La edad de plástico

FETICHES ORDINARIOS

Muñeca Barbie mordida (1999), de venta en eBay. Foto: ebay.com

A juzgar por nuestros utensilios y juguetes, la antropología del futuro designará esta época como la Edad de Plástico.

En salas contiguas a las que hoy exhiben vasijas paleolíticas y joyería precolombina, los museos estarán abarrotados de envases de PET y llaveros de resina con alacrán flotante. Quizá las mismas vitrinas de acrílico que hoy resguardan puntas de flechas y huesos tallados figurarán

en ellos, pero como piezas en exhibición. Y en medio de matamoscas y cubetas, condones y máscaras, impermeables y pelotas, habrá un área especial consagrada a la bolsa de plástico.

Una botella de plástico puede reciclarse y convertirse en la rueda de un cochecito de juguete, un implante de corazón o, fatalmente, una nueva botella. Toda cosa es otra cosa es otra cosa.

Tal es la plegaria del plástico.

El plástico es el dios Proteo que, en sus transformaciones infinitas, se ha visto reducido a un destino desechable.

Lo dúctil sufre el desprestigio de la ausencia de principios. Un material —también podría decirse “una mente”— que presenta cualidades demasiado maleables, si bien receptiva y versátil, sugiere lo blandengue

y lo acomodaticio. Un carácter de plástico sería aquel que, con un poco de calor, o a la menor presión, se doblega y cede.

El dinero, que puede convertirse en cualquier cosa, no podía perdurar mucho tiempo en soportes de papel y metal. Como abstracción de lo intercambiable y la metamorfosis exigía un vehículo de plástico, una efigie a la altura de su volubilidad.

La mímesis definitiva llegará el día en que una mariposa adopte los colores de las flores artificiales

El hombre reinventó la plastilina a imagen y semejanza de Dios, que antes creó al hombre a imagen y semejanza del barro.

La historia de la humanidad recomienza cada vez que un niño aplasta con el dedo su monigote de plastilina y, regocijado por su poder, se dispone a modelar otro adán efímero.

Una superficie que reproduce las vetas de la madera y mejora su durabilidad; un engrane que sustituye al metal y es más resistente a la corrosión; un hilo fácil de manipular y de bajo coste, menos pesado que el algodón; un vaso transparente pero irrompible… El plástico es sinónimo de suplantación: es el advenedizo por excelencia. Cuántas veces, al entrar a una habitación a oscuras, no se escuchan los murmullos de los materiales tradicionales, las quejas de la madera y el vidrio, el metal y la tela conspirando en contra del imperio de los polímeros.

En el fin de los tiempos, al interior de las charcuterías y casas de diseño, un ejército de hombres trabajará incansablemente el cuero para que alcance, al fin, la sensación confortable y codiciada del polietileno.

LAS PLANTAS ARTIFICIALES, con sus flores perennes de colores eléctricos, terminan por entristecernos a pesar de su perfección y naturalidad. Si las regáramos, si limpiáramos con aceite sus hojas, si les susurráramos cariños al oído de sus falsos retoños, tal vez el círculo se completaría y no se cubrirían de ese polvo que tanto contribuye al fracaso de la simulación.

La mímesis definitiva llegará el día en que una mariposa adopte los colores de las flores artificiales.

Sobre una rama desnuda y recubierta de hollín se distingue un nido. A las tonalidades acostumbradas del lodo y las ramas secas se suman el azul, el blanco y el rojo. Son jirones de bolsas de plástico que las aves han recogido y acondicionado según sus necesidades, aprovechando la resistencia, duración e impermeabilidad de ese material insólito. Es un nido que nunca nos traería el recuerdo del ruiseñor de Keats y que, acaso sólo por su acento ominoso, nos devuelva el graznido del cuervo de Poe. Es un nido del fin de mundo, al mismo tiempo lleno de color. El plástico reluce extraño y previsible, incorporado a la vida natural, y allí las crías abren sus bocas tan chillonas y grandes como siempre. En el momento en el que una de las aves limpia sus alas en los filos del plástico, otra desciende con algo amarillento y repugnante en el pico. Parece una papa frita.

Del mismo modo que en un lago nos hemos acostumbrado a incorporar el sonido de los remos en el paisaje sonoro, o a estimar el humo de una cabaña en la distancia como símbolo de tranquilidad campirana y rusticidad, llegará el día en que los residuos plásticos del mar formen parte de nuestro sentido de lo bucólico.

En un universo de vinilo y formica, de celofán y acetato, los pétalos marchitos de una flor son la basura más decadente, la suciedad kitsch.

El siglo XIX, rico en fantasías de muñecos parlantes, autómatas que bailan, juegan al ajedrez o se quitan el sombrero, creó la pesadilla del amante mecánico, de la novia diligente y callada que, cuando menos lo esperamos, deja entrever un resorte, un engranaje delator. La obsesión por el replicante, por la máquina lúbrica y acaso emocional, produjo literaturas paranoicas en que debe desenmascararse a la máquina y sobreponerse a tan estrafalario engaño. Hoy el látex y el silicón han permitido la creación de la muñeca realista —hija bastarda de la inflable—, en la que fibras finísimas imitan la sensación del pelo y una capa sutil y cariciosa reproduce la humedad de ambos pares de labios.

Pero el delirio de la simulación ha dado una nueva vuelta de tuerca. Los amantes ya no temen descubrir que su pareja sea una muñeca —un gólem de goma, una Barbie descomunal—, sino que, al contacto de la piel auténtica, añoran las rebabas plásticas que dejan los moldes.

LA BARBIE, MÁS QUE UN ICONO, más que una directriz de belleza, más que un estilo de vida, representa la conciencia del cuerpo como fantasía plástica. Nadie puede tener la silueta anoréxica y polémica de la muñeca, pero gracias al silicón y los implantes se puede emular su voluptuosidad de estireno y su textura irresistible de PVC.

Un bloque de mármol puede sugerir la ilusión de que esconde una figura, lista para ser liberada a golpe de cincel. Esa ilusión responde al ideal de unicidad de la obra, a la convicción de que cada piedra guarda en su seno una forma latente —una causa final. Un objeto de resina plástica, por el contrario, implica la ilusión de la reproductibilidad ilimitada, la negación de la unicidad, la incorporación de una fábrica; en cuanto nuestra palma recorre esa superficie lisa e impersonal es difícil no pensar en la réplica y la copia: en miles de manos que acarician simultáneamente sus contornos.

Había de llegar esta época en que aun los objetos desechables despiertan afectos más duraderos que las personas.