No iré a la Luna nunca.
Del lecho de sus mares secos
nunca tendré una mínima roca;
nunca sabré si pesan en mi mano
lo mismo que las
piedras de la Tierra.
Conozco los nombres
con que los astrónomos
han decidido bautizar
sus accidentes:
Mare Tranquillitatis,
Mare Cognitum,
Mare Vaporum,
Mare Serenitatis…
Yo en cambio, vería en ella
el Mar de la Inquietud,
la Llanura del Insomnio,
la Cordillera de los Sueños.
Sin boleto para el viaje,
soy un polizonte
de las naves espaciales;
conozco el Mar de la Serenidad,
el Cabo de las Sorpresas
y otros sitios que son mejores
en la Luna que aquí abajo.
Salto de la almohada
directo hacia ella,
y de cualquier segundo distraído
atrapado en las manecillas del reloj
también.
Lo que me transporta
no es de metal
ni requiere combustible.
Mis viajes no aparecen
en las noticias;
no alcanzarían una palabra
en el diario más ínfimo.
Muchos días me pierdo
en alguno de sus mares.
Aquí abajo
se quedan esperándome
justo donde aparezco,
ahí donde no estoy.
***
Hay libros que he perdido
porque huyeron a algún estante
de las vagas bibliotecas de la Luna
esperando mi llegada.
En mi pared hay un mapa de la Luna;
cerrando los ojos apunto a un sitio en él
y decido que un día he de nacer ahí.
Entonces
podría ver de lejos mi país
y mi barrio y mi calle,
árboles, el campo y las montañas
y a todos los humanos
que habitan el planeta.
Y diría:
“Qué hermosa se ve la Tierra desde lejos”.
Entonces tendría tiempo
para todo lo que
no puedo nunca hacer:
leer los libros
que esperan callados
en mis libreros;
siglos para pensar,
milenios para considerar
las hormigas, las aves,
las piedras
y la nada.
Azul y helada,
miraría
la lejana Tierra,
desde los desolados,
hermosos y secos
mares de la Luna.