Poeta mayor

"Doloridas, sin consuelo, vienen a cumplir el oficio de llorar a sus hermanos", señala el coro en Los siete contra Tebas, de Esquilo. En estas páginas, como en el teatro griego, dieciséis voces se reúnen para recordar, para subrayar sus afectos por el director de este suplemento desde su aparición, en junio de 2015: Roberto Diego Ortega. El conjunto destaca un gesto, un carácter, una memoria tejida a través de la amistad de años o de pocos meses de intercambiar correos. El conjunto aplaude su vida noble, su trabajo más que luminoso. Descanse en paz.

Uno de sus libros de poesía,  publicado en 1994 por Cal y arena.
Uno de sus libros de poesía, publicado en 1994 por Cal y arena. Foto Cortesía de: Delia Juárez G.

Aún imantado por la radiación de tus versos, querido Roberto Diego, evoco tu mirada penetrante. Las resonancias de tu voz, la puntualidad de tus comentarios y el apretón franco de manos eran tu divisa. Te conocí por la maestra Delia Juárez, y en un inicio tu agilidad, tu curiosidad y tu frescura de miras sugerían que éramos contemporáneos. Nuestras voces fueron lo primero que se conoció al teléfono. Tu perspicacia y agudeza eran ostensibles; una noche en la Pulquería Los Insurgentes nos reconocimos como en una cita postergada largamente. Para alimentar el enigma, no te busqué en la red, fui paciente y aquella noche departimos, entre Fadanelli, la maestra Delia y Rafa. Desde ese encuentro fuimos, más que colegas, amigos. La poesía de Becerra, Piazzolla, Del Paso, Walsh, Fogwill y Barón Biza nos brindó la complicidad de colaboraciones en El Cultural. Conocimos la mejor versión de nosotros mismos a través de llamadas, whats y comidas ofrecidas por ti y la gran Rocío.

Tu poesía es producto de un sigiloso proceder, te corregías con cuentahílos y sé que, de alguna manera, dejaste la eternidad en vilo
Uno de sus libros de poesía,  publicado en 1994 por Cal y arena.
Uno de sus libros de poesía, publicado en 1994 por Cal y arena.

TU SALUDO ERA MEMORABLE: “¿Cómo la llevas, Héctor Iván?”, y tu rúbrica en el acuse de recibido era digna del Dr. Johnson: “Tendrás noticias”. No creo que usaras esas frases sólo para mí, aunque los numerosos homenajes que te han rendido citan otras, que yo desconocía. Eso me alienta a creer que tenías cientos de rúbricas e innúmeros arranques de conversación. Si algo sabías, querido Roberto Diego, era hacer sentir único a tu interlocutor. Por ello, tú también eres un amigo aparte de todo lo demás. Fumabas con la elegancia de los dandies y sostenías el vaso de jaibol con whisky como si estuvieras en una boîte parisina. A pesar de ser un anglófono reconocido, en tu biblioteca descubrí toda la colección blanca de poesía de la NRF: Char, Ponge, Apollinaire, Mallarmé, et al. Venerabas a Saint-John Perse, que inspiró tu Nacer a cada instante (Cal y arena, 1994).

Tu poesía es producto de un sigiloso proceder, te corregías con cuentahílos y sé que, de alguna manera, dejaste la eternidad en vilo. Más que influencias hay improntas personales, formas de nombrar que sólo a ti pertenecen, instantes eternos que le roban tesoros al olvido. Como nuestro venerado Perse, eras un poeta solar y profesaste una vocación paternal. En “Carta para dibujar un retrato” rendiste tributo a Vicente Ortega Colunga, tu padre, y equiparaste su ausencia con un “peso irrevocable”, como José Carlos Becerra le hablara a su madre con estos versos: “A veces tu ausencia forma parte de mi mirada, / mis manos contienen la lejanía de las tuyas / y el otoño es la única postura que mi frente puede tomar para pensar en ti”. El octaedro “Apariciones”, dedicado a Rocío, engarza este insuperable díptico: “A veces una palabra tuya me acompaña / O me mojas gota a gota con las letras de tu nombre”. Y no rehuiste lo abstruso: “Como el maravilloso continente de tu ser / Ungido por la paz de la medusa / Y la espuma translúcida, / La cresta encandilada de las olas / Abiertas en collares, diamantes líquidos / —Un mar de sensaciones recobradas”, acuñaste en “Espejismo”.

TE FUISTE (no sin dar pelea) en lo pleno de nuestra amistad, una vez que me habías acompañado en mi temporada por el infierno y cuando nuestras conversaciones eran uno de mis asideros morales. Una noche de mezcal y tabaco nos despedimos.

Cuando supe de tu deceso quedé atónito, una luz negra me pasó por la cara y una tamaña tristeza ha colmado mis días desde entonces. Sólo sé que si hay un Valhalla, un edén de los vikings, nadie más que tú tiene una copa servida en ese festín celeste.