El oligarca Prigozhin no tiene quien le escriba

Hacia el final del mes de junio, una noticia sacudió la campaña criminal del régimen de Vladímir Putin contra Ucrania, tras dieciséis meses de mantener la invasión bélica a este país y sus ataques indiscriminados, sin distinguir objetivos militares o civiles. Su ariete ha sido el Grupo Wagner —literalmente, un ejército a sueldo que ha reclutado a decenas de miles de mercenarios y exconvictos dispuestos a todo—; sin embargo, esta vez se rebeló contra su contratista principal del Kremlin. La escritora barcelonesa Marta Rebón comparte su análisis

Yevgueni Prigozhin (1961). Foto: inkl.com > Arte Digital > La Razón > Staff

La definición de Rusia más conocida y citada es la que dio Churchill en 1939 ante un micrófono de la BBC. Incapaz de entender qué había movido al Kremlin a rubricar el pacto de no agresión con Alemania, el inminente primer ministro dejó para la posteridad esa célebre pirueta retórica en que describía al país como un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma, evocando el mecanismo de las matrioshkas. En Occidente, lo que se dirimía entonces en las altas esferas soviéticas era una incógnita indescifrable, al igual que el destino de aquel territorio pantagruélico de once husos horarios que amenazaba con sus propias reglas. Desde entonces las cosas han cambiado poco: cuando se cree saber hacia dónde se encamina su actual política, con cada nuevo paso se nos obliga a regresar a la casilla de salida, a la cita de Churchill.

Así ocurrió el pasado 24 de junio con el amago de motín del Grupo de mercenarios Wagner, que llegó a plantarse a unos doscientos kilómetros de Moscú sin encontrar apenas resistencia. Las autoridades rusas reaccionaron fieles a su modus operandi: negar lo evidente, declarar una cosa ahora y la contraria poco después, amenazar a diestro y siniestro, acusar a Occidente de todos sus males. La misma táctica distractiva siguió a la tragedia medioambiental a raíz de la voladura de la presa de Kajovka o, a principios de la invasión, con el asesinato de los civiles refugiados en el teatro de Mariúpol, cuya estructura calcinada cubrieron luego con una lona con las efigies de Pushkin y Tolstói.

Las autoridades reaccionaron fieles a su modus operandi: negar lo evidente, declarar una cosa ahora y la contraria después

CUANDO ME PROPUSE ESCRIBIR sobre la crisis provocada por el Grupo Wagner, cada vez que escribía un párrafo, éste quedaba desfasado enseguida por un nuevo giro argumental.

Por lo demás, era demasiado tentador identificar fisuras en Moscú. Dicen los estudios que, por lo que respecta a las dinámicas de liderazgo autoritario, “una abrumadora mayoría de dictadores pierde el poder por los que están dentro de palacio y no por las masas de afuera”, y todo parece indicar que esta fórmula es la que aguarda a Vladímir Putin —si la biología no pronuncia antes su palabra—, después de dos décadas dedicado a desmantelar la sociedad civil y la prensa independiente. ¿Qué vendrá después, cuando falte el original? ¿Más putinismo? Suele pasar con autócratas consolidados: desaparece el fundador, pero permanece la estructura. La columna de tanques desde el sur con destino a Moscú hizo vislumbrar el desenlace, y por unas horas configuró fugazmente un marco mental inaudito en la historia de este siglo: la posibilidad de una Rusia sin su actual presidente.

Tal vez era algo que se palpaba en el ambiente, pero es curioso que en un reciente libro del periodista y exdiplomático ruso Alexander Baúnov, titulado Konets rezhima. Kak zakonchilis tri evropeiskie diktaturi (El fin del régimen: cómo acabaron tres dictaduras europeas), a partir de los ejemplos español, portugués y griego, se nos invite a imaginar el punto final (o aparte) del actual régimen ruso, sin decirlo así de abiertamente.

Hay algo místico tanto en el ascenso de los dictadores al poder como en su caída —apunta en el prólogo—. Hasta hace poco tiempo uno era una persona normal, como todos los demás, y de pronto, al igual que un dios de la antigüedad, se encuentra dirigiendo el destino de quienes lo rodean, y la mayoría lo acepta como algo natural, incapaz de oponerse. O, por el contrario, justo cuando todo era obediencia con sólo mover un dedo, de repente, como en una pesadilla [...] los timbres no suenan, las llaves no giran, los botones no se presionan, las manos y los pies desobedecen. ¿Cómo se desvanece el poder, adónde y por qué se va?

Parche del Grupo Wagner

La teoría de Baúnov es que el dictador es un funámbulo que se sostiene en pie sobre el cable gracias a un delicado equilibrio de fuerzas. “Parece que está sentado en el trono, pero en realidad es un equilibrista. Para mantener ese equilibrio, él mismo debe cambiar, acercándose sin querer a su propio final”, añade. Y en el momento en que más se pone a prueba esa autocracia es cuando debe acomodar la nueva generación que crece dentro, cuando lo viejo y lo nuevo se mezclan. Lo vemos en Teherán y Tel Aviv. Lo vimos en Minsk o, en la década pasada, en los países árabes. Son cuestiones, éstas del poder, que nos atormentan, especialmente en nuestro siglo, cuyas formas de autoritarismo se pueden ejercer de forma tanto sofisticada como brutal, a golpe de porra o de decreto ley, rastreando las calles y las redes.

DESDE SU PRIMER MANDATO, Putin se erigió como el epítome del spin dictator —en la terminología de Sergei Gúriev y Daniel Treisman—; esto es, el “dictador manipulador”, el mandatario que basa su supervivencia en la desinformación y la propaganda en lugar de otros métodos más sanguinarios, como los del rehabilitado Stalin. Y cuando no hay más remedio que emplear la fuerza bruta, se hace de manera focalizada, a modo de mensaje para el resto.

Señala Treisman en un artículo reciente que Putin aumentó la represión precisamente a partir de 2012 porque el cambio generacional y los nuevos hábitos de consumo de la información se volvieron más difíciles de controlar, entrando así en una fase de demodernizatsia (desmodernización). Del control informativo se pasó al lenguaje del miedo. La reacción se ha constatado con el aumento de la emigración en los últimos años hasta (y desde) la invasión. A fines de 2021, el 84 por ciento de los encuestados por el Instituto Levada admitían que no expresaban sus opiniones políticas en público. Un año después, se arrestaba a quien sostuviera un folio en blanco en la vía pública o un ejemplar de Guerra y paz a modo de protesta contra la operación especial en Ucrania. Como recuerda Alexander Etkind en su último ensayo (Russia Against Modernity, Polity Press, 2023),

... toda guerra invierte el orden natural de las cosas: los hijos mueren y los padres lloran, y no al revés. Cada guerra pone en primer plano el problema de las generaciones. Iván Turguéniev escribió Padres e hijos, el análisis literario paradigmático de esta cuestión, tras la guerra de Crimea.

Vladímir Putin (1952).

LO DESOLADOR PARA RUSIA es que la pérdida transitoria de ese equilibrio llegó de la mano de un criminal de guerra, Yevgueni Prigozhin. Y lo más desconcertante no fue la huida hacia delante del oligarca exconvicto, cuyo emporio militar en Ucrania tenía fecha de caducidad después de la ley que obligaba a todos los mercenarios a supeditarse al Ministerio de Defensa, sino la reacción del Kremlin —silencio, incomparecencias, toma de medidas a la desesperada, como la de bloquear el paso a los carros de combate con excavadoras—, todo ello secundado por la confusión reinante en los canales de propaganda estatales. Hasta que, por fin, Putin se dirigió a la nación con un discurso más fuera de lugar si cabe, con las recurrentes alusiones a la historia rusa, a los traumas nacionales y a la recurrente amenaza: aprés moi, le déluge (“después de mí, el diluvio”), que Dostoievski interpretaría en Los hermanos Karamázov como “ya puede arder el mundo, mientras a mí me vaya bien”.

Con todo, de la pantalla se desprendía —o quisimos ver, pues era más un deseo que una realidad, dicho sea de paso— la sensación de que, por un momento, la nave no tenía capitán. A la vista de los hechos en Rostov del Don que se difundían por los canales de Telegram era imposible afirmar que vsio idiot po planu (“todo va según el plan”), como la canción de una de las primeras bandas punk de los ochenta, Grazhdánskaia Oborona. La población, en cualquier caso, no salió a las calles a defender sus instituciones, como en 1991, tal vez porque intuía que aquella bravuconería no iba con ellos, sino que era un ajuste de cuentas entre mafiosos. El dictador bielorruso, que medió entre Putin y Prigozhin, ofreció una rueda de prensa en que utilizó vocabulario del hampa soviética, como cuando afirmó que Putin quería “romperle los huesos” (zamochit) a Prigozhin, al más puro estilo del lumpen carcelario que describió Varlam Shalámov en el último volumen de Relatos de Kolimá, titulado Ensayos sobre el mundo del hampa (Minúscula, 2017).

El mensaje breve de Putin ante la cámara me recordó ese capítulo de El príncipe de Maquiavelo que bien podría haberse titulado “El zorro y el león”, por las dos cualidades que debe mostrar un gobernante cuando la ley no basta y se da paso a la fuerza: hay que oscilar entre la astucia del primero y la fuerza del segundo, “porque el león no sabe protegerse de las trampas, y el zorro no sabe protegerse de los lobos”. Putin comparó la intentona “al golpe asestado en Rusia en 1917, cuando el país luchaba en la Primera Guerra Mundial y le arrebataron la victoria: intrigas, disputas y maniobras políticas a espaldas del ejército y de la nación se convirtieron en la mayor de las convulsiones”. Ahí estaba el príncipe de Leningrado protegiéndose de trampas y lobos.

Con la intervención de Aleksandr Lukashenko, la rebelión acabó en perdón magnánimo y exilio, fórmula de sobra conocida en la larga historia mundial de golpes y rebeliones de las élites, es decir, cuando lo que se persigue no es destronar al monarca sino resarcir tensiones internas, en este caso contra la cúpula del Ministerio de Defensa. Así se libera la presión acumulada, se revisan lealtades y se reconfigura la pirámide de poder.

A la vista de los hechos que se difundían por Telegram era imposible afirmar que vsio idiot po planu (“todo va según el plan”), como la canción de una de las primeras bandas punk

EL LEVIATÁN RUSO —véase la película homónima de Andréi Zviáguintsev— pasó a deglutir el imperio económi-co y de comunicación de Prigozhin, el Pugachev caído. Se le creía en Bielorrusia, pero su perfil fanfarrón no asomó en los días siguientes por ninguna parte, sólo afloró una nota de voz, como enviada del más allá. Se dice que viajó en avión entre Moscú y San Petersburgo, y que no estaba donde debía según lo acordado. Prigozhin se convirtió en una versión del gato de Schrödinger: vivo o muerto, en Rusia o en Bielorrusia, ambos estados eran igual de factibles.

En realidad, se requerían algunos días de transición antes de iniciar la campaña de descrédito, pues hasta antes del 24 de junio se le había encumbrado a héroe nacional. ¿Y si Prigozhin hubiera liderado la columna hacia Kyiv de febrero del año pasado? Transcurrido un tiempo prudencial, su propia granja de trolls (la misma que interfirió en las presidenciales estadunidenses) ahora difama a su creador, y el resto de medios ha difundido las imágenes del registro de su residencia versallesca, la colección de pelucas y barbas postizas, los fajos de billetes y los selfies de actor de película de serie B. De señor de la guerra ha pasado a meme.

Mientras escribo estas líneas, el portavoz del Kremlin, Dmitri Peskov, acaba de declarar que Putin se reunió con el jefe de Wagner, además de con otros treinta y cinco invitados, incluidos comandantes de las unidades, cinco días después de la rebelión, cuando se les suponía dentro del territorio bielorruso. Otra vuelta de tuerca. Más versiones contradictorias. Todos cerraron filas, se afirma oficialmente, en torno del líder. Error de sistema y reinicio.

Churchill creía que la única clave para desentrañar el acertijo ruso era el “interés nacional”. ¿Tiene Rusia realmente un interés nacional más allá de las “amenazas percibidas” y los “riesgos existenciales” que justificarían los crímenes de guerra? ¿Su interés nacional es descolgarse del siglo XXI, aislada y autocomplacida, hacia un nuevo Estancamiento, esa era que inauguró Leonid Brézhnev en la que, como sucedáneo de un futuro radiante, se resucitó el culto a la Gran Guerra Patriótica? ¿Es la guerra declarada a su próxima generación, que desde la escuela ya recibe lecciones de orgullo nacional y sacrificio a la madre patria para futuras guerras, internas o externas, en lugar de soñar en libertad?

Como ha apuntado Ian Garner en su detallado estudio sobre la ideologización de la juventud rusa en Z Generation (Hurst Publishers, 2023), poco tiempo después de publicar uno sobre el mito de Stalingrado (Stalingrad Lives!, McGill-Queen’s University Press, 2022), “los regímenes fascistas no pueden durar para siempre.

Pero erradicar una mentalidad fascista que se extiende y existe más allá de los límites de las instituciones del Estado y del partido es un nuevo desafío”. En el siglo XIX, Gógol se hizo la misma pregunta en Las almas muertas: “Rusia, ¿adónde vuelas? Contesta. Pero no lo hace”.

Mientras escribo, el portavoz del Kremlin acaba de declarar que Putin se reunió con el jefe de Wagner cinco días después de la rebelión, cuando se le suponía dentro del territorio bielorruso

CON SUS FRASES afiligranadas como un arabesco que tanto deslumbraron a Nabokov, Gógol mostró un país corrupto y vacío, donde la sustancia era una ilusión. El protagonista, Chíchikov, surcaba el paisaje de provincias comprando siervos muertos: hecha la ley, hecha la trampa. La Rusia de 2023 vuela a ninguna parte. El russki mir (“mundo ruso”) ahora está asociado a la geografía del terror de Bucha o Mariúpol, al secuestro de niños ucranianos, a los desfiles militares y a los menores de edad disfrazados de combatientes y enfermeras de la Gran Guerra Patriótica, al calor de una promesa de futuro hueca, como la moral de Chíchikov. “Todo es engaño, todo es un sueño, ¡nada es lo que parece!”, concluye el narrador del relato “La perspectiva Nevski”.

Lo inquietante para Rusia, añado, es que el interés nacional no es más que la pervivencia de su cleptocracia, la cual ha encontrado el camuflaje perfecto en el kitsch de las conmemoraciones. Un año antes de la anexión de Crimea, Svetlana Alexiévich publicó su última obra, Vremia sekond jend, literalmente “Tiempo de segunda mano” (los lectores encontrarán la traducción al español con el título El fin del “homo sovieticus”). Vivía en Tánger cuando traduje esa misma obra al catalán y recuerdo que en el prólogo la autora explicaba qué era ese “tiempo de segunda mano”: un tiempo no auténtico, un tiempo de prestado, una ficción postiza.

Una fuerte nostalgia de la Unión Soviética se ha ido extendiendo por toda la sociedad. El culto a Stalin ha vuelto. La mitad de los jóvenes entre diecinueve y treinta años considera que Stalin fue “un gran dirigente político” [...] Ideas pasadas de moda vuelven con fuerza a la palestra pública: la del gran Imperio ruso, la de la “mano de hierro”, la de la “excepcionalidad de Rusia” [...] Hoy el presidente goza de un poder semejante al de los secretarios generales del Partido en tiempos soviéticos, un poder absoluto —añadía a continuación la premio Nobel bielorrusa, ahora en el exilio.

Citaba además a un autor ruso no tan conocido, Aleksandr Grin, que en vísperas de la revolución escribió: “Se diría que el futuro ha dejado de ocupar el espacio que le correspondía”.

CON LA INVASIÓN DE UCRANIA, Rusia certifica que a su futuro le ocurre ahora algo parecido. Está desubicado. Le ha dado la espalda. Del “tiempo de segunda mano” (vremia sekond jend) ha pasado a unos tiempos turbulentos (smútnoie vremia), como ya conociera en el pasado. Una inestabilidad interna que tal vez no se perciba desde fuera, pero que, cuando menos, exporta con esa misma tosquedad que sintetiza la palabra jamstvó, una palabra rusa de difícil traducción que el novelista Serguéi Dovlátov definió como “arrogancia y rudeza multiplicada por la impunidad”. Días después del motín se bombardeó a civiles en Kramatorsk con misiles Iskander. La versión oficial rusa es que el objetivo era el mando de la brigada de infantería motorizada número 56 de las Fuerzas Armadas de Ucrania. Además de los escritores colombianos heridos, entre los asesinados, otra autora: Victoria Amelina.