Ucrania y el sentido de la palabra hogar

Cuando Putin comenzó a invadir a gran escala el territorio ucraniano, en febrero de 2022, la escritora Victoria Amelina adoptó el cometido de documentar la barbarie en su país. Autora premiada de tres libros, ya era una figura muy relevante en la defensa de la autonomía de esa nación. Como parte de la campaña "¡Aguanta, Ucrania!", que expresa el apoyo de América Latina a su pueblo, el 27 de junio pasado cenaba con autores colombianos en una pizzería de la ciudad de Kramatorsk, pero el sitio fue atacado por misiles rusos. Entre los más de sesenta heridos, Victoria fue atendida en un hospital; falleció el 1 de julio. Al publicar por primera vez en español este artículo suyo, de abril de 2023, El Cultural honra su espíritu indomable.

Una protesta para que pare la guerra en Ucrania Foto: levif.be

Tras la caída del Muro de Berlín, en 1989, muchos creyeron que las fronteras se borrarían. Recuerdo cantar "Wind of Change", del grupo alemán Scorpions, en 1990 en un campamento de verano internacional cerca de Pskov, entonces parte de la Unión Soviética. Sentía que la letra me hablaba: “El mundo se está cerrando / ¿alguna vez pensaste / que podíamos ser unidos como hermanos?”. ¿Éramos “hijos del mañana” que soñaban con un futuro mejor? ¿Dónde estamos ahora?

El aire de cambio resultó ser sólo una ilusión y mi fe en él demuestra que, cultural y mentalmente, Ucrania siempre ha pertenecido a un Occidente algo ingenuo. La diferencia es que los ucranianos estábamos destinados a enfrentar la realidad tarde o temprano. Algunos lo aprendieron con las historias de compatriotas opositores, como el poeta Vasyl Stus, asesinado en una colonia penal rusa sólo cinco años antes del lanzamiento de "Wind of Change". Otros, como yo, tuvimos que experimentar el mundo ruso de primera mano para darnos cuenta de que la frontera entre Rusia y Ucrania no es una redundancia ni una formalidad, sino algo imprescindible para nuestra supervivencia.

Si no aprendemos en dónde termina nuestro hogar —el espacio seguro y de confianza— y cuáles fronteras son las que más debemos proteger, entonces parecemos destinados a repetir los mismos errores.

NACÍ EN EL OCCIDENTE de Ucrania en 1986, el mismo año en que explotó el reactor nuclear de Chernobyl y la Unión Soviética comenzó a desmoronarse. Independientemente de mi lugar y año de nacimiento, fui educada para ser rusa. Crecí en un sistema diseñado para condicionarme a reconocer Moscú, y no Kiev, como centro de mi universo. Asistí a una escuela rusa, actué en un teatro con el nombre del poeta ruso Alexandr Pushkin y recé en la Iglesia ortodoxa rusa. Incluso pasé el verano en un campamento para adolescentes en Rusia y asistí a reuniones de jóvenes en el centro cultural ruso en Leópolis. Ahí cantamos algo etiquetado rock ruso; en realidad eran canciones que describían mejor los cambios en el país que lo que proponían los cándidos temas de Scorpions.

Al cumplir 15 años participé en un concurso local de idioma ruso y fui elegida para representar a mi ciudad, Leópolis, en un torneo internacional en Moscú. Estaba emocionada de visitar la capital. Moscú me parecía el corazón de lo que en ese entonces consideraba mi hogar. La biblioteca de casa estaba repleta de clásicos rusos y, a pesar de que la Unión Soviética había colapsado po-co menos de una década antes, nada había cambiado mucho ni en mi colegio ni en la televisión rusa que veíamos en mi casa. Además, si bien yo no contaba con dinero para viajar dentro de Ucrania, Rusia invertía gustosa en mi rusianización.

En la competencia conocí a jóvenes de todos aquellos países que Rusia más tarde buscaría invadir y absorber: Letonia, Lituania, Estonia, Kazajistán, Armenia, Azerbaiyán, Georgia y Moldavia. La Federación Rusa destinó abundantes recursos en educar, como si fuéramos rusos, a niños como nosotros, de las antiguas repúblicas soviéticas. Quizá invirtieron más en nosotros que en la educación de chicos de la Rusia rural: no había necesidad de tentar con campamentos de verano o excursiones a la Plaza Roja a quienes ya estaban conquistados.

Espero haber resultado una de las peores inversiones que ha hecho jamás la Federación Rusa.

EN MOSCÚ, UNA PERIODISTA famosa de ORT, un popular canal de la televisión rusa de ese momento, se acercó a entrevistarme para el noticiero vespertino. Yo estaba halagada, me sentía una estrella. La reportera fue cortés al inicio, me preguntó cómo la estaba pasando en el evento y en la capital, pero rápidamente mostró su verdadera intención. "¿Qué tan oprimida te sientes como hablante de ruso, viviendo en Ucrania occidental? ¿Qué tan peligroso es hablar ese idioma en las calles de tu ciudad natal, Leópolis?".

Tragué saliva al darme cuenta de que después de todo sólo estaba siendo usada para manipular a los millones de espectadores del programa. Una enorme cámara me apuntaba y por primera vez en mi vida estaba frente a un imponente micrófono profesional. Tenía 15 años, pero en esa fracción de segundo me vi forzada a descifrar cuáles eran las fronteras de mi hogar. A final de cuentas yo no era rusa, sino una niña ucraniana traída a Moscú para reforzar las narrativas del país. Si llegué a creer que Rusia era una gran nación forjada sobre un ideal de paz, lo pensé sólo tras años de ver el canal que ahora trataba de aprovecharse de una quinceañera inexperta.

“Con una historia tan complicada como la nuestra, creo que es normal que los ucranianos estén incómodos y en ocasiones reaccionen negativamente a la lengua rusa”, dije. “Sin embargo, no he experimentado ningún tipo de opresión. ¿Tal vez su información está desactualizada? Soy joven y en mi generación no existe el problema que menciona”. Ella insistió con la pregunta, pero mi respuesta no iba a cambiar. La periodista había fallado. Dudo que se haya transmitido nuestra plática, o tal vez lograron editarla para que se adecuara a lo que buscaban comunicar. Hoy, como escritora ucraniana, recibo invitaciones para aparecer en canales rusos, pero nunca acepto. Aquella experiencia en Moscú resultó más que suficiente para mí.

Me acordé de esta historia en 2022, mientras veía una entrevista hecha en Mariupol a un señor de edad. Se le notaba desesperado, aturdido, sus palabras eran desgarradoramente honestas. “Y yo creía en el mundo ruso, ¿se imagina? ¡Toda la vida pensé que éramos hermanos!”, exclamaba el pobre sujeto, rodeado de los escombros de su amada ciudad. Su departamento estaba en ruinas y lo que sentía su hogar y su patria, la antigua Unión Soviética donde nació y vivió sus mejores años, había sido brutalmente destrozado. Cuando cayeron las bombas rusas, la propaganda finalmente dejó de tener efecto sobre él. Percibió como una barrera indispensable la frontera entre Ucrania independiente y la Federación Rusa. Me pasó lo mismo cuando me di cuenta de que me habían llevado a Moscú para mentir sobre mi ciudad, para que los televidentes rusos la odiaran aún más.

La mayor parte de la gente coincide hoy en día en que un muro entre Ucrania y Rusia es una buena solución, por lo menos hasta que haya cambios significativos en la sociedad rusa. Es atractivo cantar sobre un mundo en el que el vecino es tu amigo pero, por desgracia, no es realista en lo que concierne a Rusia.

RESULTA TENTADOR CREER en la posibilidad simple e inspiradora de que todos somos hermanos, pero ¿qué tan viable es realmente esa visión? Duran-te un invierno muy diferente a éste, en 2019, fui testigo de otro choque entre la dura realidad y el idilio imaginario, en el que se pueden traspasar fronteras en busca de milagros. Mientras mi familia y yo nos preparábamos para celebrar la Navidad en Boston, Ma-ssachusetts, me encontré en medio de un bosque de pinos, prometiéndole a mi hijo que elegiríamos el mejor de todos. Dada mi poca experiencia al comprar árboles de Navidad (en casa siempre tuvimos uno artificial y reusable), me arrepentí de no haberme asesorado de antemano.

Por primera vez estaba frente a un micrófono. Tenía 15 años, y en esa fracción de segundo tuve que descifrar cuáles eran las fronteras de mi hogar

Necesitaba que ese vendedor me ayudara a escoger un pino, pero se le notaba ocupado con otros clientes y buscando vender todos los árboles a su cargo, incluso los de baja calidad. Yo sabía cómo atraer su atención. Bastó que mencionara que aquella sería nuestra primera Navidad en su país (lo cual era cierto): empezó la magia de sentirnos “bienvenidos en Estados Unidos”. Sin dudar, el hombre nos volvió su prioridad y nos ayudó a encontrar el árbol perfecto. Parecía un estadunidense genuino, de aquellos que piensan que recibir cordialmente a los recién llegados es un valor nuclear de su cultura.

Yo sabía, por supuesto, que esta misma creencia era compartida por muchos en ese país, aunque no todos. Al final, el presidente de entonces era Donald Trump. Mientras caminaba por las calles de Cambridge me detenía a mirar la foto, pegada en la cerca de una iglesia, de una niña. Era una de esas criaturas separadas de sus padres y retenidas en la frontera; no había sobrevivido. El único delito de la pequeña fue cruzar de México a Estados Unidos con su familia, que sólo buscaba una mejor vida para ella.

El vendedor de la tienda de pinos estaba tan molesto como yo por la política de separación familiar de Estados Unidos, pero los seguidores de Trump tenían una idea muy distinta de su país y de cómo debían proteger su territorio. Era incomprensible por qué resultaba tan difícil para migrantes mexicanos cruzar la frontera hacia Estados Unidos en 2019, y al mismo tiempo era tan sencillo para los soldados rusos entrar a Ucrania en 2022.

UNA COSA QUEDA CLARA: la humanidad se equivoca constantemente en el tema de las fronteras. Igual que adolescentes inseguros de su identidad, dejamos entrar a las personas equivocadas y excluimos a las correctas. Prestamos demasiada atención a las apariencias, al color de la piel y también al de nuestros pasaportes, cuando podríamos dedicar más tiempo a valores fundamentales como la libertad, la dignidad y el estado de derecho de cada uno, aunque sea distinto al nuestro. Pero muchos de nosotros seguimos cayendo fácilmente en los engaños de desconocidos —como yo lo hice de niña, al admirar a Rusia— o, bien, le tenemos demasiado miedo a lo ajeno a nosotros, como los estadunidenses que piden un muro para mantener lejos a los mexicanos. ¿Por qué erramos tanto al elegir en quién confiar? Tal vez sea porque no sabemos fiarnos unos de otros en nuestros propios países.

Como escritora, suelo pensar en el concepto hogar como aquella narrativa que comparten sus habitantes. Personas y lugares cobran vida a través de historias: poetas, dramaturgos, antiguos profetas y novelistas han imaginado los países y las ciudades que habitamos hoy en día. Esa interpretación nos afecta, influye en las relaciones que tenemos con otros. ¿En qué relato podemos encajar todos? Mi respuesta es complicada, pero directa: la única narrativa que nos incluye

a todos se basa en la verdad.

La historia de Ucrania es compleja, dolorosa y trágica. Por largo tiempo no hubo libro que pudiera reflejar las vivencias de mi familia o explicar por qué no heredé la lengua ucraniana de mis abuelos. Cuando era niña, me resultaba inexplicable la decisión que tomaron de proteger a sus hijos —mis padres— enseñándoles solamente ruso. Crecer hablando aquella lengua me hacía sentir fuera de lugar. Terminé escribiendo una novela sobre familias como la mía. Mi ciudad natal, Leópolis, estaba en el corazón de las “Tierras de sangre”: así se refiere el historiador Timothy Snyder al territorio que va del Báltico al Mar Negro. Descubrí que el ejército soviético mató ahí a miles de ucranianos a inicios de la Segunda Guerra Mundial y que alrededor de cien mil ciudadanos judíos fueron asesinados en ese mismo periodo.

Mi familia vivió el trauma del Holodomor, conocido como la Gran Hambruna de 1932-1933, pero mis abuelos nunca hablaron de su experiencia. El silencio crea grietas tan profundas que se vuelve casi imposible sentirse en confianza. Si los relatos sobre el Holocausto o el Holodomor no son narrados como sucedieron estamos des-tinados a desconfiar unos de otros. ¿Quién eras tú en 1993? ¿El hambriento o el que se llevaba toda la comida? ¿El que le disparó a activistas ucranianos en 1941 o aquél que buscaba a sus seres queridos entre cuerpos en descomposición? ¿Eras quien miraba con miedo por la ventana mientras se llevaban a los judíos o quien se los llevaba? ¿El que le escribió a la KGB para reportar a su vecino o el que ayudó a los disidentes ucranianos? Hubo silencio cuando se necesitaban historias. Y si hay carencia de verdades, hay también carencia de confianza. Estamos atados a creer lo que dice la propaganda y a seguir dibujando fronteras equivocadas una y otra vez, sin sentirnos realmente en casa.

Si hay carencia de verdades, hay también carencia de confianza. Estamos atados a creer lo que dice la propagan­da y a seguir dibujando fronteras equi­vocadas una y otra vez, sin sentirnos realmente en casa

TODO CAMBIÓ EN UCRANIA los primeros días de diciembre de 2013, al inicio de la Revolución de la Dignidad, cuando manifestantes tomaron las calles en protesta, después de que el presidente Yanukóvich declinara establecer lazos más estrechos con Europa, en beneficio de Moscú. Cuando la policía golpeó brutalmente a estudiantes en la Plaza de la Independencia en Kiev quedó claro que era el momento de evitar que Ucrania se convirtiera en un estado autoritario, como Rusia o Bielorrusia. Todo aquel que se sentía un ucraniano libre debió asumir el riesgo de dirigirse al Maidán.1 ¿Pero y si no todos tenían el valor de unirse a la protesta? Entonces los valientes estarían indefensos ante la violencia policiaca. Para tomar las calles de Kiev tuvimos que arriesgarnos a confiar unos en otros.

Al final, cerca de medio millón de personas se presentaron. Fue entonces cuando supimos que nos apoyábamos. Ucrania finalmente se sintió como un hogar también para mí. Entendí que éste no es un sitio mágico o perfecto, sino uno en el que, si un día te encuentras siendo agredido por la policía, tienes la certeza de que tus vecinos te defenderán.

Los viejos silencios no desaparecieron como por milagro, pero después de 2013 tuvimos la suficiente confianza mutua para construir plataformas e instituciones que nos permiten lidiar con nuestro pasado traumático. Y después de la Revolución de la Dignidad hubo una nueva historia: la pregunta “¿quién eres?” la respondimos todos, día a día, en 2014. Había una guerra en puerta —la lucha continuaba en la región de Donbás— pero nuestra visión era más clara que nunca.

Durante la primavera y el verano de 2014 yo estaba segura de que una invasión rusa de gran magnitud había comenzado, que la brutalidad de la misma se intensificaría y se extendería por toda Ucrania. Empaqué las pertenencias de mi hijo de tres años en una mochila de emergencia, para ocultarnos en un refugio antiaéreo en cualquier momento. Sin embargo, las bombas no caían sobre nosotros; Rusia anexó Crimea y arruinó la vida de los ucranianos de Donetsk y Lugansk, pero eso fue todo. El mundo no reaccionó. Los límites de mi hogar estaban claros: eran las fronteras de Ucrania. Nadie nos respaldaba, sólo nos teníamos unos a otros.

Resultó del todo invaluable nuestro respaldo mutuo. ¿Pero qué pasaba con aquella hermosa visión? Si no lográbamos construir un mundo perfecto en el que todos nos apoyáramos, ¿qué pasaría con nuestro continente acogedor, Europa? Durante los años iniciales de la invasión rusa, 2014-2015, muchos ucranianos se sintieron traicionados no sólo por Rusia, sino por el resto de Occidente, que no nos tendió la mano. Éramos europeos bajo ataque, pero estábamos solos.

En noviembre de 1956, el director de la agencia húngara de noticias envió un mensaje al mundo vía télex, un poco antes de que su oficina fuera destruida por la artillería rusa. Se leía: “Moriremos por Hungría y por Europa”. En 1984, el escritor checo Milan Kundera empezó su ensayo “La tragedia de Europa Central” con esas mismas palabras. Como una de las figuras principales de la Primavera de Praga de 1968, Kundera entendió lo que el valiente húngaro había querido decir con las palabras “morir por Europa”. Yo, como una escritora ucraniana que vivía en Kiev en 2022, no podía dejar de pensar en Kundera, que escribía desde el exilio tras el fracaso de la Primavera de Praga.

Nosotros, centroeuropeos, verdaderamente estamos dispuestos a luchar por nuestro continente, aunque ese amor no siempre sea correspondido.

EUROPA NO AYUDÓ A HUNGRÍA. Tampoco fue al rescate de los checos, ni de los ucranianos en 2014. Si ser centroeuropeo significa ser traicionado por el resto de Europa, Ucrania en definitiva pertenece a ese club. Habiendo dicho esto, es un hecho que cuando comenzó la invasión rusa a gran escala en mi país, en febrero de 2022, Europa acogió a los refugiados ucranianos y nos aceptó incondicionalmente.

Soldado ucraniano

Yo no estaba en casa al momento de la invasión. Mi vuelo desde Egipto con destino a Ucrania estaba programado para despegar el 24 de febrero de 2022, a las 7 am. Evidentemente fue cancelado; Rusia estaba bombardeando aeropuertos desde Kiev hasta Ivano-Frankivsk. “¿Ya te enteraste?”, me preguntó el oficial egipcio cuando entramos a la terminal. No respondí nada, así que repitió la pregunta una y otra vez, como dándome tiempo de asimilar sus palabras: “No puedes volver a tu país”.

Esperamos largo rato en medio de una desesperada multitud de ucranianos, al final sólo quedamos nosotros en ese pequeño aeropuerto. El resto de compatriotas se había marchado, a bordo de autobuses de diversas agencias de viajes.

Ese día pagué un alto precio para volar de Egipto a Praga, justamente donde Milan Kundera luchó por su hogar y por Europa en 1968. En el aeropuerto de Hurghada, ciudadanos de la Unión Europea se registraban y dirigían al área de control de seguridad sin alboroto. A todos los ucranianos nos pidieron esperar a un lado. Tratamos de explicar a los representantes de las aerolíneas que desde hacía años los ucranianos habíamos viajado a la Unión Europea sin necesidad de visa. Nos dijeron que eso ahora ya no importaba: Praga tenía que autorizar que se nos permitiera ingresar al país.

“¿Y si no nos dejan pasar?”, preguntó en voz baja mi hijo de diez años. No supe qué contestarle, sólo le apreté la mano. Muchos otros, como yo, aguardamos la decisión de Praga durante aproximadamente una hora. Mientras tanto, discutimos los rumores sobre un hombre ucraniano a quien no se le había permitido abordar un vuelo a Alemania ese mismo día. Finalmente, se nos comunicó el veredicto: “Pueden pasar”.

En la imagen una ciudadana ucraniana con su hijo en brazos

No sabía qué esperar cuando llegamos al aeropuerto de Praga. La oficial de migración checa observó nuestros pasaportes y luego nos miró. Parecía más interesada en las expresiones de nuestros rostros que en detalles de los documentos. Tal vez era nueva en el puesto y nunca antes había visto personas cuyos países estaban siendo bombardeados por la Federación Rusa. Creo que nos veía con lástima. Entonces selló nuestros pasaportes sin hacer ni una sola pregunta. Me di cuenta de que ella sabía lo que pasaba. El mundo entero nos estaba viendo. Comencé a llorar, sin poder detenerme. Cuando mi hijo me preguntó por qué, le respondí:

“Porque estamos en casa”.

“Pero no hemos llegado a Ucrania”, respondió.

“Estamos en Europa”, le dije, como si aquello explicara todo.

Íbamos en caída libre, pero nuestros compañeros europeos estaban listos para atraparnos en el aire. “Parece que los límites de mi hogar se han expandido”, pensé. Poco después supe que los boletos de tren en la República Checa y en Polonia estaban siendo regalados a ucranianos que huían del país. Viajé en tren de Praga a Polonia y al tercer día de la invasión finalmente logré cruzar a Ucrania.

En la frontera entre Polonia y Ucrania atestigüé un nivel de desesperación y miedo casi indescriptibles. Niños pequeños cargaban pesadas maletas, mientras sus madres y abuelas, aterrorizadas, se veían aún más desorientadas que ellos. Se oían gritos de la multitud, la gente se empujaba y apretujaba en la aglomeración, mientras la fuerte voz del guardia fronterizo intentaba evitar una tragedia. Todas esas personas serían acogidas, incluso bienvenidas en la Unión Europea. Quizá no lo sabían entonces —tenían frío, hambre y miedo—, pero en ese momento los límites de su hogar, Europa, se estaban ampliando para incluir a Ucrania.

Europa era nuestro hogar y probó ser un sitio donde podíamos contar los unos con otros, como los ucranianos lo hicimos en el Maidán de 2014.

LOS UCRANIANOS CONOCEMOS las discusiones en torno a la aceptación de refugiados en Europa. Si bien comparto la preocupación sobre el racismo y la islamofobia, considero que lo que sucedió conmigo y mis coterráneos fue más que un simple acto de bondad. Significó un cambio de perspectiva, un cambio en la historia de Europa y, en última instancia, un cambio en las fronteras de lo que tanto ucranianos como otros europeos consideran su hogar compartido. Los ciudadanos de Ucrania luchan hoy no sólo por su país, sino también por toda Europa.

Íbamos en caída libre, pero nuestros compañeros europeos estaban listos para atraparnos en el aire. Parece que los límites de mi hogar se han expandido , pensé

Entiendo que, desgraciadamente, esto puede no ser de gran ayuda para los refugiados de Siria o Sudán. Pero tengo la convicción de que los actos de gentileza hacia un grupo de refugiados nos pueden enseñar a todos, incluyéndonos a los ucranianos, a tener más empatía con quienes también están huyendo de una guerra. Podemos cantar sobre una hermandad utópica o podemos trabajar diligentemente para expandir los límites de la frágil confianza que compartimos. A pesar de todos los obstáculos que implica, aún considero que la idea de vivir en un mundo sin fronteras debería motivarnos diariamente. Es posible que nunca alcancemos este sueño, pero el mero hecho de visualizarlo puede convertirse en una estrategia que genere cambios positivos.

Nadie está obligado a acoger a un extraño o mostrarle cariño, pero a pesar de todo, sí sucede. Ese amor se vuelve una historia real, que a su vez cambia muchas otras historias futuras, incluidas las de los refugiados.

En junio de 2022 llegué a Bruselas y abordé un camión desde el aeropuerto hacia la ciudad. Me dirigía a una reunión en el Parlamento Europeo, para discutir la toma de responsabilidad de Rusia por sus crímenes de guerra. El autobús estaba repleto de hombres con traje, que también se dirigían a instituciones europeas. Me parece que yo fui la única en percatarse de la ironía de la música que sonaba de fondo: “Sigo el Moskva2 hacia el Parque Gorky”, cantaba el vocalista de Scorpions. Los burócratas, con sus caros atuendos, continuaron tecleando en sus computadoras portátiles, sin atender la melodía ni las implicaciones detrás de ella. Sabía que yo no encajaba en esa historia, pero al mismo tiempo había ido a Bruselas a escribir una nueva narrativa para todos, no a cambiar la aburrida lista de reproducción de un servicio de transporte.

Fuente: The Guardian, 6 de julio, 2023, https://www.theguardian.com/world/2023/jul/06/victoria-amelina-novelist-kramatorsk-russia-ukraine-war-meaning-of-home. Es la adaptación de un texto originalmente publicado en abril

de 2023, como parte del International Writing Program de la Universidad de Iowa: https://iwpcollections.squarespace.com/victoria-amelina

Publicado con autorización de la agencia Laxfield Literary Associates.

Notas

1 La palabra es un término de origen persa que significa “plaza” y suele aludir a la Plaza (Maidan) de la Independencia. Adicionalmente, las manifestaciones de índole europeísta y nacionalista fueron denominadas Euromaidán.

2 También conocido como Moscova, se trata de un afluente del río Oká, ubicado en la parte europea de Rusia.