El hombre de lectura, Ignacio

Vicente Leñero e Ignacio Solares, aproximadamente en 2004. Foto Cortesía de Myrna Ortega

Con profundo amor dedico estas líneas

al Ignacio que vive en mi corazón:

mi compañero de vida,

de lecturas y sueños,

de alegrías y dolores,

de amigos y pasiones compartidas.

Hablar de esta faceta suya es entrar a un universo íntimo y fascinante, que tuve la fortuna de atestiguar durante cerca de 45 años: el de sus libros y sus autores amados. Fue mi guía en ese sentido desde que lo conocí.

Como Ignacio era un gran aficionado a los cuentos, me contaba sus favoritos, me recomendaba novelas, descubrí nuevos autores de su mano, hablaba siempre de literatura con sus mejores amigos, con sus hijos y, a últimas fechas, con sus nietos. A veces reclamaba amorosamente mi atención a sus recomendaciones, frente a mis propias lecturas.

Por eso, cuando Anel Pérez y Guadalupe Alonso me sugirieron que se tocara en esta mesa, en homenaje suyo, esa faceta como apasionado de los libros, no pude más que pedirles que me dejaran hacerlo a mí porque ese acto tan íntimo era su fuga y su agarradera, era su forma de vida.

PRIMEROS LIBROS

Ignacio fue un lector voraz desde niño, cuando encontró refugio a sus angustias infantiles en la ficción. Leyó entonces todas las novelas de Salgari, las de Julio Verne, con especial devoción por Un capitán de 15 años, Robinson Crusoe y La isla del tesoro, de Stevenson. Devoró la pequeña biblioteca de su padre —quien era muy buen lector—, donde lo mismo campeaban autores franceses de moda en el México de mediados de siglo pasado, como Pierre Loti o Paul Bourget, que Oscar Wilde. El tomo de Aguilar empastado en piel del autor de El retrato de Dorian Gray era uno de sus más amados y data de aquella época. Más tarde leyó con

detenimiento y fascinación, entre otros libros que lo marcaron, Don Quijote de la Mancha y Guerra y paz. Arthur Conan Doyle fue autor de sus primeros gustos, pero al final de su vida Ignacio también volvió a él. Había novelas de aquella época, de su juventud, a las que regresaba regularmente: El extraño caso del Dr. Jeykll y Mr. Hyde, de Stevenson, era una de esas prototípicas, junto con Drácula, Frankenstein y los cuentos (eso sí, en traducción de Julio Cortázar), de Edgar Allan Poe.

Jean Valjean quedó cincelado en su imaginario y de alguna manera es el prototipo de su héroe por antonomasia, entre los que estaba también Aliosha Karamazov

El primer ejemplar de una de sus novelas preferidas, Los miserables, fue obsequio de su padre cuando Ignacio era aún muy joven. El libro tiene una hermosa dedicatoria: “Para mi hijo, porque esta novela me cambió la

vida y espero que también cambie la suya”. La figura de Jean Valjean quedó cincelada en su imaginario y de alguna manera es el prototipo de su héroe por antonomasia, entre los que estaban también Aliosha Karamazov; en cine, Rocco, el de los hermanos; Larry Darrell, de Al filo de la navaja o la pequeña Mouchette, de Bernanos. “Es un Cristo”, solía decir con admiración y nostalgia ante esos personajes que sufrían y daban todo, incluso la vida, por los que amaban. A partir de que lo leyó, Víctor Hugo se convirtió en uno de sus autores más admirados. Recuerdo la pasión con que insistió en que visitáramos en repetidas ocasiones su casa en la Plaza des Vosges en París, donde se respira su esencia.

BUSCAR LO SAGRADO

Sin duda como una prolongación de su espíritu de lector, Ignacio tenía un gusto particular por recorrer las casas y los lugares emblemáticos de sus autores favoritos. Así conoció la casa de Dostoievski en San Petersburgo, la de Balzac en París o la de Unamuno en Salamanca, las de Sigmund Freud —tanto en Londres como en Viena—, el Callejón del Oro donde vivió Kafka en Praga o el Barrio de las Letras en Madrid, donde vivieron Calderón, Góngora, Cervantes y Lope de Vega… y hasta el Castillo de If, que recrea al Conde de Montecristo en Marsella o la casa —que por supuesto no es la casa, aunque sea la casa— de Sherlock Holmes en Baker Street; la librería donde asiste regularmente Paul Auster en Brooklyn o el famoso Floridita, bar al que acudía Hemingway; el restaurante en Londres donde Virginia Woolf pedía el jamón con piña que hoy conocemos con su nombre; el Café de Gijón que frecuentaban Pérez Galdós y Del Valle-Inclán o La Coupole, al que concurrían Jean-Paul Sartre, Albert Camus, Malraux y Arthur Koestler, y en el cual ubicaba varias anécdotas que contaba de ellos.

Siempre hace falta tener un guía de lectura e Ignacio tuvo los suyos, quizá varios, pero José de la Colina y Vicente Leñero fueron especialmente importantes para él. Por años fue madurando su vida como lector de la mano de ellos. Leyó con especial pasión a escritores que buscaban alguna forma de la trascendencia, como Krishnamurti de joven o, en la edad madura, Thomas Merton o Willigis Jäger, cuyo libro La ola es el mar dio lugar a una reafirmación de sus creencias más profundas. Particularmente le interesaron los llamados escritores católicos, como Graham Greene, François Mauriac, George Bernanos, Paul Claudel y Léon Bloy, y no por su catolicismo sino por la forma como interpelaban la vida en busca de lo sagrado. El grupo de amigos con el que nos reunimos durante más de 25 o 30 años para hablar de Dios se convirtió en un espacio privilegiado de intercambio de libros.

Como mencioné antes, él buscaba mundos alternos, la otredad, lo paranormal, lo que está más allá de lo que vemos y percibimos con nuestros sentidos. Encontraba correspondencias entre lo que aparentemente eran universos ajenos. En el campo de la psicología se formó leyendo primero la obra completa de Sigmund Freud y la de su discípulo, Carl Gustav Jung y, a partir de ellos, la obra de otros estudiosos de la mente humana, como Alfred Adler, Igor Caruso, Viktor Frankl, Otto Ranke o Laing. No sólo leyó a fondo a Erich Fromm, sino que estudió con él en su casa de Cuernavaca, al lado de los llamados once discípulos.

Como una prolongación de su espíritu de lector, Ignacio tenía un gusto particular por recorrer las casas y los lugares emblemáticos de sus autores favoritos

Más allá, y en los terrenos donde la literatura se toca con la filosofía, se entusiasmó con el existencialismo de Jean-Paul Sartre, pero pronto lo contrapuso a su veneración por el humanismo de Albert Camus. Entre uno y otro, siempre prefirió a Camus, aunque recientemente se emocionó al conocer que Sartre rectificó algunas de sus creencias, hasta sostener que don-de escribió "Nada" hubiera deseado haber escrito "Dios". Pero Ignacio fue más allá todavía, en busca de quienes habían indagado en el espiritismo, el ocultismo, la muerte, el azar y la necesidad, en lo que está más allá de lo evidente, como Arthur Conan Doyle, Arthur Koestler, Colin Wilson o Elisabeth Kübler-Ross. “No hay disciplina que baste para el conocimiento de lo humano”, escribió.

LOS PREFERIDOS

Su biblioteca de hoy está formada por libros venerados donde rondan las obras de Aldous Huxley, sin duda uno de sus autores preferidos, con

Somerset Maugham, Graham Greene, Chesterton, Clarín, Gómez de la Serna, Flaubert, Kafka, Dino Buzzati, Thomas Mann, Bernard Shaw, Chéjov, Tolstói, Bashevis Singer, Melville, Jack London, D. H. Lawrence y Faulkner, entre otros. Particular gusto tenía por Henry James y su clásico Otra vuelta de tuerca, aunque de entre sus cuentos sentía predilección por “El altar de los muertos” y “El rincón de la dicha”. Fue un buen lector de Marcel Proust y un apasionado admirador de James Joyce, cuya biografía fue una de las últimas que leyó. Porque he de agregar que Ignacio fue un gran entusiasta de biografías. Recuerdo cuánto disfrutó, entre otras, la de Malraux, la kilométrica de Dostoievski, la primera de Proust, las de Albert Camus, las varias de Freud y Jung, entre muchas otras.

Por supuesto, estudió a fondo también historia de México. Cuando escribió Madero, el otro y La noche de Ángeles aseguraba que tenía que leer todo, porque el dato que le faltaba estaba seguramente en el libro pendiente de conocer.

Al final de su vida prefirió regresar a sus autores más amados, antes que descubrir nuevos. Entre sus últimas relecturas estuvo La condición humana, de André Malraux, así como Los hermanos Karamazov y Los endemoniados, de Dostoievski.

LEER, MÁS QUE ESCRIBIR

El Boom de la literatura latinoamericana marcó un cambio en el rumbo de sus aficiones, como supongo que pasó con otros escritores de su generación. Los leyó a todos. De entre ellos, prefería en primerísimo lugar a Borges, a Carlos Fuentes y, por supuesto, a Julio Cortázar, a quien no só-

lo conoció y leyó de cabo a rabo, sino sobre quien escribió un largo ensayo que se publicó con prólogo de Gabriel García Márquez, Imagen de Julio Cortázar, y a quien le dedicó el primer número de la Revista de la Universidad durante la época en que la dirigió.

La literatura de Carlos Fuentes, decía, tiene transcendencia.

Su increíble memoria fotográfica le permitía fácilmente encontrar la cita o el párrafo que quería compartir. Decía que el libro era el lugar más tranquilo de la casa y que todo lo que estaba más allá le resultaba frívolo

Leer sobre tauromaquia fue su otra gran pasión, casi tan intensa como la de asistir a la propia plaza. Solares Tacubac, Cosío, Lanfranchi, Juan Pellicer, Corrochano, Hemingway, Miguel Hernández, entre muchos más,

acompañaban la lectura de El Universal Taurino y las biografías de destacados diestros. Quizá, junto con hablar de toros, la literatura era su tema favorito de conversación; decía que gozaba más leer que escribir.

Recordaba asombrosamente los nombres de los personajes de novelas

que había leído muchísimos años atrás, y su increíble memoria fotográfica le permitía fácilmente encontrar la cita o el párrafo que quería compartir. Decía que el libro era el lugar más tranquilo de la casa y que todo lo que estaba más allá de ellos le resultaba frívolo y dificilísimo de vivir. Se sentaba en una mecedora de madera y piel, dura e incómoda, en la cual podía pasar largas jornadas, siempre moviendo de un costado al otro la cabeza, como negando, hasta el punto de que nuestra hija, Maty, cuando niña, le preguntó por qué seguía leyendo algo que no le gustaba.

Y así podría seguir hablando de Ignacio lector, pero lo dejo hasta aquí. Quiero terminar con un profundo agradecimiento a mi amiga, jefa y colega, Rosa Beltrán, a quien tanto quiso y admiró Ignacio, y a todo el equipo de Cultura UNAM por estos homenajes; a mis queridas Anel Pérez, a Guadalupe Alonso por acogernos en esta maravillosa Casa Universitaria del Libro; a Pepe Gordon, Martín Solares y Javier Sicilia por sus palabras de hoy, por su amistad y cariño a él.

Concluyo con una frase de William Blake, que Ignacio solía recordar: “El agradecimiento es ya el cielo”.