Con una pata colgando,
despojo de una pedrada,
pasó el perro por mi lado,
un perro de pobre casta.
Uno de esos callejeros,
pobres de sangre y estampa.
Nacen en cualquier rincón,
de perras tristes y flacas,
destinados a comer
basuras de plaza en plaza.
MANUEL BENÍTEZ CARRASCO
(Poema cursilísimo y triste recitado por la tía Rosita)
Me atrevo a decir con absoluta certeza que mi mamá es una de esas personas que quieren más a los perros que a los seres humanos. No la culpo ni la juzgo. Una tarde de noviembre hace más de veinte años me llamó desconsolada. Había ido a Michoacán a hacer una investigación acerca de las tradiciones de Día de Muertos. Además de bailarina, mi mamá era, entonces, directora de una academia de danza mexicana y siempre andaba por el país aprendiendo nuevas danzas y tradiciones. Esa tarde de noviembre contesté el teléfono y se puso a llorar. Como cualquier persona normal, me preocupé. Como la histérica, aprensiva que soy le grité: ¡Qué pasó, mamá!, ¿quién se murió? “Ay, nenita, vengo de conocer al ser más triste y desvalido de este mundo”. Mierda, imaginé a un miembro de la familia en bancarrota y terminal. No, era un perro callejero.
No sé qué de este animal, a diferencia de la mayoría de perros callejeros, atrajo la atención de mi mamá, pero no paraba de llorar. El “ser desvalido” vivía en una plaza pública entre una pescadería y una vulcanizadora, o sea
que estaba casi negro de aceite y mugre y apestaba a tripas de pescado. También cojeaba, según el reporte. Mi mamá me dijo que estaba pensando regresar a Morelia a traer al perro. Le sugerí que saliera a un par de calles a la redonda que, a diferencia de Morelia, le quedaban a tres o cuatro minutos para ver si existían (era una apuesta arriesgada) más perros en situación de calle que necesitaban ayuda. Pero no, ella tenía uno sólo en mente.
A LA SEMANA SIGUIENTE se lanzó a Morelia con una bolsa de mandado, resuelta a traer a Boogie, el aceitoso. Nadie en la familia pensó que era buena idea, pe-ro nadie, tampoco, logró detenerla. El rescate fracasó. El perro no estaba por ningún lado. A su regreso mi mamá me llamó otra vez llorando para contármelo. Sin embargo, la señora de los jugos (siempre hay una) le aseguró que el perro seguía por ahí, sólo ese día no había aparecido. Tuve la suficiente paciencia para consolarla un rato y GARANTIZARLE que había muchos perros a los que podía ayudar, pero mis esfuerzos fueron en vano. Ella no iba a claudicar.
Una semana después se lanzó otra vez. Lo encontró. Entre espinas de pescado y cáscaras de limón, apareció la estopa grasienta y coja aún sin nombre ni hogar. Mi mamá le dijo amorosamente “¡ven!” un par de veces pero el perro no respondió. No conocía ni el cariño ni el español. Mi mamá le preguntó a la señora de los jugos cómo se decía “ven” en purépecha, a lo que la señora respondió “juní”. Entonces mi mamá regresó y con mayor entusiasmo le gritó “¡juní, juní!". El perro fue directo a… la bolsa de mandado que mi mamá tenía contemplada para él. Lo subió al coche y lo llevó a una veterinaria en el D.F. No contempló que el coche iba a quedar plagado de pulgas e impregnado de un olor indescriptible que duró más de dos meses.
Al perro, bautizado como Juní, lo desparasitaron, bañaron, vacunaron y le cortaron el pelo… y una semana después, la pata. El daño era irremediable, así que no hubo más remedio que amputar su pata trasera. A unos días de la recuperación tuve el mal gusto de preguntar por “Tres patines” y mi mamá volvió a llorar.
JUNÍ VIVÍA en la academia de danza, ahí tenía espacio y cariño del alumnado. Dominaba bien subir, bajar y has-ta saltar con sus tres patas. Todo había cambiado en su vida, pero faltaba un ajuste más. Por su postura o por su tamaño, no sé bien por qué, cada vez que se sentaba (tal vez de manera muy brusca, no era, digamos, un príncipe) se lastimaba los huevos y lanzaba un pequeño aullido de dolor. ¿Qué procedía entonces? Sí. Es correcto. Castración.
Boogie, el aceitoso, Tres patines castrato sobrevivió y se convirtió en el perro más horrible y más querido de cientos de personas, especialmente de mi mamá.
Ya para entonces el ser más desvalido del mundo era mi mamá, que no paraba de llorar y sentir culpa por la criatura. Le parecía que, por una buena intención, se había equivocado en todo y le había arruinado la vida a Juní. Pero no, la operación fue un éxito y el perro de las espinas de pescado, Boogie, el aceitoso, Tres patines castrato sobrevivió y se convirtió en el perro más horrible y más querido de cientos de personas, especialmente de mi mamá.
Pero todo por servir se acaba. Un noviembre, varios años después, Juní se rebeló. Ya era viejo, se hubiera podido calcular cuántos años tenía por su dentadura, pero desde que se le encontró estaba muy chimuelo. Y prógnata. Pero era claro que a esas alturas estaba ya mayor. Como cada año, en la academia de danza se colocaba una ofrenda de muertos. Juní, purépecha de cepa, estaba familiarizado con la tradición y la respetaba. Supongo que ese dos de noviembre decidió completar su ciclo y, burlando la seguridad tanto de su casa como del cerco que rodeaba la ofrenda, se brincó con sus poderosísimas tres patas al tradicional festín de muertos.
Como dicta la tradición, ésta tenía, además de flores y papel picado, pan, mole, caña, cigarros, chocolate, tequila y ron. Se tragó todo. Hasta las flores.
Al día siguiente en la academia encontraron un vómito largo y multicolor que se parecía a las alfombras que llevan al Mictlán. Juní yacía muerto al pie de la ofrenda junto a una veladora aún encendida, enseñando los tres dientes de su sonrisa prógnata. Estaba esponjoso, panzón, incompleto, feliz.
Éskari sésï níntaaka, Juní.