Al recibir la noticia que navegó de servidor en servidor desde México hasta alcanzar Barcelona, me dije a mí misma: pareces el dios Jano, mirando el pasado y el futuro a la vez. Porque ante la partida definitiva de alguien que supo ser cercano de pronto se nos revela todo lo que compartimos con él en ese extraño país llamado memoria y todo lo que, irremediablemente, ya no se producirá y quedará guardado en el cajón de lo imposible.
Conocí a Roberto demasiado tarde. Me extendió una invitación a su hogar —para un editor, una revista, un suplemento, es exactamente eso—, y lo hizo para que escribiera de lo que sigue siendo para mí una herida abierta: la invasión de Ucrania. No fue un encargo más: al otro lado me encontré a alguien que escuchaba con un respeto delicado y cómplice. Cuando uno percibe esa calidad humana, es sensato no dejarla escapar. Y así fue con nuevas colaboraciones, precedidas de correos amables y siempre certeros.
Ahora que sé que en el futuro ya no disfrutaré de este valioso diálogo trasatlántico; pienso en el pasado, en la novela que le envié sobre un matemático de un Estado totalitario que, gracias al amor y al arte, siente cómo le brota un alma, y eso en cierto modo lo salva. Intuyo que eso mismo era el cometido que tenía Roberto a través de estas páginas de cultura que cuidaba con mimo y oficio.