Qué difícil escribir sobre alguien muy apreciado y admirado. Qué tarde parece llegar todo. Siempre habrá el reproche interno de no haber podido, o no haber encontrado el momento, de hacérselo saber en vida. Sin embargo, todo, a cada instante, acaba cobrando sentido, por doloroso que sea. Y ese sentido maravilloso, inesperado, de lujo auténtico, fue para mí poder conocer a alguien excepcional, en absoluto acostumbrado, muy raro de encontrar en nuestros días frenéticos y tan poco dados al contacto detenido, al detalle que ilumina cualquier conversación o charla. De inteligencia singular y sumamente ágil, el escritor y periodista Roberto Diego regalaba a todo aquel que se acercara dosis gigantescas de amabilidad, delicadeza y calidez humana. Todo ello, junto, siempre desbordaba lo mecánico y rutinario de lo profesional. Pocas veces he encontrado en el mundo del periodismo cultural, un mundo muy conocido por mí desde hace décadas, tan escaso en sorpresas por lo general, a alguien tan especial como el hoy tan añorado Roberto Diego.
Siempre, en cada momento en que intercambiamos opiniones, pareceres, mínimas observaciones, colaboración amistosa y entusiasta, tuve la impresión de hallarme ante un sabio tan inusual. Sabio no solamente en sus notables conocimientos literarios y de todo tipo, sino sabio y experto como muy pocos en su labor específica: en saber cómo hacer y dirigir un espléndido suplemento cultural de nuestros días. Una revista en sí, tan perfecta y conseguida, hasta el punto de situar el suplemento cultural de La Razón, entre uno de los mejores no sólo del país y de toda Latinoamérica en general, sino del panorama internacional. Y sé de lo que hablo, porque soy una fiel y fanática devoradora de suplementos, en cualquier lengua que pueda leer, que caigan en mis manos, o a los que yo esté suscrita. Roberto Diego superaba a cualquier admirable y correcto profesional de su sector. Siempre exigente, siempre imaginativo, siempre apasionado e ilusionado con cada nuevo número que salía a la calle, de finísima intuición y afecto volcado en cada texto, Roberto Diego encerraba dentro de él ese tipo de mística cotidiana, de convencimiento y orgullo profundo en lo que se hace, que tan poco abunda. Siempre pervivirá en la memoria de todos.