Con frecuencia miro a un pájaro solitario posado a la mitad de un cable que atraviesa la calle. Me pregunto cómo será observar desde allá arriba. La fragilidad solitaria de ese animalito me cuestiona. ¿Desde qué perspectiva observo el mundo? ¿De qué manera las lecturas me permiten mirar al mundo desde otras dimensiones?
A LO LARGO DE MI VIDA he disfrutado libros prestados, de biblioteca, comprados, extraídos. Intervine con ahínco el primero que me fascinó. Era sobre la historia de África, con fotografías en blanco y negro. Supongo que el estilo monocromático me intrigó y en un descuido me dediqué a rayar todos los espacios aburridos con crayolas de colores. En cuanto mamá descubrió mi empeño me lo arrebató de las manos y lo colocó en su lugar sin decir una palabra. Papá, que atesoraba su biblioteca, se tardaría años en descubrir mi travesura. Me aficioné a la lectura con Horacio Quiroga y sus inquietantes universos contenidos en “El almohadón de plumas” y “La gallina degollada”. Mamá solía leerme los Cuentos de la selva; yo leía a escondidas, una y otra vez, los que me estrujaban, sin importar las pesadillas, los temores nocturnos y los ruidos que, me parecía, salían de ese objeto maravilloso al que me introducía con naturalidad y del que me resultaba complicado salir. Ahí descubrí que, como dice la argentina Paulina Vinderman, leer es una manera de descorrer las cortinas de lo real, de iluminar los rincones oscuros de la existencia.
Durante mis primeros años procuré llegar al final de cada libro, aun sin disfrutarlo. Lo contrario me parecía una falta de respeto; imaginaba que el autor o la autora me miraban desconcertados ante mi rechazo. También creía que era de mala suerte abrir un mundo y luego cerrarlo antes del punto final, como si mi atrevimiento fuera a causar catástrofes inimaginables en aquel mundo ficticio que, según yo, seguramente estaría ocurriendo en una tierra ignota. Pronto me desprendí de esas supersticiones. Ya no me da pena arrancar el separador para ocuparlo en otro universo que me colme. Tampoco experimento vergüenza cuando un clásico al que se elogia con enjundia no me atrapa; prefiero dejarlo de lado y hallar algo que de verdad me estremezca. Y es que no todas las lecturas son para todos. Cada quien construye su propia personalidad lectora y a veces es mejor dejar pasar libros que simplemente no dan un hachazo a nuestros sentidos. El encuentro con uno que nos embrujará durante el tiempo de lectura no depende sólo de lo que tiene o es en sí mismo, sino de una conjunción misteriosa entre el lector y la ocasión del encuentro.
La primera vez que intenté leer el poema “Eureka”, de Edgar Allan Poe, no pude pasar de las primeras cinco páginas. Años después lo devoré con ansia. A veces el puente que une a quien escribió con quien lee sucede de maneras inesperadas, en los momentos adecuados. O simplemente no se da. Es cierto, no todos los libros son para todos, y qué bueno. Cada quien construye con calma y sosiego su propia personalidad lectora. En mi caso prefiero los títulos que me causan desconcierto frente al mundo, que me invitan a descifrar lo no dicho, lo que se oculta entre palabras. Me fascinan los que estrujan mis convicciones y me obligan a pensar de otro modo.
Prefiero los títulos que me causan desconcierto frente al mundo, que me invitan a descifrar lo no dicho, lo que se oculta entre palabras
La casa familiar fue el primer sitio de préstamo de libros. Pronto, los lugares más adecuados fueron las bibliotecas, primero las escolares y después las universitarias. Me encantaba divagar en esos espacios de iluminación. Tuve la fortuna de no estudiar literatura ni nada parecido y me guiaba por la intuición, recomendaciones y, sobre todo, por la entrañable cualidad de los ejemplares que funcionan como guías; un volumen fascinante siempre nos descubre otros. Ninguno se escribe a partir del vacío; cada uno pertenece a una tradición que lo antecede y es el punto de partida que genera la continuidad, la réplica, el desvío, la ruptura, la profundización, la rebeldía.
Durante una larga temporada me aficioné a recorrer las bibliotecas de la Casa de Francia y el Instituto Goethe, más la Benjamín Franklin. Tenía las tres credenciales y casi siempre un libro de cada una de ellas. La pared, de Marlen Haushofer, un volumen bilingüe de las poesías completas de Charles Baudelaire, Filosofía de la danza, de Paul Valéry, Sin blanca en París y Londres, de George Orwell y El sótano, de Thomas Bernhard, entre otros, me mantuvieron ligada a esas generosas y accesibles bibliotecas.
ENCUENTRO MUY AFORTUNADA la comparación entre lectura y viaje. A través de un libro se visita otros lugares, nuevas formas de pensar, de ser y de existir; una buena novela nos permite mudarnos a un mundo ajeno, que los lectores construimos de la mano del escritor. Quizá por eso poco importa mi destino o la duración del trayecto, siempre cargo una bolsa cuando salgo de casa: su única utilidad es contener un ejemplar. Confieso que tampoco me interesa si permanece en la bolsa o si cobra vida ante mis ojos. Cargarlo me da confianza, un libro es un amuleto.
Durante años leí en el transporte público, mucho menos congestionado que ahora. Un día, mientras estaba absorta con los cuentos de Katherine Mansfield, levanté la vista con el temor de haberme pasado una estación o hasta dos, como me ocurría con frecuencia. Miré con incredulidad que más bien estaba justo en el otro extremo de la línea y mi regreso se prolongaría largos minutos, durante los cuales permanecí aturdida, con una inquietante sensación de haberme ausentado del espacio y del tiempo. Los libros poderosos nos poseen, ni duda cabe. En otras ocasiones prefería escuchar fragmentos de la plática de los pasajeros o simplemente observar por la ventana la consecución fragmentaria de escenas que podían transformarse en puro vértigo. Y es que observar el mundo con detenimiento es otra forma de leer. No sé si mi despiste y mi escasa capacidad de orientación se deba a que muchas veces ando en el transcurrir entre dos mundos: el que piso, el que me arropa y los otros, los derivados de lecturas.
Cuando toca realizar viajes largos calculo los días para decidir cuántos libros cargar. Por supuesto, siempre llevo de más, que en la mayoría de los casos permanecen a la espera de un soplo de lectura. En una ocasión rompí mi propia regla de cargar volúmenes ligeros. Estaba inmersa con un tomo de los cuentos completos de Chéjov y me obstiné en continuarlo. Una noche soñé a un pequeño niño regordete que se alejaba de mis anhelantes brazos haciendo aspavientos y dando voces de terror, porque supuestamente mi indiferencia lo había convertido en un huérfano doliente. Desperté angustiada, miré de reojo el voluminoso ejemplar en la mesita de noche y me fue imposible no relacionarlo con el niño de mis sueños.
AFIRMA SIRI HUSTVEDT en su libro Madres, padres y demás que sin duda nos relacionamos con los libros, en particular con las novelas, con una intimidad que no se aplica a los demás objetos inanimados. La historia que se lee está impregnada de las huellas de otro ser humano vivo, que no se encuentra físicamente en ella, pero cuyo aliento y existencia están presentes en los ritmos y los significados de las palabras que llenan las páginas y que encarnan literalmente en el lector —se incorporan a su ser biológico—, dando lugar a una mezcla de dos. Un libro querido permanece en el lector como un fantasma, con resonancias tanto conscientes como inconscientes
Hace algunos años, a punto de terminar La carretera, de Cormac McCarthy, sonó el timbre y recibí, con puntualidad inusitada, la visita de amigos célebres por su impuntualidad. Según mis cálculos llegarían tiempo después de haber leído la última línea del libro y tendría oportunidad para dejarme llevar por la ensoñación del mundo que dolorosamente se deslizaba hacia las penumbras del inconsciente, luego de haberme proporcionado una exaltación de emociones. A pesar del indiscutible disfrute de la noche, una pequeña punzada de molestia por haber sido puntuales se mantuvo hasta que se despidieron, ya demasiado tarde para continuar leyendo. Eso sí, me levanté lo más temprano que pude para concluir e incorporarlo a mi nutrida tribu de fantasmas.
La belleza del objeto también me cautiva. No siempre los libros que económicamente han estado a mi alcance son los que yo quería. Suelo comprar las ediciones más baratas cuando existen; otras veces me conformo con el más ansiado, consciente de que con ese dinero podría adquirir dos o tres de editoriales menos prohibitivas. De cualquier manera, me he tenido que resignar con ver desfilar ante mí títulos magníficos que, hoscos y vanidosos, se han mantenido siempre fuera de mi alcance. Las librerías de viejo y los puestos callejeros también son lugares luminosos de encuentro. Hace tiempo, en un puesto callejero, un libro muy maltratado llamó poderosamente mi atención. Leí la contraportada y un par de párrafos al azar en el interior; me lo llevé. Empecé a leerlo casi de inmediato y no lo hubiera soltado de no ser por un compromiso fuera. Al volver a casa hallé el libro hecho confeti y esparcido por todos los espacios. Mi perrita, seguramente molesta por haberla dejado una tarde sola, tomó el objeto que, ella sabía, ocupaba mi atención y lo destruyó. Ha sido la primera y la última vez que le he gritado de verdad enojada. El libro era El ancho mar de los sargazos, de Jean Rhys. Desde entonces leo y releo con atención todas las obras que he logrado adquirir de esa autora.
EL OBJETO, AL MENOS para mí, tiene un valor que rebasa los límites del disfrute de la lectura. El papel, la caja, el aire entre palabras, la encuadernación, la portada, la disposición de las palabras en el título, el colofón; todos los minúsculos y mayúsculos detalles de la confección del libro aportan para gozarlo. Quizá por eso me gusta tanto el proceso, cuando me toca elaborarlos: elegir la tipografía, la distribución de los espacios, conceptualizar la portada, la estrategia de confección del objeto, los guiños. Absolutamente to-do contribuye al tipo de lectura que nos provocan.
Con todo y mi profundo amor y deleite por el libro físico, desde que adopté un aparato digital de lectura, hará ya más de cinco años, oscilo entre el papel y la pantalla. El cuerpo lo advierte. Los brazos, la posición de las manos, el tacto con los objetos, la trayectoria de los ojos que recorren los símbolos, la curvatura de la espalda y la inclinación del cuello son distintos. Las experiencias se contraponen, se entrelazan, sin difuminarse jamás. El placer muta, se contorsiona y se manifiesta con otras tesituras. Las preguntas respiran de maneras distintas del papel a la pantalla y de la pantalla al papel.
No sé si mi despiste y mi escasa capacidad de orientación se deba a que muchas veces ando en el transcurrir entre dos mundos: el que piso, el que me arropa y los otros, los derivados de lecturas
Ocurre que después de leer el libro electrónico, una obsesión desmedida me habita y preciso con urgencia idénticas palabras, oraciones, párrafos, capítulos en tinta sobre papel. Otras veces, la lectura no me empuja a la librería para conseguir el objeto que se transformará en único en mis manos, porque todos leemos de formas distintas y no me refiero solamente al acomodo corporal; sobre todo hablo del acomodo intelectual, de las otras lecturas que se entrelazan inevitablemente, de la profundidad, las referencias externas que, si tenemos suerte, se vuelven propias; de los detonantes creativos y las preguntas. Porque un buen libro hace preguntas al que lee. Un buen libro propone enigmas y traza laberintos.
Ahora, con el aparato de lectura, me resulta más fácil transitar de un título a otro, sin el testigo mudo sobre la mesa que me mire con rencor. Leo dos o tres al mismo tiempo: una novela, cuentos, ensayos. Inevitablemente en algún momento me decanto por uno de ellos, mientras los otros, pacientes, aguardan a reanudar el periplo.
También ha cambiado mi idea de la posesión. Nunca me gustó prestar libros. Ahora ya no tengo tantas reservas. Todavía me maravillan los de confecciones delicadas y atrevidas, pero ya no siento la necesidad de encerrarlos. Después de todo, si no son abiertos, hojeados, leídos y devorados es como si no existieran. Quizá algo tenga que ver mi bigamia; tengo una vida privada con los tomos en papel y otra distinta con la pantalla.
Hace varios meses colapsó el aparato de lectura con el que me había encariñado, no sólo por su utilidad sino porque me lo obsequió un amigo entrañable. De pronto pasaba las páginas a una velocidad vertiginosa, sin hacer el menor caso a los botones que presionaba para detenerlo. De haber sido un ejemplar en papel, me hubiera abanicado con ahínco. Lo apagué espantada. Cuando lo encendí, después de una espera angustiosa de varios minutos con la esperanza de que despertara, descubrí que había perdido todos los libros. Entonces lo formateé y volví a alimentarlo para que la pantalla me devolviera las opciones de lectura. Todo parecía desarrollarse de la manera esperada, hasta que las letras enloquecieron, adquirieron movimientos de contorsionista y se retorcieron en la pantalla que danzaba al ritmo de los títulos de la biblioteca o mostraba las enajenadas oraciones del interior de cualquiera de los libros ahí contenidos. Y tras unos minutos, se apagó para no volver a encenderse. Durante algunos días intenté revivir el cadáver, pero fue inútil. Incapaz de echarlo a la basura, ahora reposa el sueño eterno en el fondo de un cajón del escritorio. No tardé mucho tiempo en adquirir otro.
CUANDO ESCUCHO O LEO la disparatada pregunta ¿Qué libro te llevarías a una isla desierta?, siempre tengo una respuesta distinta. Sé que el aparato, por más libros que contenga, es una pésima idea, del mismo modo que la idea de un volumen único me parece absurda. Mis gustos y preferencias están en constante cambio; un día prefiero uno; otro día, otro. A veces releo algo que me pareció una maravilla y con el tiempo lo encuentro deslucido, ajado, agónico. Otros, en cambio, me maravillan de manera distinta cada vez. Autores como Djuna Barnes, Fiódor Dostoyevski, Samuel Beckett, Franz Kafka, Claire Keegan, Charlotte Brontë, Armonía Somers, Amparo Dávila y Adela Fernández, por mencionar algunos, se han convertido en lecturas indispensables, a las que regreso con frecuencia para dialogar. Me dejan en estado de deslumbramiento e impulsan reflexiones no sólo en torno a la literatura o la lectura, sino sobre la vida misma y sus tropiezos. Me invitan a reflexionar acerca de mi propia locura, los relatos de historias ajenas, la distorsión de la realidad, las pesadillas, los recuerdos, los encuentros, los desencuentros, los instantes fugaces en que la felicidad aparece.
Los libros estimulan la memoria, en la lectura en turno incide nuestra carga personal de recuerdos y experiencias. Cada lector interpretará las narrativas y se hundirá a muy distintas profundidades de su propio yo para mirar con menor o mayor detalle el escenario, comprender la psicología de los personajes y emocionarse con los conflictos. Gracias a la memoria logramos desentrañar el potencial de horror, belleza y sentido que nos ofrece un buen libro.
Dice María Teresa Andretto que una de las funciones fundamentales del arte es problematizar lo que hemos normalizado. En este sentido, el tipo de libros que prefiero son los que complejizan la vida e incitan la elaboración de un pensamiento propio en constante mutación. Leo para concentrarme, para abstraerme y encontrarme, pero también para afinar la observación de mi entorno.
Por ejemplo, la lectura de Panza de burro, novela de Andrea Abreu, me lleva a reflexionar sobre el uso del lenguaje, la desobediencia necesaria ante el canon y la inagotable belleza de las palabras, del ritmo, de sus posibilidades. La literatura ocupa distin-tos registros del lenguaje, mediante los cuales podemos asomarnos a otras realidades, culturas, modos de concebir el mundo, rebeldías y dolores.
JAMÁS HE ESTADO CERCANA a la realidad del fuego, a las cavidades de la Tierra. Con todo, Ana Paula Maia logra arrastrarme a esa honda realidad contenida en Carbón animal. Los libros trazan puentes no sólo entre el escritor y el lector; son puentes entre condiciones de humanidad, formas estéticas y códigos sociales que configuran diversos grupos humanos.
No me tocó la época de Mary Shelley y no me importa, porque Frankenstein es una de las obras que cada tanto me plantea preguntas, todas sin respuestas, todas distintas que exploran territorios cada vez más complejos. Experimentar la angustia por lograr un objetivo antes de una hora determinada y encima con las manos esposadas sin conocer el motivo me obligó a mantenerme al filo del sillón hasta finalizar Mientras dan las nueve, del austriaco Leo Perutz.
El banquero anarquista, de Fernando Pessoa, volteó mis convicciones de cabeza. En esa sátira, el protagonista afirma que el proletariado se ha empeñado en establecer una dictadura contra sí mismo, con la supuesta doctrina de la sociedad libre. Pone el acento en el poder de la ficción para tiranizar. Acaso lo único que nos quede sea la condición íntegra de la libertad.
Estos libros, y otros más, me han ofrecido una visión desde diferentes dimensiones. Nunca observamos lo mismo de igual manera; cada volumen abre compuertas oxidadas. No existen solos, si leemos con atención descubrimos una carga enorme de significados que se suma a nuestra experiencia de vida. Los libros proporcionan alas, sí, pero no enseñan a volar; a veces el aprendizaje reside justo en el desplome.
Más allá de ellos, cada uno de nosotros construimos a lo largo de la vida un relato que crea nuestra identidad. Esa narración es indispensable desde que somos niños y tomamos consciencia de nuestra individualidad, para mantener la unidad de nuestro yo, amalgamarlo, sostenerlo a través del tiempo e identificarnos frente a los demás. Decidimos día a día nuestro relato. La narrativa es una poderosa herramienta; sin ella, no somos.
Daniel Pennac afirmaba que cada lectura es un acto de resistencia a todas las contingencias, sean sociales, profesionales, psicológicas, afectivas, climáticas, domésticas, familiares, patológicas, gregarias, ideológicas, así como culturales o umbilicales. Yo agrego que los libros abren grietas, hurgan en las heridas, comparten belleza y horror. No nos ofrecen olvido. Uno bueno se queda en nosotros, muy dentro, hasta los huesos, como la impronta con las que nos marcan las personas que amamos.
Hace algunos meses, un pajarito muerto cayó de lo alto de un árbol una mañana nublada y solitaria. Esa muerte también es vida y literatura.