Sobre la conciencia afectiva

REDES NEURALES

Juan Villoro (1956).
Juan Villoro (1956). Foto: Cuartoscuro

Durante años, mi padre quiso mantener el orden en su biblioteca. Al final la segunda ley de la termodinámica impuso las condiciones: todo sistema transita a un estado de energía libre, caótico. Ya no era posible saber con exactitud en dónde encontrar un libro. Llegaban novedades editoriales y el librero se desbordaba; debíamos podarlo, como a un árbol. Nunca falta el visitante que saca un volumen y lo deja fuera de lugar tras manosearlo. El orden fue derruido lentamente por la abundancia y el descuido. Un día me retiré sin el libro que buscaba, pero hice un rastreo en la última esquina de la biblioteca. Mira, qué chistoso, me dije: no he leído este libro de Juan Villoro. Era Los once de la tribu.

Detenido ante la puerta, revisé el índice.

Eran textos sobre fútbol, música, cultura de masas. En esa época mi interés estaba lejos de la crónica periodística, y apenas descubría el género del ensayo. La noche navegable había sido un punto de reunión para mi familia. Era un libro que convocaba a mi mamá, quien nos acompañaba en la conversación, animada. El relato de “Yambalalón y sus siete perros” fue una revelación para todos porque sintetizaba la vocación realista y el amor por la fantasía. La síntesis era peligrosa para mi estabilidad emocional: sugería el final de lo fantástico y la inmersión inevitable en las contingencias de lo real. Mi padre y yo hacíamos corajes porque otro libro de relatos, Tiempo transcurrido, era ignorado por la crítica. A veces sentíamos que el propio Villoro no valoraba lo suficiente esa pequeña antología de crónicas imaginarias.

Quiero poner atención otra vez al recuerdo, antes de cambiar el tema: un muchacho de veintidós años está parado en la biblioteca, frente a la puerta, con un libro en las manos. Hay un calor terrible. Se oyen las risas de niños y adultos allá afuera, en la alberca. Pero el lector ya se ha metido en Los once de la tribu. Recorre las páginas del primer escrito, donde Villoro narra su desconcierto ante la figura pública y privada del padre: un filósofo con una obra memorable. Con precisión fenomenológica, Juan describe los sentimientos grises de una infancia en la que algo debía suceder, pero no sucedía. La vitalidad prometida no lograba gestarse.

La figura del mundo propone una negociación con el tiempo perdido. ¿Pero cómo trabajar la pérdida de un padre ausente?

EL PADRE DE JUAN era misterioso, pero su carácter frío, indiferente, contribuía a la tensión emocional en el hogar. No había una explicación para la distancia desproporcionada entre el padre y el hijo. El hijo no contaba con la explicación. Las cosas cambiaron cuando supo que la familia no podía viajar a Estados Unidos porque el filósofo tenía prohibida la entrada. Esa noticia despertó la fantasía de Juan. ¿Quién era su padre, realmente, para merecer el extraño honor de tal prohibición? ¿En qué sentido ese hombre dedicado a la filosofía ponía en peligro al imperio más poderoso del mundo? ¿Era algo así como un agente secreto en el disfraz de un profesor adusto y sobrio?

Villoro confiesa que el toque de fantasía mejoró la relación afectiva con su padre. Tal vez la capacidad para mirarnos como si fuéramos algo más —algo diferente a lo que somos— es un aspecto literario de la percepción cotidiana. ¿La creación artística surge en la frontera entre la racionalidad y las fantasías provocadas por el miedo, el odio o el deseo? Años después, encuentro un libro de Juan Villoro editado por Random House. Se titula La figura del mundo.

Han pasado décadas desde que leí Los once de la tribu, pero el autor es experto en crear estados ilusorios de familiaridad: conversas con el autor como si el encuentro previo hubiera dejado temas pendientes que han crecido bajo el radar de la conciencia, en la composta psicológica de la memoria. Aunque se trata de otro libro, Juan Villoro prosigue la conversación acerca de su padre, con atención a las pautas de comportamiento, a los detalles que dibujan su estilo de personalidad. “Cuando me habló de la Ley del Talión, lo malinterpreté y pensé que podía aplicarla en casa. Mi madre me dio un manazo y yo le di otro. Esa tarde, mi padre me arrestó en su cuarto. Después de unos minutos de silenciosa detención, en los que pensó con cuidado lo que debía decir, me aclaró, como si el futuro ya hubiera sucedido, que yo no volvería a agredir a mi madre y que debía pagar por lo que había hecho en el pasado (es decir, unas horas antes). Me puso las manos en la espalda y propinó unas nalgadas ejemplares”.

¿Es una autobiografía? La figura del mundo es una memoria relacional entrañable acerca del otro, desde la posición del testigo “solitario y subjetivo”. Según Villoro, para captar el sentido de una época la literatura no tiene otra vía de acceso más que la perspectiva del mirón aislado que aspira a que su versión sea compartida por otros, “transformada en materia común a través de la lectura”. Tengo confianza en el poder de los libros para crear comunidades; esto sucede cuando la experiencia literaria genera una sintonía intersubjetiva. Un estudio de Pauline Perez, en el Instituto del Cerebro de París, mostró que las narraciones sincronizan incluso nuestros ritmos biológicos —los ritmos del corazón. Estos cambios corporales, interoceptivos, son indispensables para formar las emociones literarias. Pero eso depende de la atención consciente que dedicamos al contenido del relato.

LA FIGURA DEL MUNDO busca una sincronización de largo aliento entre lectores solitarios que han vivido el anhelo de una presencia paterna. Es una evocación en torno a las posibilidades de un reencuentro imaginario con la familia, el sentido de una época, los sentimientos traspapelados. “Si la vida adulta es un espejo distorsionado de la infancia, no es difícil suponer que ahora hablo para sobreponerme al silencio que guardé en los años más importantes de mi vida”. La figura del mundo propone una negociación literaria con el tiempo perdido. ¿Pero cómo trabajar a la vez las pérdidas de una época, de un padre ausente, y de los sentimientos encubiertos? Villoro lo hace mediante el juego, por supuesto, pero lleva a su límite las posibilidades de un método que lleva a la creación de imágenes existenciales.

Ésta es mi hipótesis: el filósofo analiza en silencio las figuras del mundo y del intelecto. Su hijo, el escritor, hereda los paisajes analíticos, pero los sintetiza mediante escenas y aforismos narrativos que contienen, en escala, las claves para entender la forma del mundo que permanece afuera del libro. Cada capítulo actualiza los conflictos psicológicos y sociales de la hora, pero el sentido de los conflictos se cristaliza mediante escenas reflexivas. Son como imágenes con aspectos cognitivos, afectivos, históricos y contextuales. Cada escena propone una síntesis holográfica, si se me permite la metáfora. Si una fotografía se corta por la mitad, cada trozo muestra la mitad de la escena; en el caso de un holograma partido en dos, cada mitad muestra la escena completa. Mediante este juego intrincado de aforismos narrativos se consigue una síntesis que ya no puede romperse, porque si se rompe, cada fragmento literario contiene las pautas de la escena completa. Es el regalo de la literatura a la memoria autobiográfica.