La abundancia sin límites de la música eventualmente equivaldrá a su eliminación. Y esto no quiere decir que avancemos hacia el silencio sino a un ruido gris, permanente, soso, predigerido, autogenerado e imposible de callar.
LOS ÉXITOS DE AYER SON DE HOY
No se trata de que la música que se hace hoy sea mala o no tan buena como la de antes. El problema es que el medio se ha vuelto escandalosamente el mensaje. La era de los discos, casetes, CDs y música en la radio parece tan remota como el Medievo. Aquellas maneras de escuchar que parecían universales, irremplazables e íntimas tan sólo llegaron al siglo XXI para ser abandonadas o convertidas en curiosidades de fanáticos, nostálgicos y excéntricos. El streaming (o corriente de datos, que consiste en transmitir digitalmente por internet, sin el propósito de descargar un archivo) comenzó a popularizarse en 2001 con listen.com, creció con Pandora en 2005 y luego comenzó a consolidarse como la forma dominante de escuchar música, audiolibros y podcasts en aplicaciones móviles.
Es claro que durante décadas estuvimos sometidos a los gustos de los programadores de radio, a la payola (los arreglos entre disqueras y estaciones para programar cierta música a cambio de pago), a los precios estratosféricos de los discos importados y los caprichos personales de administradores y de ejecutivos. Asimismo, parece remoto el tiempo en que escuchar música era una experiencia per se y no simplemente el ruido de fondo de todas las actividades sociales o individuales.
Involucrarse con la música popular en el siglo XX era un compromiso que nos definía y determinaba más allá del gusto musical. Uno solía ser lo que escuchaba. Oír metal, disco, punk o progresivo eran formas de identificarse, pertenecer a una tribu, expresar descontento. Cada generación experimenta el fervor por su música de diferentes maneras y esperar que las pasiones musicales de hoy se manifiesten de manera idéntica a las del pasado es una necedad que sólo significa no entender lo que está pasando.
Lo que sí puede evaluarse es la creciente popularidad y demanda actual de música del siglo pasado por audiencias jóvenes. Los catálogos más populares, los que las disqueras se disputan, corresponden a viejas bandas como los Beatles o los Rolling Stones, músicos que están en sus setentas u ochentas como Bob Dylan, Bruce Springsteen, o bien que han muerto, como David Bowie, Prince y James Brown. Las grandes empresas musicales parecen sentirse muy cómodas explotando los viejos hits sin riesgo y muestran cada vez menos interés en invertir en artistas nuevos.
El 70 por ciento del mercado estadunidense actual está en la música del pasado. De acuerdo con la empresa de análisis MRC Data, las doscientas canciones nuevas más populares (lanzadas en los últimos dieciocho meses) representan menos del 5 por ciento de todas las canciones que se escuchan en las diversas plataformas de streaming (una tasa que es la mitad de lo que era hace tres años), de acuerdo con el crítico Ted Gioia.
Gran parte de las novedades que se promueven caben en el molde de lo probado y repetido. El siglo XXI padece hasta ahora de una severa crisis de identidad musical.
EL MEDIO ES EL MENSAJE
Y REQUIERE DE SUSCRIPCIÓN
El cambio definitivo en el horizonte musical tuvo que ver con ciertas innovaciones en internet que transformaron todo. Por ejemplo, la aparición de recursos como el sistema Napster para distribución de archivos, creado en 1999, que dio lugar a la primera red importante de lo que se conoce como peer to peer (P2P o red de pares); LimeWire, el cliente de la red Gnutella, lanzado en 2000 y, muy particularmente, el índice y motor de búsqueda Pirate Bay, establecido en Suecia en 2003.
Surgieron muchos otros servicios, como Kazaa y Torrent, que permitían compartir fácilmente y de forma gratuita archivos de audio y video en la red. A partir de 2001, sitios como estos utilizaban sobre todo la tecnología de BitTorrent para distribuir archivos grandes. En vez de tener que compartir un archivo desde un solo servidor, al torrentear se fragmenta en cientos o miles de partes que se envían a los clientes que estén corriendo el programa BitTorrent. Así cada usuario, al descargar el archivo, también lo está distribuyendo y una vez que todas las partes se han transmitido, el programa las ensambla con gran rapidez y eficiencia.
Esta tecnología no es ilegal, sin embargo, con ella se pueden hacer cosas ilegales, como por ejemplo piratear música, programas, videojuegos o películas. En 2010 LimeWire perdió un juicio contra la Recording Industry Association of America, que les ordenó suspender sus operaciones por violar la ley de derechos de autor. Muchos otros juicios, confiscaciones de equipo y encarcelamientos crearon un ambiente de terror en contra del torrenteo; sin embargo, lo que eventualmente llevó al declive esta práctica fue la aparición de servicios de paga de muy fácil uso que permitían la transmisión, el streaming de música y películas. Esto, que parece conveniente, implicaba que uno no era propietario de ese material y el acceso dependía de estar al corriente con las mensualidades. Por supuesto que aún se puede torrentear y obtener archivos de forma gratuita, pero hubo un cambio cataclísmico en la actitud popular hacia el uso y consumo de lo que hay en la red. Con esto, uno de los ideales fundadores del ciberpunk: “la información quiere ser libre/gratuita”, se fue mucho al demonio.
SALVACIÓN Y PERDICIÓN DE LA MÚSICA
Spotify fue fundado en 2006, en Suecia, por Daniel Ek y Martin Lorentzon, ambos neófitos del negocio de la música. Inicialmente decidieron crear un servicio gratuito, como las redes sociales, que fuera financiado por anunciantes. Estaban seguros de que la única forma de competir con los sitios pirata y compartir archivos entre usuarios sería ofrecer un servicio sin costo que fuera muy simple de utilizar, muy rápido (285 milisegundos era el tiempo límite para empezar a tocar una canción) y que no tuviera el carácter ilegal de aquellos.
Antes de tener ninguna licencia, Spotify comenzó a invitar a algunos cientos de usuarios y permitirles compartir sus propios archivos ilegalmente. Pasaron tres años para que este material pirata fuera eliminado de la plataforma y en 2014 Spotify retiró de su servicio los torrents, para limitarse al streaming de la música en sus servidores, y se sumó al modelo freemium: una opción gratuita, con interrupciones comerciales (para atraer usuarios), y una premium, que ofrece música ilimitada y sin cortes por un precio.
En 1999, el año del surgimiento de Napster, la música grabada en todo el mundo generaba alrededor de 24 mil millones de dólares anuales. A partir de la primera década del siglo XXI esta cifra fue disminuyendo de forma vertiginosa, y para 2014 llegó a 14 mil millones. Sin embargo, los ingresos volvieron a aumentar y en 2021 rompieron récord, al alcanzar 25.9 mil millones de dólares. Dos terceras partes de esta cifra provenían del streaming, lo cual hizo creer a los observadores que este sistema estaba salvando a la música. En plena crisis, Spotify hubiera sido una empresa del montón, pero tuvieron el atrevimiento de establecer un pacto con el diablo, en este caso, con el triunvirato monopólico que es dueño del 69 por ciento de la música grabada, las tres grandes empresas del entretenimiento: Universal, con el 32, Sony, el 21; y Warner, el 16 por ciento. Éstas aceptaron, a cambio de volverse socios con toda clase de privilegios. Así, Spotify contaba con el catálogo más prodigioso de la historia y las tres empresas tuvieron ingresos fantásticos gracias a este sistema que sólo beneficia a los grandes sellos y las superestrellas.
El cambio definitivo en el horizonte musical tuvo que ver con innovaciones en internet que transformaron todo. Por ejemplo, la aparición de Napster
Mientras tanto las disqueras independientes, pequeñas y medianas, lo
mismo que numerosos artistas, enfrentaban el dilema de decidir si valía la pena estar en Spotify, ya que la forma en que esta empresa paga por cada stream nunca será una opción para generar ingresos a músicos que no tienen una popularidad inmensa. Antes de criticar a Spotify y las demás plataformas de streaming por la miseria que ofrecen como regalías, es importante señalar que desde hace décadas las empresas del entretenimiento, y en particular las gigantes, se han esmerado en castigar a los creadores con migajas a cambio de su trabajo. Fueron los tres gigantes los que impusieron a Spotify que sólo diera centésimas de centavo por cada stream.
Los sellos sienten la obligación de estar en Spotify para darse a conocer, aunque sus ganancias y lo que pueden ofrecer a sus artistas es, en su inmensa mayoría, casi inexistente. Aquí lo que importa es la escala. El pago promedio por stream en Spotify es de 0.00318 dólares; en YouTube es de 0.002; Amazon, 0.004; Google, 0.0055; Apple, 0.00675; y Tidal, 0.00876. De esta cantidad, el monto principal toca a quien tiene los derechos de grabación (del master), que es usualmente la disquera (puede ser entre 80 por ciento en el caso de las grandes empresas y 50 por ciento, de las independientes) y una parte va a quien tiene los derechos de la canción (otra vez, la empresa se queda con alrededor de una tercera parte y el autor con el resto). Esto para superestrellas como The Weekn’d (su canción “Blinding Lights” ha tenido 3.6 billones de streams) y Ed Sheeran (“Shape of You” ha sido escuchada 3.5 billones de veces) se traduce en millones de dólares mensuales.
Por otro lado, el problema no es solamente lo poco que se compensa al músico cada vez que alguien escucha su trabajo, sino que la suma total de las regalías mensuales se pone en un fondo común para todos los artistas, y lo que se asigna a cada uno es el porcentaje equivalente a cuántas veces
se ha escuchado en relación con toda la demás música. De tal manera, si uno cree que está apoyando a un artista al escuchar su música día y noche en un bucle, en realidad está ayudando a los artistas que de cualquier forma ganan más. Una de las peores consecuencias de este sistema es que obliga a todos los músicos a competir, sin importar su género. Incluso cuando los grupos marginales, oscuros y de culto alcancen un público mayor en esta plataforma, esto no se traducirá forzosamente en ingresos, ya que dependen del número de streams que tengan todos los demás. De las decenas de millones de artistas en la plataforma de Spotify, unos 43 mil son responsables del 90 por ciento de los streams. En el Reino Unido, 82 por ciento de los músicos obtienen menos de 200 dólares al año y sólo 7 por ciento ganan más de mil. Cerca de 30 mil artistas han lanzado una campaña para exigir que se les pague por lo menos un centavo de dólar por stream y para eliminar el sistema de distribución de las regalías.
La imposición del streaming como estándar implica en buena medida oír música en baja resolución. La calidad con la que se transmite es con frecuencia menor a la de otros formatos, debido a la compresión necesaria.
En modo gratuito, la calidad básica de una canción en Spotify es de 128 kbps (kilobits por segundo, que determinan la velocidad de transmisión: entre mayor este número, mejor es la calidad del sonido). Un archivo convencional en MP3 es de 320 kbps, que es la calidad más alta que ofrece Spotify, mientras que un CD tiene usualmente 1411 kbps. Por tanto, es claro que la mayoría de los usuarios están dispuestos a sacrificar la calidad por la cantidad, la facilidad de uso, el acceso a bases de datos enormes y playlists convenientes. En 2019, el número de streams rebasó el billón y desde marzo de ese año este sistema de distribución representa cuando menos el 80 por ciento de los ingresos de la música grabada. Las plataformas que se han apoderado de la difusión de la música han cerrado en gran medida otros canales y estrangulado a los músicos, convirtiendo al auditorio en zombis.
LISTAS Y ATOMIZACIÓN
La dinámica de la monetización en Spotify ha empujado a los artistas a producir más canciones y que sean cada vez más cortas; de hecho, basta con que alguien escuche treinta segundos de una canción para que eso cuente como un stream. Asimismo, hoy la tendencia es hacer álbumes con docenas de canciones para que el escucha se mantenga enganchado. Un ejemplo al azar: en Spotify, la “edición de lujo” del disco Tusk, de Fleetwood Mac, incluye 84 canciones. El álbum dejó de ser un concepto, una propuesta o una forma de acercase a la creación para volverse una playlist — una serie de elementos ordenados, una lista de reproducción, un archivo de archivos, un fólder virtual y una pequeña estafa para recolectar centavos.
La imposición del streaming implica en buena medida oír música en baja resolución.
La calidad con la que se transmite es con frecuencia menor a la de otros formatos, debido a la compresión necesaria
Spotify depende de las playlists para sobrevivir, manipular a sus escuchas, conmoverlos, mantenerlos entretenidos, comprometidos y conectados. Con el fin de defenderse de sus principales competidores (Apple Music, Pandora, Deezer, Amazon), Daniel Ek decidió convertir su empresa en una de recomendaciones musicales, en lugar de ser un simple distribuidor.
El poder de Spotify se expresa en sus listas de recomendaciones, las cuales pueden ser creadas por IA o por empleados humanos de la empresa que hacen colecciones de canciones; algunas tienen millones de seguidores, con lo que se vuelven recursos poderosos e influyentes para hacer que la gente escuche determinadas cosas.
El algoritmo de Spotify depende de tres características: contenido lírico y lenguaje, características de las canciones y hábitos de escucha del pasado. Las listas personalizadas seleccionan canciones afines a lo que uno escucha. Éstas pueden tener carácter específico (romántico, para bailar, para estar triste) o general. Además está la función Autoplay, que se encarga de imponer al escucha música cuando termina de oír una selección de canciones o un álbum, para no dejar un vacío. La nueva opción que se ofrece es un DJ, una inteligencia artificial (IA) que programa música e interrumpe para comentar y supuestamente informar respecto a lo que se ha elegido, alternando canciones conocidas y nuevas, también en función del historial del usuario.
Para todo esto es importante tratar de discernir qué es un algoritmo, esa invocación extraña que utilizamos para referirnos a lo que sucede al interior de esas cajas negras ineluctables, donde nuestra información personal se transforma en las recomendaciones o imposiciones que ofrecen los servicios y plataformas digitales de nuestra vida en línea. En este caso, como en el de Netflix y otros recursos, se trata de reunir la información que las aplicaciones rastrean para espiar comportamientos, actividades, preferencias, lo que más escuchamos, nuestras relaciones con otros usua-rios, los dispositivos que usamos, si nos gusta experimentar cosas nuevas o preferimos lo viejo y conocido, así como localización, horarios en que elegimos cierta música, nuestras fusiones favoritas, las que rechazamos y quién sabe cuántos datos personales más. Esta información se usa para calcular factores que supuestamente son un fiel retrato de nuestro gusto. Es de imaginar que pronto habrá más herramientas de IA involucradas en anticipar y moldear nuestros deseos. Lo que sí es claro es que las recomendaciones siempre se inclinan por lo más convencional, menos provocador y rara vez tratan de incitar al escucha a ir más allá o salir de su zona de confort.
Otra labor para los algoritmos consiste en hacer que reconozcan y clasifiquen la música, lo cual no resulta tan sencillo y no basta con analizar el sonido, ritmo, instrumentación o letra. La clasificación se lleva a cabo a partir de diversos elementos que incluyen el sonido, pero también contexto, historia y quién escucha.
Así apareció este concepto de clusters, que es una forma de clasificar y organizar la música por coincidencias estilísticas, instrumentales, de procedencia y de contexto, entre otras variables —que pueden coincidir con el concepto de género. Spotify cuenta con un experto en estas clasificaciones, Glenn McDonald, que ha creado un auténtico mapa de estos clusters en donde propone seis mil distinciones para clasificar música en el sitio: https://everynoise.com/
IMPOSTORES ARTIFICIALES
Y CREADORES FALSIFICADOS
El 9 de mayo de 2023, Forbes reportó que Spotify había retirado 7 por ciento de canciones generadas con IA por el servicio Boomy (un sitio en el que se pueden componer canciones con sólo elegir algunas características y con la posibilidad de editar, hacer arreglos, incluir voces o instrumentos), lo que representa decenas de miles de canciones. La empresa respondió así a Universal, que se quejó porque Boomy estaba usando bots para incrementar el número de streams. Boomy permite crear música y ayuda a los autores a subir sus piezas a varias plataformas, a cambio de un porcentaje de regalías (usualmente, el 20 por ciento, aunque los derechos de lo que se crea en Boo-my pertenecen a la plataforma).
De esta manera, en poco tiempo se han generado más de 14 millones de canciones (el 13.83 por ciento de toda la música grabada en el mundo, según ellos). El problema explotó cuando alguien posteó en TikTok una canción que hizo con IA a partir de música de The Weeknd y Drake, con la cual alcanzó a tener millones de streams antes de ser retirada de las plataformas. Por ahora, la autoría de la música realizada con herramientas de IA está siendo evaluada y las leyes cambiarán sin duda en un futuro cercano, para regular el uso de algoritmos y la incorporación de fragmentos de canciones, voces o instrumentos de músicos humanos en composiciones generadas a través de IA. Spotify está en pláticas con Boomy para aprobar el regreso de la música retirada, mientras que este último servicio prepara un juego de herramientas para permitir a los usuarios crear sus propias canciones al fusionar música existente o al generar piezas en cualquier estilo (una de las apuestas de la empresa consiste en ofrecer a los usuarios la posibilidad de crear su propia música, así la plataforma podría monetizar doblemente).
Spotify comenzó a utilizar IA desde 2013, tanto para análisis acústico como para crear listas, como sus Release Radar, Discover Weekly y Daily Mix.
El año pasado Music Business Worldwide (MBW) reveló que Spotify estaba comisionando música (alguna mediante IA y otra por contratistas humanos) con la intención de intercalar composiciones de artistas falsos en las listas de recomendaciones más exitosas y de esa manera no pagar regalías por canciones tocadas millones de veces. Spotify respondió de manera enérgica: “No creamos y nunca hemos creado artistas ‘falsos’ para ponerlos en nuestras listas de reproducción” “Categóricamente falso, punto final. No poseemos los derechos, no somos un sello, toda nuestra música tiene licencia de los titulares de los derechos y les pagamos, no nos pagamos a nosotros mismos”.
Esta negativa de ningún modo resolvió el escándalo. Es difícil demostrar que un músico no existe, pero es muy sospechoso que un artista tenga una o varias canciones con millones de streams (únicamente en Spotify) y ninguna otra presencia en el mundo de la música, los conciertos, internet, las redes sociales, SoundCloud o la vida real. Es posible, aunque resulta poco probable, que músicos misteriosos que se han embolsado millones de dólares en pago por cientos de millones de streams no sean cazados por disqueras y agentes.
Los presuntos músicos falsos están principalmente en las listas de estilo instrumental, electrónica, ambiental, atmosférica, chill, Deep Sleep, Peaceful Piano, Yoga Music, Music for Meditation. Deep Watch, una banda con cinco canciones en Spotify, no tiene presencia en la red, ni biografía (¿qué?, ni que fueran los Residents), ni conciertos, pero suma casi 50 millones de streams, por haber sido incluida en la lista Ambient Chill, inmediatamente después de una pieza de Max Richter. Según la investigación de MBW, quizá buena parte de las canciones más populares de creadores desconocidos como Deep Watch, Piotr Miteska y Karin Borg son obra de dos produc-tores que trabajan en Estocolmo: Andreas Romdhane y Josef Svedlund (alias Quiz y Larossi), quienes tienen una larga y prolífica carrera trabajando para artistas famosos.
Del mismo modo, la productora de música para cine y televisión Epidemic Sound, que representa a una cincuentena de los músicos que trabajan bajo seudónimos y cuenta con uno de los principales inversionistas de Spotify (Creandum), probablemente haya sido contratada para crear música para Spotify a través de alguna compañía fantasma. De acuerdo con MBW, los artistas falsos han generado más de 500 millones de streams. Spotify declaró que el éxito de sus listas de "estados de ánimo" y la continua demanda de material instrumental y ambiental los ha llevado a buscar músicos para incluirlos en sus exitosas listas. Utilizar músicos falsos (humanos e IA) es en particular irritante para los miles de creadores que apenas ganan centavos cada año por sus streams (especialmente en las categorías de música atmosférica y de estados de ánimo) y son ignorados por la empresa que prefiere incluir en sus listas más populares a sus protegidos hechos en casa.
Aparte del dilema que representa la música generada por IA, tenemos también el de la música escuchada por bots, es decir, piezas que son repetidas por algoritmos una y otra vez con la intención de manipular el sistema de regalías. Esto fue lo que dio lugar a la queja de Universal contra Boomy. El Centre National de la Musique detectó en 2021 que, en Francia, entre el uno y el dos por ciento del streaming es responsabilidad de bots.
Pasamos de un tiempo en que los músicos no recibían ni un centavo a la actualidad, cuando se les recompensa con milésimas de centavo en un sistema legal
MATARON A LOS PIRATAS
Y AHORA TODOS SOMOS REHENES
Como otras empresas de alta tecnología, Spotify vive en la paradoja: vale 23 mil millones de dólares y nunca ha tenido ganancias. En 2017 registró un déficit de 1.5 mil millones de dólares y en 2022 las pérdidas fueron de 236 millones de dólares. Sin embargo, el servicio tiene hoy 433 millones de usuarios, cien millones de ellos acti-vos diariamente. El año pasado Spotify pagó 2.48 mil millones de dólares en regalías a los propietarios de derechos de las canciones (en esencia, los tres grandes). Al inicio de los años setenta se producían anualmente unos cinco mil discos en Estados Unidos, en 2013 la cifra llegó a 40 mil 541 elepés. Hoy se agrega un promedio de cien mil canciones diarias a Spotify.
Estas cifras no causan más que vértigo y una sensación que va de la angustia a la risa. Es un ejemplo de la desproporción inasible de los fenómenos culturales en un tiempo de reproducción digital. Spotify tiene más de cien millones de canciones en su catálogo, millones de ellas nunca han sido escuchadas ni tocadas. Hay un archivo completo de canciones ignoradas en forgotify.com. Así, más que una democratización y popularización de la música, vivimos una verdadera masificación del olvido.
El streaming se planteaba como una alternativa honesta frente a la piratería, una opción eficiente y justa para los creadores. Sin embargo, pasamos de un tiempo en que los músicos no recibían ni un centavo de su trabajo a la actualidad, cuando se les recompensa con milésimas de centavo en un sistema perfectamente legal, que sólo nutre la voracidad corporativa y ex-plota a los creadores. El establecimiento de sistemas de membresía y pago no solamente ha cimentado la depredación, sino que ha venido a clavarle la estaca en el pecho al espíritu rebelde y disidente de la música y del ciber-espacio. Las revoluciones musicales son espontáneas e impredecibles, suceden sin programa ni agencias de
publicidad. En estos años turbulentos, amargos y confusos debe aparecer una corriente artística que refleje la ignominia, el desconsuelo y la rabia de lo cotidiano. Lo único que nos queda es esperar que la spotificación del espíritu no haya aniquilado del todo la resistencia y la creatividad.