¿Será que el mal existe porque existimos?

Es un fermento, una podredumbre. La fuerza de lo perverso radica en su esencia magnética, que provoca lo mismo náusea, rabia, miedo, asombro. Nos fascina. Lo repudiamos. Las artes siempre han puesto el ojo en las manifestaciones de lo maligno, con el fin de arrojar luz sobre lo prominente de su atractivo a lo largo de los siglos. Un caso paradigmático es El exorcista, cinta de 1973 que cumple medio siglo, dirigida por el recientemente fallecido William Friedkin. Y otras tres películas de esa época indagaron en el mismo motivo, según propone Bibiana Camacho: Los demonios, El hombre de mimbre y No mires ahora, basadas a su vez en obras literarias inquietantes. ¿Cuánto nos reconocemos en ellas?

El exorcista (1973).
El exorcista (1973). Foto: imdb.com

No sabía muy bien de qué iba El exorcista (1973), pero quise verla en cuanto escuché opiniones de parientes que aseguraban que su estreno habría causado perturbaciones psicológicas y emocionales en tías y conocidos. Un grupo de amigos nos fuimos de pinta de la prepa a casa de uno de ellos, que tenía la película en Beta. Pese a nuestros temores, disimulados con malos chistes y risas nerviosas, nadie perdió la cordura. Era el inicio de los años noventa, aproximadamente veinte años después de su estreno.

Cuando terminó la cinta guardamos silencio unos minutos. Era pasado mediodía y la luz solar inundaba la estancia, de modo que las amenazantes sombras nocturnas tardarían en aparecer, pero el efecto que nos causó la película hizo que todo alrededor se mirara distinto, al menos así lo recuerdo. Luego de ese instante de silencio, uno de los compañeros aseguró que esperaba algo de verdad escalofriante. Sea porque todavía estábamos procesando el filme o por la urgencia de volver a nuestras casas fingiendo que llegábamos de la escuela, no contestamos y nos apresuramos, cada quien, a nuestro destino.

Durante esos días me acechó la historia planteada en la película e inexplicablemente, cuando menos en su momento me lo pareció, la relacioné con la película mexicana Canoa (1976), que había visto unos cinco años antes y me perturbó tanto. En breve, la obsesión por ambas historias se disipó. Me convencí de la poca relación que guardaban porque una estaba basada en hechos reales y la otra no, ¿cierto?

EL GERMEN DE LA NOVELA

No siempre damos fácil con los temas en los que nos deseamos sumergir; a veces, los temas nos encuentran a nosotros. Esto es lo que ocurrió con el escritor William Peter Blatty. A sus 21 años leyó una noticia sensacionalista en el periódico: los padres de Robbie Mannheim, un joven de catorce años, buscaron ayuda médica y luego religiosa cuando hallaron a su hijo golpeándose contra las paredes con violencia, hablando lenguas desconocidas en una voz ajena y maldiciendo objetos religiosos. Aparentemente, un poco antes habría intentado comunicarse por medio de la ouija con su tía muerta. Un equipo de sacerdotes efectuó un exorcismo que se prolongó varias semanas, hasta que en la sesión número treinta, Robin dijo Christus, Domini (“Cristo, el Señor”) y se despertó sin memoria de lo ocurrido. Para su fortuna, Blatty se enteró de que uno de los sacerdotes encargados del exorcismo era profesor en el campus de la Universidad de Georgetown, donde él estudiaba.

El padre William Bowder se negó a la entrevista personal que Blatty le solicitó en repetidas ocasiones, pero le dijo que podía consultar un diario pormenorizado de los hechos, que se hallaba bajo resguardo en la sede de la Orden de Jesús en Nueva York. Gracias a esa documentación de primera mano, Blatty logró plantear en su novela una atmósfera terrorífica y una perspectiva humanista, profunda, sobre la existencia de Dios, del mal, la naturaleza de los seres humanos.

Blatty logró plantear en su novela una atmósfera terrorífica y una perspectiva humanista, profunda, sobre la existencia de Dios, del mal

La historia no sólo halló al narrador idóneo, también se encarnó en él.

Blatty rumió El exorcista durante unos veinte años, hasta que se encontró en condiciones de escribirla. Un premio de diez mil dólares fue el detonante para que, en 1969 y en un arranque frenético, desarrollara lo que se convertiría en un bestseller desde el día de su publicación, en 1971. La Warner Brothers de inmediato se hizo con los derechos y contrató a William Friedkin como director. Blatty se volcó en la labor de guionista.

CADENA DE SUCESOS INSÓLITOS

La inicial mancuerna armónica entre el director y el guionista se agrietó durante el rodaje. Hubo desencuentros creativos. Friedkin insistía en que la obra debía ser frontal. El guionista acusaba al director de sensacionalismo. Por si fuera poco, Friedkin tenía maneras extravagantes y despóticas de trabajar, de modo que Blatty tuvo que ser un constante pararrayos entre él, el resto del equipo y los directivos de la Warner. Por ejemplo: a fin de lograr los rostros aterrorizados de los actores, el director recurrió a disparos al aire durante las grabaciones; también usó bofetadas antes de algunas escenas específicas. No tuvo reparos en mantener la habitación de la niña a temperaturas extremadamente bajas, para lograr la incomodidad deseada en el equipo, y eligió usar sustancias apestosas para causar la repulsión precisa de los personajes.

Y es que no quiso traicionar la regla que impuso desde el inicio del rodaje: todo lo que se viera en pantalla sucedería también ante las cámaras al filmar. Nada de efectos especiales en la postproducción. Casi todo fue producto de efectos mecánicos y derivados de las leyes de la física; la mayor parte de ellos se inventaron al momento del rodar. El director parecía estar todo el tiempo en trance, obsesionado con incluir escenas fuera de toda lógica, como contorsiones imposibles, cabezas giratorias y poses que causaban un temor indefinido. En cambio, el escritor del libro y guionista se inclinaba por mostrar los misterios de la maldad, el reconocimiento de que existe algo más allá de lo divino.

Claro, otros directores también empleaban técnicas muy poco ortodoxas, pero si le sumamos los hechos anormales y la concatenación de sucesos insólitos durante la producción, el caldo de cultivo resultó explosivo. Antes de iniciar el rodaje se incendió el decorado que representaba la casa de la niña poseída, con excepción del cuarto donde se filmaría el exorcismo. Tres operarios murieron. En el set se escuchaban ruidos extraños, mientras sombras amenazantes se desplazaban entre el macabro escenario; se caían focos, se perdían cintas grabadas, técnicos aseguraban oír voces, los teléfonos emitían susurros incomprensibles, objetos desaparecían de sus sitios y luego eran hallados en lugares ilógicos. Como si todo aquello no bastara, algunos de los participantes experimentaron pérdidas de familiares cercanos y dos miembros del equipo fallecieron antes del estreno. Todos estaban aterrorizados, aunque el director se empeñaba en decir que era la sugestión causada por la historia. El sacerdote y asesor de la película, Thomas Berningham, bendijo el set y al equipo, que no dejaba de persignarse.

En varios momentos he disfrutado y sufrido este filme: creo que a pesar del paso del tiempo, no ha perdido su fuelle. Cada vez que me asomo a este perturbador universo experimento distintas emociones. Las primeras fueron la sorpresa y la inquietud; luego la historia ha desatado preguntas que tienen que ver con el poder de la religión, el mal, el destino, el sacrificio. Ahora ya no me parece tan extraño que durante la adolescencia la haya relacionado de forma tan directa con Canoa. Es que las cuestiones plantea-das en ambas cintas tienen que ver con la naturaleza humana atravesada por lo divino, cuya sustancia desconocemos. Acaso en lo divino también se concentra el mal.

OTRO CURA Y LO DEMONÍACO

Dos años antes que El exorcista se estrenó Los demonios (1971), dirigida por el británico Ken Russell y basada en Los demonios de Loudun (1952), de Aldous Huxley, un cuidadoso híbrido entre novela y ensayo. Huxley también fue hechizado por una historia real con tintes demoníacos.

El libro gira en torno a la historia de Urbain Grandier, sacerdote encargado de la ciudad amurallada de Loudon, en 1634. Una monja obsesionada con él lo acusa de brujo y finge estar poseída. Pronto todas las monjas ursulinas muestran los mismo síntomas que Regan MacNeil, la niña endemoniada de El exorcista: hablan lenguas extrañas, se retuercen de maneras inauditas, muestran un insaciable apetito sexual, sus voces adquieren tonos escalofriantes y blasfeman ante los símbolos divinos.

La verdad es que el inescrupuloso Grandier —un depredador sexual políticamente poderoso y beneficiario de favores de los más altos rangos eclesiásticos— había despertado la envidia de ciertos personajes y el deseo de venganza de varias mujeres que le adjudicaban míticas propiedades de sátiro. Acusado de herejía y de complicidad con los demonios fue enjuiciado con el único propósito de ser condenado. A pesar de las contradicciones y de las pruebas sobre su inocencia lo sometieron a suplicio, a torturas espeluznantes y la destrucción meticulosa del cuerpo, hasta la ejecución definitiva. A pesar del empeño y el derroche de técnicas escalofriantes, los torturadores nunca lograron que se declarara culpable.

La magistral película capta de manera perturbadora y minimalista los detalles más significativos del libro. La propuesta estética usa en su máxima potencia espacios blancos y simetrías desquiciantes para lograr una atmósfera claustrofóbica que, suma-da al coro de monjas ursulinas, plantea un verdadero banquete terrorífico.

El director parecía estar todo el tiempo en trance, obsesionado con incluir escenas fuera de toda lógica, como contorsiones imposibles

Al igual que ocurrió con El exorcista, circularon varios rumores alrededor de la filmación de Los demonios. Tal parece que algunos miembros del equipo técnico se vieron fascinados por las actuaciones de las ursulinas e

intentaron participar en la orgía con las actrices desnudas cuyas contorsiones, alaridos y muecas grotescas los incitaban. Además, ambas películas comparten el honor de haber sido ampliamente censuradas.

AL FONDO, EL MAL

Desde las primeras proyecciones, El exorcista provocó desmayos y vómitos entre algunos espectadores. Grupos religiosos la etiquetaban de satánica, mientras médicos y psicólogos la vetaron, por considerarla una cinta nociva. Críticos reconocidos la atacaban con virulencia. Lejos de desalentar a la audiencia, largas filas y taquillas agotadas confirmaban el desacato de una sociedad ávida de alimentar su imaginario con el mal. Los creadores no entendían las reacciones: la desacreditación por un lado y el morbo insustancial, por el otro. El más afectado fue Blatty, el escritor, cuyo auténtico interés en el caso iba más allá de las contorsiones, los vahos helados y las blasfemias. Su búsqueda era más profunda: una indagación acerca del mal como ente infinito e inmortal.

William Friedkin, director de El exorcista, y William  Peter Blatty, autor de la novela y guionista de la cinta.
William Friedkin, director de El exorcista, y William Peter Blatty, autor de la novela y guionista de la cinta.

En cuanto a Los demonios, se afirmaba que la producción fue salvaje y desenfrenada. Circularon rumores de extras supuestamente poseídos, que mostraron conductas lascivas. Los censores fueron implacables y el filme se convirtió en uno de los más prohibidos, por “escandaloso” y “pornográfico”. No se consideró el exceso como una propuesta estética, como un afán legítimo de causar al espectador una repugnancia que llevara a la reflexión. Entre los tantos cortes distintos en diferentes países, hoy existen al menos cinco versiones pero ninguna de ellas está completa.

Portada "El Exorcista"
Portada "El Exorcista"

Sin hacer caso de la controversia, Russell describió la película como una declaración política consciente. De hecho, la narrativa descubre que el tema de la posesión es más secular que sobrenatural. Las personas han sido dominadas a lo largo de la historia por pensamientos, miedos, odio a los otros, a una clase, raza o nación. Por el rechazo a lo diferente.

Ambas películas se enfrentaron a una suerte de inquisición por desafiar los convencionalismos religiosos y plantear preguntas acerca del mal, el poder, el estado, la iglesia. Las historias que fluyen bajo los velos de la posesión satánica, el sensacionalismo y los arqueamientos físicos resultan todavía más terroríficas, tanto porque reflejan las oscuras pulsiones humanas como porque cuestionan nuestras propias convicciones. Nos obligan a plantearnos preguntas incómodas.

Me pregunto si la repulsión combinada con fascinación, mezcla que ambas películas causaron, se deba más bien a un delirio: el reconocimiento colectivo del mal que palpita en cada uno de nosotros.

CHOQUE DE CREENCIAS

El hombre de mimbre (1973), dirigida por el inglés Robin Hardy, no fue censurada, pero la trama tiene vasos comunicantes con las anteriores. Basada en la novela Ritual (1967), de David Pinner, relata la historia de un policía arquetípico que atiende el llamado de auxilio para localizar a una niña perdida en la punta más extrema de Escocia: Summerisle. El sargento Howie es un estricto cristiano, con creencias arcaicas e inamovibles y una personalidad inquebrantable. Pese a la autoridad que ostenta, desde su llegada los lugareños le muestran un respeto tan fingido que no tarda en exhibir las estridencias de la majadería.

Durante su árida investigación descubre que hay una frenética atmósfera sexual a los ojos de todos. Una de las lugareñas lo seduce sin recato, completamente desnuda. En la taberna cantan a gritos canciones obscenas que crean una incomodidad tal en el sargento, que los espectadores nos sentimos partícipes de la misma. En suma, los aldeanos se comportan con un primitivismo asfixiante: no respetan reglas de ningún tipo, son sumamente lúbricos y viven en un alegre estado de expectación, como niños ansiosos por una sorpresa prometida. Para rematar, todos le aseguran que no se ha perdido ninguna niña, es más, que la niña ni siquiera existe.

Portada "Los Demonios de Loudun"
Portada "Los Demonios de Loudun"
Portada "Ritual"
Portada "Ritual"
Portada "No mires ahora y otros relatos"
Portada "No mires ahora y otros relatos"

Los esquemas del sargento Howie se resquebrajan, indefenso ante una comunidad que entiende la naturaleza como una amenaza literal y metafórica, como un dios-diosa pagana, cruel y vengativa, a la que rinden tributo a través de brujería y rituales precristianos. Al final resulta inevitable el anunciado choque de creencias. El sargento, incapaz de traicionar sus propias convicciones, arraigadas férreamente desde la infancia, se deja conducir al sacrificio durante una fiesta de fertilidad. Mientras recita el Salmo 23, resignado a su suerte, los festivos isleños lo acallan con un canto y una danza carnavalesca, poseídos por la euforia del mito y de la sangre.

Este viaje al costado más oscuro de una comunidad enclavada en sus creencias antiguas y adoradora de dioses primitivos representa una crítica demoledora al puritanismo de la sociedad británica tradicional. Como espectadores lamentamos la impotencia del sargento, pero la algarabía nos llama y nos jala a un verdadero festín de la transgresión.

¿DE QUÉ GÉNERO ES?

Por otra parte se encuentra No mires ahora (1973), de Nicolas Roeg, basada en un cuento homónimo de Daphne du Maurier. Esta propuesta no necesita ritos antiguos, posesiones satánicas ni euforias colectivas para plantear el mal y su incuestionable presencia en el corazón de las personas.

En su imperfección reside el verdadero terror, la sensación de que en efecto algo nos acecha, sin la certeza de si se trata de una amenaza externa o interna .

Aparentemente, John y Laura han superado el dolor tras la pérdida de su pequeña hija en un accidente. En Venecia, adonde viajan por compromisos de trabajo de John, conocen a un par de ancianas, Wendy y Heather; la segunda es una ciega y vidente que les asegura poder comunicarse con la niña. Ambos son incrédulos, hasta que se topan con algo que se asemeja inquietantemente a su hija muerta. Los lugares donde se dan los encuentros coinciden de manera tétrica con aquellos donde un asesino misterioso siembra el pánico en callejuelas sin salida, canales desolados y rincones oscuros. El ritmo lento pero en constante tensión, aunado a una Venecia fantasmal sin turistas y en perpetuo cielo gris, crean una atmósfera sombría, ajena al tiempo.

Los opuestos que se abisman cada vez más en sus propias creencias aprietan el ritmo. Mientras que John se enfoca en su trabajo como arquitecto en Venecia, Laura poco a poco se convence de que es posible comunicarse con la niña difunta. Los esposos están sometidos a un constante acecho y a un peligro que late, oculto. La tensión se desfoga en una escena memorable de sexo que fue censurada y sometida a cortes absurdos.

El gran mérito de esta cinta es que ningún género cinematográfico le hace justicia. ¿Se trata de una película de psicópatas, una historia sobrenatural o un thriller psicológico? No está claro. Es desconcertante, imperfecta, tenebrosa, deliberadamente compleja y misteriosa. El final es tan abierto y quedan tantos cabos sueltos que permanece una bruma perversa en la que, intuimos, la maldad permanece imperturbable, a la espera de nuevos escenarios y personajes.

EL VERDADERO TERROR

Me parece encontrar en este cuarteto de películas setenteras una complejidad escalofriante, que no tiene que ver ni con la posesión satánica ni con los rituales y mucho menos con el demonio. Lo de veras perturbador es el planteamiento de que el mal es un atributo compartido, que puede adoptar distintos perfiles y se manifiesta preponderantemente en situaciones de poder. La ambigüedad e imperfección de estas decadentes y misteriosas películas las ubica en un género no establecido, porque formulan preguntas que jamás reciben una respuesta única; es el espectador quien resuelve —o no— los acertijos. Y justo en su imperfección reside el verdadero terror, la sensación de que en efecto algo nos acecha, sin la certeza de si se trata de una amenaza externa o interna.

Mención aparte, los escritores cuyas obras fueron el origen de estas películas desarrollaron carreras peculiares. William Peter Blatty se inició como autor de comedias que fueron bien acogidas por la crítica. En cambio, y pese a su gran éxito, el libro El exorcista fue destrozado y se le consideró una obra literaria menor. Insatisfecho porque la película no desarrolló a profundidad sus verdaderas inquietudes, Blatty escribió más novelas de temática similar, algunas también adaptadas al cine, que no obtuvieron el reconocimiento esperado y tampoco transmitieron su tenaz defensa de la existencia del bien divino.

Los demonios de Loudun no es la obra más representativa del ensayista, guionista, periodista y filósofo Aldous Huxley, sin embargo, refleja los intereses primarios del autor: la maldad intrínseca al ser humano, la enajenación como mecanismo de control social, la inquietud por conocer el origen de las pulsiones humanas.

A pesar de que el actor y escritor David Pinner escribió varios libros, ninguno alcanzó el éxito de su ópera prima, Ritual, en gran medida gracias a su adaptación cinematográfica. Sin embargo la propuesta novelística es mucho más compleja: los personajes parecen obedecer a un orden divino y maligno orquestado en las profundidades de la psique, que empujará al protagonista al abismo de su propia persona. Esto constituye un sacrificio más cruel que el planteado en la película.

Por último, varias obras de Daphne du Maurier, indiscutible maestra de lo siniestro, fueron adaptadas al cine, algunas de ellas por Alfred Hitchcock, como La posada de Jamaica (1939), Rebeca (1940) y Los pájaros (1963). Su obra literaria mantiene una oscuridad sublime e inquietante, que nunca se somete a las estrategias del espanto obvio, de ahí el frecuente interés de adaptar sus obras para la pantalla.

Los demonios (1971), del director Ken Russell.
Los demonios (1971), del director Ken Russell.

Sin importar el orden, en todos los casos vale la pena mirar con atención ambas narrativas, la del discurso cinematográfico y la del literario: en cada uno de ellos se siembra una duda acerca del mal divino, la cual persiste en el lector-espectador.

RASGO IDENTITARIO COMÚN

Poco cambia a lo largo de los siglos, a pesar de que todo es completamente distinto. La naturaleza humana, aquélla que ha sido plasmada por narradores, filósofos, músicos, dramaturgos, pintores y otros, permanece inalterada. Por eso es posible reconocer en los personajes de otros tiempos y de culturas extrañas nuestra identidad humana. Nos identificamos, emocional y psicológicamente, con historias del pasado, a pesar de que el marco de referencia de nuestras vidas sea distinto. Sabemos que ciertas proposiciones que antes parecían axiomáticas son ahora insostenibles y que lo que ahora consideramos como premisas evidentes no podían, en tiempos arcaicos, conformar un sistema de pensamiento y de ser, porque la vida se experimentaba de distintas formas. Incluso ahora, a pesar de la globalización, seguimos hallando grupos de personas que están cercanos o lejanos geográficamente, pero cuyas creencias, marcos de referencia, modos de pensar y ver al mundo son radicalmente diferentes a los nuestros.

Sin embargo, las diferencias entre grupos humanos son siempre periféricas. Existe una identidad humana fundamental en el interior de cada uno de nosotros. Quizá por eso nos fascinan historias como las arriba mencionadas. Sobre todo cuando la elaboración de la narrativa es tan poderosa, podemos identificarnos con los personajes aunque no necesariamente compartamos las creencias, las obsesiones y los temores tal cual se plantean.

Es que siempre nos enfrentamos, en todo tiempo y lugar, a los mismos problemas, forcejeamos con idénticas tentaciones. Estamos en un constante descubrimiento del mundo, lo miramos y experimentamos desde distintos ángulos, tratando de entender al prójimo y, en el mejor de los casos, de respetarlo. Con todo, en el núcleo de cada quien persiste el miedo, la duda, el sacrificio, la crueldad, el mal, la locura, el desconcierto, el descubrimiento, el fracaso, la felicidad.

Quizá lo que estas películas nos dejan ver a partir de los abrumadores mundos que plasman, de las épocas que dibujan y del sistema social, religioso y moral a partir del cual se desarrollan, sea precisamente el perenne rasgo identitario que nos hace humanos. El contexto puede cambiar, pero la sustancia y los significados permanecen inmutables.

El hombre de mimbre (1973), dirigida por Robin Hardy.
El hombre de mimbre (1973), dirigida por Robin Hardy.

EL MISTERIO DEL MIEDO

Este 2023, la cinta El exorcista cumple 50 años y coincide con la reciente muerte de su director, William Friedkin, el 7 de agosto. El hombre de mimbre y No mires ahora comparten año cumpleañero. Los demonios, por su parte, es un poco más vieja, pero creo que funciona como piedra de toque porque despliega ante el espectador una época remota en la que, en efecto, existían apegos intensos entre el bien, el mal, el castigo, Dios y el demonio. Quizá el enorme éxito de El exorcista se deba a que plantea una situación aparentemente obsoleta en la época contemporánea. Retoma un hecho impensable en el presente y lo desarrolla con herramientas modernas. Sigue tan vigente porque los sucesos del mundo han afianzado la terrible sospecha de que el mal antiguo, que desafía a los sacerdotes de la película, en realidad siempre ha estado entre nosotros. En lo que se refiere a El hombre de mimbre y No mires ahora, ambas indagan en miedos primitivos, desentierran terrores aparentemente superados en la modernidad y obligan al espectador a preguntarse si el presente en realidad está tan carente del misterio del miedo, del mecanismo del espanto, de la angustia de la existencia.

Los sucesos del mundo han afianzado la terrible sospecha de que el mal antiguo en realidad siempre ha estado entre nosotros

Tal vez los ritos paganos de los que es víctima el sargento Howie, así como la comunicación con el universo de los muertos que acecha a John y a Laura ocurren tan a la vista de todos que pasan desapercibidos. Los demonios es la más explícita en el planteamiento del mal y sin duda expone la turbulencia política y religiosa que en el siglo XVII se resolvía, en infinidad de casos, a través de intrigas, simulaciones, graves acusaciones que hoy nos parecerían ridículas, pero con la gravedad de torturas y quema real de personas. Sin embargo, sigue vigente la enajenación de masas que alentó el linchamiento del Grandier en el siglo XVII, lo mismo que el linchamiento de los jóvenes en Canoa. Con otras caras, con símbolos distintos, con valores y distintas pulsiones, permanece tan vital como siempre.

Las cuatro películas comentadas son piezas artísticamente imperecederas y transgresoras que muestran lo anormal, lo desmesurado, lo monstruoso, para que nuestra contraparte reprimida se manifieste y haga evidente, aunque sea por un par de horas, lo que se esconde detrás de nosotros. Es posible que me haya equivocado en mi interpretación, quizá la búsqueda filosófica no sea la naturaleza del mal y sus tentáculos infinitos. Tal vez lo que sus creadores rastrearon fue la existencia del misterio de dios, ese ente sin religión, esa fuerza vital que palpita en todos nosotros y en lo desconocido. ¿Será que en nuestra eterna búsqueda de sentido siempre nos topamos con el mal? ¿Será que el mal no es un ente más allá de lo humano, sino que nos resulta intrínseco? ¿Será que el mal existe porque existimos?

No mires ahora (1973), del director Nicolas Roeg.
No mires ahora (1973), del director Nicolas Roeg.
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