Fluidos pegajosos

FETICHES ORDINARIOS

La saliva del camaleón, uno de los pegamentos más poderosos.
La saliva del camaleón, uno de los pegamentos más poderosos. Foto: nationalgeographic.com.es

Quizá porque nuestro cuerpo produce de forma natural excrecencias pegajosas nos hemos rendido a la fascinación de los adhesivos, a la fiebre un tanto lujuriosa del pegamento. La piel herida se restaura a sí misma a través de un tejido fibroso, pero en general las sustancias viscosas —como la miel y los aceites— contribuyen a su cicatrización, no sólo desde el punto de vista de la asepsia, sino como emplasto. En el box se recurre a la vaselina al menor corte de ceja, y hay evidencia de que nuestros antepasados utilizaban resinas naturales como bálsamo desde hace miles de años, incluso para sanar las llagas del alma. Lamerse las heridas puede ser una forma primitiva de autoconsuelo pero, al igual que los perros, confiamos en el poder de la saliva para curarnos a nosotros mismos.

Uno de los descubrimientos más significativos de la infancia radica en notar que secretamos pegamentos potenciales, colas básicas en las que las nociones de porquería y viscosidad se cargan de nuevos significados. Pese a su fijación variable, hay una edad en que ponemos a prueba las propiedades adhesivas de los desechos del cuerpo, mientras nos embadurnamos toda clase de ungüentos, derrames gelatinosos y siropes. ¿Quién no derrochó litros y litros de Resistol sólo para repetir la experiencia de pegar y despegar las palmas de las manos y crear una membrana semejante al pellejo? Acaso porque los años de formación se caracterizan por una receptividad omnímoda en la que todo se nos pega, la exploración del mundo y el descubrimiento del propio cuerpo confluyen en la maravilla de la adherencia. Buena parte del aprendizaje de esos primeros años consiste en desenvolvernos en un ambiente pegadizo y promiscuo, pringoso y contingente, en que la mengambrea se transforma en nuestro elemento.

LA CUALIDAD ADHERENTE de los fluidos corporales deriva de los coloides orgánicos de las proteínas. Todavía se preparan pegamentos a partir de fibras de origen animal, hirviendo tendones, pieles y pezuñas. La palabra colágeno deriva del griego κόλλα, que significa “pegamento”; si hoy casi hemos abandonado el uso de cola en esta acepción, tal vez responda a que el vocablo perdió elasticidad y se secó. Hace décadas que preferimos los adhesivos sintéticos, más versátiles y eficaces.

Aun cuando me gustaría llevar más lejos la conjetura del origen del pegamento como algo derivado del cuerpo, no existen evidencias prehistóricas del uso pegajoso de los mocos, el esperma o la baba. El primer pegamento conocido es de origen vegetal y se remonta al Pleistoceno, cuando los neandertales emplearon brea de corteza de abedul para fabricar hachas. El procedimiento requería del dominio del fuego y de conocer las propiedades de las materias primas, y no sólo llama la atención la habilidad tecnológica para su destilado en época tan remota (hace doscientos mil años), sino que ese gluten primigenio se utilizara para unir materiales disímbolos, como la piedra y la madera, antes que para reparar lo roto. El mundo era quizá demasiado joven entonces para que hubiera cosas partidas o quebradas; tal vez el concepto naciente de pegamento apuntaba sólo a la unión y la amalgama, en vista de que todo estaba por inventarse.

Todavía se preparan pegamentos a partir de fibras de origen animal, hirviendo tendones

Según Pascal Picq y otros paleoantropólogos, las herramientas de los humanos antiguos, muchas de ellas copiadas o tomadas en préstamo por los demás linajes humanos, no son meras prolongaciones de nuestras capacidades naturales, sino parte de un sistema coevolutivo en el que interactúan la biología, la cognición, la técnica y la sociedad. Los pegamentos primitivos, al posibilitar la elaboración de utensilios cada vez más sofisticados que garantizaron nuestra supervivencia, estarían trenzados no sólo a nuestra cosmovisión, sino también, de una forma que va más allá de lo metafórico, a nuestro ADN.

Se conocen toda suerte de gomas, resinas, látex, betunes, almidones y chapopotes con los que se ha experimentado a la largo de la historia. En épocas precolombinas uno de los pegamentos más socorridos fue el tzácuhtli, un polvo blanco que se obtiene de los bulbos de ciertas orquídeas y que, entre otras cosas, posibilitó la elaboración del papel amate y la expansión del arte plumario. Francisco Hernández, en su

Historia de las plantas de la Nueva España, lo describe como “un gluten excelente y muy tenaz”, que poseía además propiedades medicinales contra la disentería y la “demasiada laxitud”. Fernando Martínez Cortés le dedicó un estudio amplio y pormenorizado al tema: Pegamentos, gomas y resinas en el México prehispánico. Allí refiere que la empresa Resistol S. A. practicó exámenes a los tubérculos y concluyó que su adhesividad era “elemental”.

NO ES CASUALIDAD que las plantas epífitas y parásitas, las cuales han desarrollado mecanismos de adhesión para fijarse a sus huéspedes, sean fuentes pródigas en pegamento. Además de las orquídeas, el muérdago blanco (viscum album), que se propaga a través de la sustancia pegajosa de sus bayas (la viscina, un adhesivo natural de celulosa que se ha empleado desde tiempos inmemoriales), se perfila como un superpegamento biomédico que podría aplicarse como sellador de heridas, pero que asimismo se adhiere asombrosamente a metales, vidrio y plásticos. (Las sustancias viscosas que fluyen de manera natural o mediante incisiones de una diversidad de vegetales pone en perspectiva la práctica todavía en boga, al menos en la franja subtropical que llamamos México, de pretender arreglar las fracturas y desperfectos con la sola ayuda de un chicle…).

El pegamento utilizado en las incrustaciones dentarias entre los mayas debía ser mucho más potente que el tzácuhtli y, además, insoluble; según las investigaciones de laboratorio, se producía a base de fosfato de calcio. Análisis del compuesto revelan que para adornar los dientes con piedras y metales preciosos (jade, turquesa y oro) se requería de la combinación de cerca de diez elementos.

En contraste con la búsqueda de transparencia e invisibilidad de la mayoría de los pegamentos actuales, el conocido arte japonés del kintsugi postula que las grietas y roturas de una pieza de cerámica forman parte de su historia y que, más que disimularlas, conviene ponerlas de manifiesto a la hora de repararlas, por ejemplo con un barniz de resina espolvoreado de oro o plata. En parte inspirado por la técnica del kintsugi, Severo Sarduy, en su libro El Cristo de la rue Jacob, hace un recorrido a lo largo de sus cicatrices y las resalta al delinearlas con la pluma. La “arqueología de la piel” del escritor cubano abre las puertas hacia una arqueología general de lo roto, a través de la cual las cosas que hemos salvado con pegamento contarían sus transformaciones y su historia.