Un nudo es un enredo con método. Desde luego están los que se forman solos, por las vueltas de la vida, fruto del azar o de cierta propensión a la maraña, pero entonces se tornan un desafío —un acertijo para los dedos—, que a menudo se resuelve de tajo con las tijeras o la espada. La alternativa de cortar por lo sano que, según la leyenda, inauguró Alejandro Magno con el nudo gordiano, tiene un regusto a trampa o renuncia, aunque no deja de ser una solución creativa, ejemplo de la audacia del pensamiento lateral para salirse de la caja.
Algo en apariencia melancólico como un cordón se tuerce sobre sí mismo, da una vuelta o dos, pasa por arriba o por abajo y, al apretarse, se convierte en una horca o una cuerda de rescate. Basta un bucle, un giro alrededor de sí, para dar paso a la complejidad. El nudo antecede a la cuerda y la prefigura; su quid está en que, incluso al abrazar otros objetos, basa su fuerza en la autosujeción. Se trata de una vuelta reflexiva que produce algo nuevo: conexión, ancla, anillo corredizo, señal mnemotécnica, almacenamiento de información (como en el quipu de las culturas andinas). El nudo es a lo filiforme lo que el pliegue a la superficie: sofisticación, rizadura, la oportunidad de emanciparse de lo plano, aun a riesgo de convocar el laberinto —y extraviarse.
Cuando el nudo mantiene la coherencia y aprende a desandar el camino, es capaz de unir y separar lo que no se había unido ni separado del todo —el secreto del nudo radica en su reversibilidad. También, a gran escala, crea tejidos o redes que, por su tersura o densidad, ocultan la trama que los conforma. Concebida como una arquitectura de nudos, aun la filigrana más delicada podría desanudarse hasta volver a su condición de simple hilo, siguiendo las artimañas nocturnas de Penélope.
Según Ludwig Wittgenstein, el cometido de la filosofía consiste en desatar los nudos de nuestro pensamiento, nudos que hemos creado “estúpidamente”, a fuerza de vaguedad y confusión. Su tarea sería desenrollar y disolver lo que ya no tiene ni pies ni cabeza, hasta presentarlo como el hilo negro que alguna vez fue. En Zettel, caja de zapatos rebosante de papelitos y deslumbramientos, escribe que el “resultado debe ser simple, pero el filosofar es tan complicado como los nudos que desata”.
En sentido contrario a marineros y montañistas, expertos en cabuyería, el filósofo se concentra en desatar y desenmarañar, verbos que recuerdan a las viejas actividades de clarificación y discernimiento, sólo que con un énfasis práctico, casi manual, que no cancela el uso desesperado de los dientes. Su misión, de raíz quijotesca, consistiría en “desfacer entuertos”. La habilidad para formar un nudo se contrapone a la maestría para deshacerlo y, al final, como en un acto de prestidigitación, sin más recursos que los movimientos abstractos de afloje y desenredo, debe mostrar que la respuesta ya estaba allí, oscurecida por su propio embrollo.
Si atendemos a la estructura narrativa clásica —introducción, nudo y desenlace—, la filosofía resolvería la tensión creada por revoltijos conceptuales, puntos de giro y cabos sueltos, hasta alcanzar una nueva normalidad. El lema “tanto monta” (cortar como desatar), que remite a la resolución drástica del nudo gordiano, sería repudiado por Wittgenstein por su semejanza con el deus ex machina.
Los nombres de los nudos rinden homenaje a quienes los inventan: nudo marinero, de cirujano, de pescador, de bombero, de la abuela, fugitivo… Hasta donde sé, no existe un nudo (o desanudado) de filósofo, pero hay que reconocer que los matemáticos han creado una familia topológica fascinante que, entre otros, incluye al “manso” y al “salvaje”; en teoría de nudos, este último designa al que no podría formarse con una cuerda y siente debilidad por repetirse al infinito.
Basta un bucle, un giro alrededor de sí, para dar paso a la complejidad. El nudo antecede a la cuerda
Más próximos a los pioneros que a los filósofos, los scouts han elevado el arte de los nudos a disciplina espiritual. Enfocados en tareas útiles, que algún día se traducirán en salvamentos o tendederos para la ropa, se ejercitan con la piola para forjar el carácter. Incluso a la hora de anudarse la pañoleta, esa corbata para la intemperie, han ideado ritos de iniciación. No sé si sea un pilar del escultismo, pero salir de excursión y volver a salvo tras una serie de complicaciones en la montaña, dibuja en el calendario un nudo perfecto de fin de semana.
Si se excluyen los enredos del cordón umbilical, nuestro nudo primigenio es el de las agujetas. Hay quien nunca supera ese moño elemental y se priva de aprender otros. Quizá porque lazos y nudos se asocian al compromiso, no faltan los que prefieren la libertad y terminan acechados por nudos ciegos. En los diccionarios de dichos en inglés sorprende esta descripción del matrimonio: “Atar un nudo con la lengua que no puede deshacerse con los dientes”. No es raro que la corbata, tantas veces descrita como “la única fantasía que puede consentirse un caballero”, inspire desconfianza: proyecta la sombra de la horca, de una soga de seda que nos ata cada mañana a las convenciones.
Los nudos se vinculan a la magia. Desde Hedjhotep, dios egipcio del tejido y los amuletos, forman parte de los hechizos y los amarres amorosos. Una cuerda anudada tres veces basta para moldear una figura humana y causarle un efecto a distancia (los resultados deberían mejorar con un mechón o hilacha de su pertenencia). Según el Corán, Mahoma cayó enfermo por nueve nudos maléficos arrojados a un pozo. Durante la Inquisición, se asumía que las brujas producían impotencia o esterilidad a través de nudos, y no en vano muchos sortilegios se valían de volutas rítmicas con el hilo del lenguaje. También se consideraba crucial deshacer “el trabajo”: la desligadura. En La rama dorada, James George Frazer observa que los nudos alteran el libre curso de las cosas, por lo que, según la magia homeopática, incluso una trenza o cruzar las piernas podrían acarrear consecuencias inesperadas, en particular en partos y casamientos. La linealidad del tiempo y la entropía están en juego en el atado de nudos, que imponen obstáculos al flujo natural de energía; al enroscarse sobre sí cual serpiente, el tiempo tendría la cualidad de encogerse, dar marcha atrás o coagularse en el espacio.
Los trucos con sogas de los ilusionistas quizá sean un resabio de la hechicería antigua: retoman un símbolo milenario de gran poder, recurrente en la heráldica, para mostrar que lo que parecía unido no lo estaba, que lo roto era un continuo y la flacidez, sólo apariencia.
“Gazas”, “cotes”, “eslingas”, “empalmes”, “azoques”, “driza”, “dogal”, “presilla”, “lasca”: el léxico colorido de los nudos se ha vuelto esotérico, como corresponde a ritos y tradiciones casi olvidadas.