darle vueltas a esta expresión. ¿Por qué no le había dicho “como tu alma quiera”? Y enseguida lo compara con lo que su padre le decía sin cesar en las cartas de su primer año en el extranjero: “No olvides quién eres”. Ambas frases, afirmará el escritor, con cuarenta y cinco años de diferencia, se completaban y se convirtieron para siempre en lo que sería la “ética” del resto de su vida: “No tenía otra”, dirá.
THEODOR KALLIFATIDES APUNTA que el emigrado arrastra siempre una especie de oscura culpa. Una culpa por la que sin cesar, a lo largo de toda su vida, tanto en la tierra un día abandonada como en el lugar de acogida, se tendrá que explicar. Una pregunta siempre sobrevuela “en cada entrevista que concede”, como afirma en Otra vida por vivir, su bellísimo libro de memorias o reflexión tardía, cuando algunos le dicen que “después de los setenta y cinco años ya no debería escribirse”. La pregunta invariable es: “¿Se arrepiente de haberse ido?”. Por el tono en el que es enunciada, dice Kallifatides, “siempre sentía que tanto a griegos como extranjeros les habría gustado saber que estaba arrepentido; oírme confesar, por fin, que había vivido una vida equivocada”.
El precio de vivir durante décadas en un país extranjero, de hablar y escribir en otra lengua, de adoptar nuevas costumbres, de fundar una familia lejos del lugar donde se nació, continúa el autor, es que “no sólo vives una vida distinta de la que dejaste atrás: la vida en el extranjero te vuelve extraño”. Para romper el hechizo, o la fatalidad que obliga a elegir entre una de las dos culturas, para volver a ser simplemente “un ser humano entre seres humanos”, sin más calificativos, por encima de lenguas y diferencias, Kallifatides escribiría este cautivador pequeño ensayo o confesiones, de una emocionante y subyugante autenticidad, que logra conmover desde lo más profundo, como un pequeño clásico inmortal, más allá de épocas y pormenores geográficos.
Muy conocido en Suecia, sobre todo por una serie policiaca que tiene como protagonista a una comisaria llamada Kristina Vendel, Kallifatides, en un momento de su vida en que confiesa estar ante un bloqueo como creador de ficciones, cuando su país de acogida, en el que ha desarrollado con gran éxito toda su carrera, se enfrenta a “dramáticos cambios que se suceden a una gran celeridad”, se reencuentra con el pasado. Viaja a su pueblo natal donde una escuela llevará su nombre y, como “agradecimiento tardío”, escribe Otra vida por vivir. Sería su primer libro escrito directamente en griego después de cincuenta años: “Volví al griego, la única patria que todavía me queda y la única que no me heriría”. Atrás quedaba toda una vida de “ave migratoria que había perdido su bandada, pero no la dirección”. Ésa que le llevaba a hacer el camino de regreso.
TODOS HABÍAN CAMBIADO, el mundo volvía a ponerse en marcha de nuevo, en ocasiones, con una gran violencia:
“Mi padre había sido un refugiado, y yo un emigrante [...] Pero la nueva realidad me ofendía personalmente”. Como tantas veces en el pasado, Grecia atravesaba por momentos críticos:
La ocupación alemana, la guerra civil, la dictadura, la emigración masiva. Estas experiencias habían moldeado a mi generación. Pero nada se podía comparar con el empobrecimiento moral de los últimos años. Grecia era ninguneada cotidianamente.
Todos han cambiado en los últimos años, en un universo escasamente solidario, y sobre todo en una Suecia que ya no es el país de justicia social y solidaridad adonde emigró en su juventud
El orgullo como griego, ahora vilipendiado por todos, le hace solidarizarse con los suyos, en un mundo que ya no reconoce, donde “todo se compra y todo se vende”. Después de cincuenta años, cuando comenzó la crisis de la deuda y de los refugiados, “me volví griego de nuevo”. Tiene que contemplar de nuevo, en los periódicos extranjeros, “caricaturas y
dibujos del mismo tipo de racismo de los que había publicado Goebbels en tiempos de la Ocupación”. Europa entera los vilipendia (“éramos haraganes, ladrones, pensionistas de nacimiento”). Un día verá una caricatura política, sumamente ofensiva, en un periódico holandés. En ella aparecía un griego gordo en pijama, con una mueca soez en el rostro. Con una mano pedía limosna y con la otra “hacía una higa”.1
Pero todos han cambiado en los últimos años, en un universo escasamente solidario, y sobre todo en una Suecia que ya no es “el país de justicia social y solidaridad” adonde emigró en su juventud, buscando mejores oportunidades y huyendo de situaciones políticas catastróficas. Si en su viaje a Atenas ve mendigos por todos lados y “muchachos jóvenes arrodillados como si estuvieran rezando”, en Estocolmo la pobreza también se había extendido en los últimos años. Mendigos en las calles y gente sin techo, “al tiempo que desconocidos prendían fuego a los campamentos de refugiados, mientras el partido más reaccionario subía a cada sondeo”.
Emigrado a Suecia en los años sesenta, una época de gran inestabilidad económica y política en Grecia, que coincidió con la nefasta dictadura de los coroneles en ese país, su otra y espléndida novela plenamente autobiográfica, Lo pasado no es un sueño, arranca en 1946, recién acabada la Segunda Guerra Mundial. Los alemanes han perdido la guerra y han abandonado el pequeño pueblo de Theodor. Sin embargo, nada más irse ellos, organizaciones de ultraderecha, en ocasiones colaboradoras de los invasores hasta hace poco, empeñadas en eliminar a todo aquel que sea o pueda volverse comunista, siembran el terror.
En el otro lado, las organizaciones de izquierda están decididas a cobrarse la sangre derramada. Muy pronto, gran parte de estas poblaciones de las pequeñas aldeas huirá de la Guerra Ci-vil en curso. El primero en irse será el padre de Theodor, quien es llamado El Rojillo en su escuela por los hijos
de los monárquicos. Un padre, acusado de ser de izquierdas que, pasado el tiempo, servirá siempre de guía moral y de imagen de rectitud en todas las decisiones que tomen sus tres hijos.
POCO DESPUÉS toda la familia se reúne en Atenas. Ahí comienzan unas memorias maravillosas, conmovedoras, llenas de humor, de piedad por los más débiles —incluso mucho más débiles y pobres que ellos mismos—, de pasión por el teatro y la poesía en los años de formación del joven Theodor. También germinarán sus primeras lecturas, sus grandes amigos, la admiración por heroicos y entregados maestros que luchan como todos ellos por la sobrevivencia en una dura y vengativa posguerra, así como sus más apasionados y desgarradores amores de adolescencia. En su escuela y en su barrio, a todos les une una admiración sin límites por las hazañas deportivas. Cualquier momento será bueno para improvisar partidos de futbol jugados con los numerosos grupos de niños huérfanos que corretean como pajarillos por las calles, dedicados a la mendicidad, durmiendo a la intemperie, descalzos, sucios, cubiertos de andrajos, con lo que —como dice Kallifatides— “costaba distinguir si eran niños o niñas”.
Pero un día, pasado el servicio militar, tras el asesinato simbólico del legendario opositor Lambrakis en 1963, con un país gobernado por facciones ultras anónimas y secretas (lo que en el futuro será Amanecer Dorado) y, sobre todo, con nuevas e imparables oleadas de emigración, su padre, ese hombre esencialmente bueno y justo, que había envejecido “atrincherado detrás de su periódico y su café”, le dirá a Theodor algo doloroso e insoportable para todos ellos: “Vete, hijo, no hay nada para ti aquí”.
Y el joven Kallifatides lo hará. En 1964 se irá a Suecia, “al otro extremo del mundo”, como dirá con humor triste su madre. Llevará con él una humilde maleta medio vacía, habitada simbólicamente por dos libros que le acompañarán para siempre: por un lado, las obras competas de Kavafis, noventa poemas en total, “cada uno de ellos un universo”; y por otro lado un poemario de Seferis que, como dirá Kallifatides, contiene “el verso que se convirtió en su emblema y en el resumen de su experiencia”: “Dondequiera que viajo, Grecia me hiere”.
Nota
1 Gesto manual ofensivo que, de acuerdo con la RAE, “consiste en cerrar el puño mostrando el dedo pulgar entre el índice y el corazón, señalando a quien se quiere zaherir”. (N. del E.).