Asteroid City, de Wes Anderson

FILO LUMINOSO

ASTEROID CITY, Foto: theobjective.com

Leyendo acerca de la obra literaria del escritor Emmanuel Carrère y su decisión de hacer literatura exclusivamente a partir de “la verdad”, pienso en que nada podría ser más antagónico a su búsqueda que el estilo de Wes Anderson y su manera de construir a partir del artificio puro y de la ilusión cinematográfica.

Este cineasta ha creado un universo intensamente personal, dominado por un humor seco, habitado por personajes en esencia inexpresivos, tiesos, que parlotean diálogos caricaturales en paisajes decorados con paletas de color tan consistentes y dominantes que ni un detalle escapa de su homogeneidad. Pero especialmente, Anderson está obsesionado con transformar el espacio en una especie de lienzo, al ignorar en gran medida el eje de la profundidad y concentrarse en un espacio bidimensional, con desplazamientos o travellings paralelos a la pantalla, como si se tratara de una escenografía o bien de un diorama. La “verdad” no puede ser más que una curiosidad exótica en Andersonlandia.

Asteroid City (coescrita por Anderson y Roman Coppola) comienza con un falso documental en blanco y negro (en formato académico), en el que un conductor (Bryan Cranston) habla de una “Nueva obra para el escenario americano”, escrita por un arthurmilleriano Conrad Earp (Edward Norton) en septiembre de 1955: “un drama imaginario, con personajes ficticios, un texto hipotético y eventos que son una fabricación apócrifa”. De este modo se establece un mundo “real” del que surge la invención: un paraje en el suroeste estadunidense que sirve como escenario para la sobreestetización de la apariencia, la moda y el carácter de la Guerra Fría (se trata de un tiempo de paranoia, ambiciones espaciales y euforia por las visitas extraterrestres).

ESTO DA PASO a imágenes en paradójicos colores pastel, a la vez deslumbrantes y gastados, en un formato panorámico y una dinámica meramente cinematográfica. Asteroid City es una obra de teatro dentro de un reportaje documental televisivo dentro de una película. Este dispositivo híbrido, donde nada es lo que parece, tiene como función celebrar la noción de narrar historias.

No obstante, Anderson entreteje con más fervor que interés una serie de tramas abigarradas que suceden en Asteroid City, una población en medio del desierto (rodeada de ecos falsificados de Monument Valley), con una sola tienda (que entre otras cosas vende martinis hechos con una máquina), un motel, un taller-gasolinería y una rampa de carretera que no va a ningún lado. Lejos de ser una ciudad, esta población inexistente tiene sólo 87 habitantes y sus únicos atractivos son un cráter y un observatorio, además de estar cerca de Los Álamos y las pruebas de bombas atómicas. Pero también es la sede de una convención de “jóvenes observadores de las estrellas y cadetes espaciales”.

Entre los padres y madres que acompañan a sus hijos están Augie Steenbeck (Jason Schwartzman), un fotógrafo de guerra que perdió a su esposa tres semanas antes y lleva sus cenizas en un tupperware, pero no les ha dado la noticia a sus cuatro hijos, y la estrella de cine Midge Campbell (Scarlett Johansson), que acompaña a su hija. La convención de niños genio deriva en el confinamiento militar de Asteroid City, en un nada velado guiño a la pandemia, el miedo, el encierro, los rumores y la amenaza de lo desconocido.

La mezcla pierde contundencia cómica. Pocas veces tantos chistes sonaron huecos como en este filme

Anderson siente la necesidad de informarnos acerca del presunto autor de la trama (por su deseo de dar una perspectiva del mundo teatral y cinematográfico a mediados de los años cincuenta). Asimismo, desata media docena de historias que se disparan hacia distintas direcciones, incluyendo el espacio exterior, con una visita interplanetaria que recuerda vagamente a Nope, de Jordan Peele (2022).

Los temas del director vuelven como una especie de vieja infección recurrente e incurable: las dudas y necedades de la paternidad y los niños precoces e introvertidos (Los excéntricos Tenenbaums, 2001), los amoríos ingenuos y puros entre jóvenes (Un reino bajo la luna, 2012), así como los romances entre “personas catastróficamente heridas que no expresan la profundidad de su dolor porque no quieren”, como dice Midge.

ESTAS HISTORIAS, más que construir un mundo, parecen citas y referencias a la propia obra de Anderson, lo que da lugar a una cacofonía de temas que se suponen interesantes y terminan en un ping-pong verbal medianamente entretenido. Las subtramas nos llevan de un lado a otro de la fantasía, rompiendo la barrera entre los formatos, violando la cuarta pared, transitando del color al blanco y negro, peregrinando del desierto a un chalet en las montañas, donde Earp teclea el guion enfebrecidamente y los actores revelan sus inquietudes, ambiciones y técnicas (tratando de dar algo de credibilidad y fidelidad a la época de oro del method acting).

Al mostrarnos cómo funciona el mecanismo de este dispositivo narrativo, Anderson oculta en cierta medi-da la auténtica naturaleza de su trabajo: su fijación compulsiva por la mitología hollywoodense, que se traduce en incluir a las estrellas de la lista A del momento. Están por un lado sus actores habituales, entre ellos, Tilda Swinton y Jeffrey Wright, por otro lado los que aparecen por primera vez en su cine, como Tom Hanks y Steve Carell, y por último los que aparecen en cameos, como Matt Dillon y Jeff Goldblum.

Anderson está obsesionado con los encuadres, la geometría y la precisión al componer cada escena (con la ayuda de su director de fotografía, Robert Yeoman), así como con las cadencias gélidas de sus diálogos. Abundan las pantallas divididas, los contrapuntos visuales y los sofisticados juegos que hacen de cada escena un caleidoscopio (especialmente los diálogos entre Midge y Augie, desde las ventanas de sus cabañas). La estética de Anderson ha logrado penetrar la cultura popular y aparte de influenciar a numerosos directores ha impregnado la forma en que vemos y entendemos el cine. Radiante, colorida y analgésica, ya forma parte del imagi-nario del siglo XXI.

El tono de comedia en su obra siempre está inoculado por la nostalgia y una puntillosa extravagancia, aunque en este caso la mezcla estridente de elementos pierde su contundencia cómica. Pocas veces tantos chistes sonaron huecos como en este filme. El humor se pierde en la arena española donde se filmaron algunos de los más famosos spaguetti westerns. La destreza de Wes Anderson es saber falsificar episodios pseudohistóricos y recorrer el imaginario icónico del pasado (los disturbios estudiantiles de París en The French Dispatch, 2021; las aventuras de Jacques Costeau en La vida acuática con Steve Zissou, 2004; la elegancia decadente de la Europa Central en El gran hotel Budapest, 2014; y en Asteroid City, la ansiedad atómica y la promesa espacial de la posguerra mundial), confeccionando caricaturas fetichistas, manieristas y vaporosas, sin molestarse con la materialidad de lo real.