Promesa a Roberto Diego

"Doloridas, sin consuelo, vienen a cumplir el oficio de llorar a sus hermanos", señala el coro en Los siete contra Tebas, de Esquilo. En estas páginas, como en el teatro griego, dieciséis voces se reúnen para recordar, para subrayar sus afectos por el director de este suplemento desde su aparición, en junio de 2015: Roberto Diego Ortega. El conjunto destaca un gesto, un carácter, una memoria tejida a través de la amistad de años o de pocos meses de intercambiar correos. El conjunto aplaude su vida noble, su trabajo más que luminoso. Descanse en paz.

Roberto Diego Ortega (1955-2023). Ilustración: Camacho

“¿Cómo pudo ser, compañero del alma, tan temprano?”.

Hace unos días, cuando murió Roberto Diego Ortega, le escribí a un amigo que estaba de paseo en Viena, Guillermo de la Mora, informándole que nuestro cómplice literario más elegante acababa de morir. No olvido sus palabras cuando minutos antes este joven me había enviado una fotografía de la casa de Espadines Negros 15. Su respuesta a mi noticia fue: “Nos abandona otro hombre de letras”. En ese momento reafirmé o, más bien, le otorgué un valor personal a esa soledad a la que nos condena la ausencia de un hombre de la estatura estética de Roberto Diego Ortega. Y es que los hombres de letras representan, de alguna forma, la idea que nos hemos formado del humanismo y de la posibilidad de conocernos a partir del arte, la literatura y el miedo a lo que no somos: crónica de lo que podemos ser.

ROBERTO ME HACÍA SENTIRME acompañado en este mundo predecible, ordinario y siempre dispuesto a mostrarse pueril y ceñido a su tragedia o servidumbre cotidiana. “Un manotazo duro, un golpe helado” me devolvió al principio, a la lepra venenosa de pensar o escribir. Creo que varios amigos eruditos o que anidan en el negocio de la historia les hablarán acerca de su obra o de su papel en una generación o cofradía literaria. No seguiré ese camino porque en lo personal prefiero acentuar el papel de Roberto como un hombre de letras y como amigo o persona, pese a que esto último deviene intransmisible o es sólo de mi incumbencia.

Ese respeto mutuo entre el poeta y yo significaba ya una conversación, y más si pensamos que veníamos de tradiciones distintas o ámbitos literarios diferentes. Es justo a la sombra o luz de esa grieta que construimos una realidad literaria y hermana. Afable, dispuesto a escuchar la música de otros, alerta a la novedad o a las voces que no había escuchado, pero que bien presentía. Me intimidaba su capacidad de sospechar el talento o el suicidio literario, aunado a un impulso crítico que él domaba cordialmente. Quiero decir que nadie lo engañaba más allá de su tolerancia erudita.

EL HOMBRE DE LETRAS sabe que la literatura no es un dios venerable y que las artes diversas, las expresiones humanas más salvajes o divergentes intentan edificar un espacio común que nos deposita en un islote solitario. ¡Lo sabía! ¡Él lo sabía! Estamos cumpliendo un ardid o una estrategia que otros han tramado sin nuestro consentimiento. De allí el sosiego infame de su poesía y la tranquilidad acechante de su mirada. De allí su cinismo gentil en pos de aceptar a los otros en el espacio donde gobernaba: jóvenes astutos o ancianos del alma. Creo que nuestras reuniones, misivas o correos personales me deletrearon ese objetivo: las artes y la literatura están diseminadas en los espacios o las voces más disímiles. Roberto Diego las unía en las páginas donde tuvo influencia y libertad. Es posible que la escritura y el pensamiento de Walter Benjamin pueda expresarse de una manera sencilla: todo está relacionado con todo. Mas Roberto no perteneció a un mesón de pensadores, sino de actores de la sensibilidad. Creo que estuvo más solo que mi propia madre. Su aristocracia intelectual no la mereció casi nadie. No asistí a su funeral porque los muertos se hallan fuera del ataúd, sin embargo no dejaré que se marche.

Lo prometo.