Hace un siglo, en el tenso y culturalmente vital período entre guerras, el mundo de la física vivía un tiempo de entusiasmo, creatividad y posibilidades sin precedente, que pasó a conocerse como la era del knabenphysik o la “física de los niños” (un grupo en el que había muy pocas niñas), en la que jóvenes científicos compartían sus descubrimientos de mecánica cuántica entre Cambridge, Gotinga, Copenhague, Berkeley.
FÍSICA, QUÍMICA, ELECTRICIDAD y filosofía se entretejían para reinterpretar el mundo y reinventarlo. Esa efervescencia intelectual de pronto se encontró en medio de un nuevo conflicto mundial y la fabulosa riqueza de ideas se canalizó hacia la destrucción masiva.
Oppenheimer, la nueva película del maestro de la física cinematográfica, Christopher Nolan, es una reflexión sobre la ambigüedad del poder en la guerra, el amor, la amistad, el trabajo, la academia y la política. Es una cinta de afiliaciones, lealtades y ética en la que por un lado está la ciencia como eje de la Ilustración, símbolo de descubrimiento (tiempo, espacio, materia) y progreso (dominar la potencia del átomo), y por el otro aparece el uso destructor de la fuente de energía más asombrosa y las nuevas relaciones de poder que establece. J. Robert Oppenheimer encarna la ambición de ese tiempo de exuberancia científica: un neoyorquino judío de origen alemán, burgués del Upper West Side de Manhattan, brillante, solitario, introvertido, que viajó a Europa para sumergirse en la revolución de la física teórica que estaba teniendo lugar. El protagonista (interpretado con maestría y anacrónicas perforaciones en los oídos por Cillian Murphy) quien fue un excelente científico, administrador notable y hombre de una sensibilidad extraordinaria, también poseía un gran ego y deseaba estar en el centro del poder, como escribe Ray Monk en su biografía Inside The Center: The Life of J. Robert Oppenheimer. Al mismo tiempo creía en la justicia social y en la promesa del comunismo. Aunque estuvo cerca la militancia de izquierda (su hermano y las dos mujeres de su vida fueron comunistas: Jean Tatlock, vía Florence Pough y Kitty Harrison, interpretada por Emily Blunt), leyó El capital en alemán y trató de sindicalizar a sus colegas profesores, nunca fue miembro del partido. Sin embargo, resultó uno de los chivos expiatorios de la Guerra Fría, en gran medida por la campaña que lanzó en su contra Lewis Strauss (Robert Downey Jr.), aún más ególatra y manipulador que él, quien le tenía envidia y resentimiento (lo humilló públicamente por su ignorancia científica), además de padecer paranoia (¿qué demonios le dijo a Einstein a sus espaldas?).
Nolan cuenta la carrera para desarrollar la bomba atómica, cuyos secretos ya habían sido compartidos años antes de la guerra y tan sólo hacía falta resolver el rompecabezas. Pero en esta contienda los aliados tenían una ventaja: el antisemitismo nazi y el torpe prejuicio hi-tleriano de creer que la física cuántica era ciencia judía. ¿Cómo culpar a los científicos, especialmente judíos, de querer destruir Alemania, si sabían que el holocausto nazi estaba exterminando a millones de seres humanos? Sin embargo, el dilema moral del Proyecto Manhattan se acentuó con la rendición alemana y la decisión de lanzar la bomba contra Japón, que se encontraba prácticamente derrotado. Oppenheimer es designado, en apariencia a regañadientes, por el general Leslie Groves (Matt Damon) a dirigir el Proyecto Manhattan, que él decide llevar a una tierra que adoraba desde su primera visita en 1922, Los Álamos, en Nuevo México, donde causó irresponsablemente cientos de miles de víctimas por la radiación que afectó a comunidades vecinas y no tan cercanas.
CONSTRUIR Y UTILIZAR UNA BOMBA ATÓMICA es imaginado
por los idealistas como una forma de salvar vidas a costa de la destrucción masiva, con la ilusión de disuadir a cualquiera que deseara comenzar otra guerra. Oppenhei-mer sabía que esa amenaza tan sólo funcionaría hasta que el enemigo tuviera su propia bomba o apareciera una más poderosa. La ambigüedad de sus convicciones está presente en las palabras de Visnú en el Bhagavad Gita que él refraseó como: “Me he vuelto la muerte, destructor de mundos”, tras la prueba de Trinity.
Se convirtió en Padre de la bomba atómica pero también se volvió figura trágica por las acusaciones de espionaje
Nolan ha hecho, a partir de la biografía Prometeo americano, de Kai Bird y Martin J. Sherwin, una cinta sobre los monstruos que produce el sueño de la razón, como lo formuló Goya hace 225 años. Y para esto divide la cinta en dos narrativas: fisión, en color, y fusión, en blanco y negro, ambas editadas vertiginosamente, empleando saltos temporales que construyen la historia con imágenes fascinantes de Hoyte van Hoytema. La fisión consiste en romper el núcleo de un átomo y liberar energía, mientras la fusión tiene el mismo objetivo, pero se trata de combinar dos núcleos, lo que produce mucha más energía.
Oppenheimer (1904-1967) se convirtió en el padre de la bomba atómica, el hombre más famoso del mundo, retratado en portadas de las principales publicaciones. Pero también se volvió una figura trágica por las acusaciones de espionaje, y si bien fue satanizado por algunos y perdió su autorización de seguridad en 1954, las verdaderas víctimas fueron los científicos que, sin tener su fama, fueron amedrentados por cuestionar la hegemonía y política estadunidenses.
Nolan no se desvía mostrando los efectos de la bomba en Hiroshima y Nagasaki; se enfoca en la perspectiva y el arco dramático de Oppenheimer, que quedó patente en su reunión con Harry Truman (Gary Oldman): “Señor Presidente, siento que tengo sangre en las manos”. "No dejen entrar nunca más a ese científico chillón”. De ahí el paralelo con el mito de Prometeo, quien por dar el fuego a la humanidad fue castigado eternamente. Oppenheimer se opuso de origen a la bomba de hidrógeno o de fusión que proponía su colega Edward Teller (Benny Safdie) por ser un arma de genocidio masivo y eso también fue usado para acusarlo de traición, aunque luego cambió de parecer.
Oppenheimer será siempre el científico que aun sabiendo que existía una mínima probabilidad de que una fisión nuclear desatara un fenómeno a nivel planetario, que destruiría la Tierra, siguió adelante. En buena medida, el mundo de los años 40 se acabó y otro nuevo se construyó sobre las ruinas radioactivas: “El genio no puede ser regresado a la botella”. Hoy la amenaza que pesa sore la invasión rusa de Ucrania es nuclear y eso hace que el conflicto se siga extendiendo.
Resulta paradójico que esta película, que describe un período sórdido de la historia y el desarrollo de la bomba atómica, sea espectáculo veraniego. Y la ironía aumenta debido a la coincidencia de este estreno y el de Barbie, de Greta Gerwig, de forma en que la destrucción nuclear y la mercantilización fanática de un juguete ideológicamente ambiguo se vuelven una especie de ying y yang de la influencia militar, lúdica, intelectual, erótica, política y consumista estadunidense. Sirva esta obra no tanto como testamento de un mundo prenuclear sino como advertencia estridente para un mundo preInteligencia Artificial armada.