Después de los sesenta años fue mi último amigo, a cambio de los que perdí: los que se fueron en la diáspora de un país dividido por el odio y extorsionado por el resentimiento. Lo celebro. Roberto Diego Ortega valía por veinte de ellos. Lo conocí gracias a Delia Juárez, en abril de 2019: meses después, tiempos pandémicos y, en el gobierno, tontos endémicos. Sabía quién era, pero nunca lo había tratado: poeta, traductor, ensayista, riguroso lector y editor de los que ya no abundan: cuidadoso, puntual, empeñado en un arte que pocos valoran. Para él, ninguna de estas artes fueron oficios, sino empeños de encuentros milagrosos, tal como la amistad, pues en ésta ponía el mismo esmero que en las otras. Para despedirlo, y recordarlo, hay que decir que cultivó, con igual vocación, las artes de la palabra y el de la amistad. Su divisa me acompañará: “Y seguimos… hasta donde tope”. Hasta ahí seguiremos, querido amigo.
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