Fue en mi primera Feria de Guadalajara, a comienzos del nuevo milenio, cuando conocí a Roberto Diego Ortega. Venía del brazo de su amada Rocío Del Vecchio, y acompañado de amigos de toda la vida: Delia Juárez y Rafael Pérez Gay. En ese nuevo mundo de libros y editoriales que se abría para mí, la cordialidad de las dos parejas me hizo sentir en casa, diría bien “acogida” pero hay palabras que el albur desgata y entonces me quedo con la frase del tapete: muy bienvenida-welcome. La cosa es que con Roberto Diego siempre hubo un trato amable y generoso. Cuando lo miraba en silencio en las comidas o reuniones de trabajo en que llegábamos a coincidir, me parecía que tras su aspecto de bonhomía —qué duda cabe, El Bob, como le decían sus más cercanos, tenía cara de bonachón—, se agazapaba el rigor de un apasionado. Pero también “la última carcajada de la cumbancha” porque, en secreto, se la pasaba riéndose de todo y de todos.
Si debiera destacar un rasgo del editor y poeta, melómano y sibarita que fue Roberto Diego sería la discreción. Como si supiera que el silencio es necesario para degustar mejor la vida, prefería mantenerse al resguardo de la sombra, sin hacer olas, ni dirigir los reflectores hacia su persona. En una época en la que abundan los narcisos y las narcisas —que sirva también la corrección política para jalar parejo—, en que se hace tanto ruido en medio de la furia inocua de perder el tiempo, cómo nos harán falta personas como Roberto. Alguien que nos diga en una hermosa línea cargada del oficio de lector atento y editor sagaz, pero también de ese saber clarividente de la poesía: “Heredaré el lenguaje subrayado de infinito”.