Fantasmas en la casa

Fantasmas en la casa Foto: Phant / shutterstock.com

En La casa del dolor ajeno, Julián Herbert mira desde arriba de un edificio altísimo y lujoso en Reforma a quienes, cual hormigas, avanzan por la calle. La gente a nivel del suelo solamente puede mirar los edificios acristalados desde afuera. Herbert señala la frontera política que separa el arriba y el abajo: está mediada no por distancia, sino por ingresos. Como en la vida, los espacios nunca existen en abstracto en la literatura: también reflejan las posibilidades económicas de quien los habita, tanto de los personajes como de los y las escritoras que los crean. Si en la vida nos cruzamos con estos espacios, al representar hay que elegir.

Y en esa elección hay política.

EN JANE EYRE (1847), de Charlotte Brontë, y Jardín (1951), de la cubana Dulce María Loynaz, la tensión entre arquitectura, economía y literatura vibra en cada pasillo, quizás porque al ser novelas góticas,1 la casa tiene especial importancia. Aunque las protagonistas viven la parte fundamental de su trayecto en una mansión, en la práctica el contraste no podría ser más grande.

En Jane Eyre, la huérfana empieza con el pie izquierdo, viviendo con una tía que no la quiere; tras peregrinar llega a la mansión Thornfield, para educar a Adèle, hija del señor Rochester. La vivienda es suntuosa pero, al igual que aquélla donde se crio, parece habitada por una entidad sobrenatural. Risas salen de la nada, las puertas rechinan. Jane nunca lo conoce por completo. Se parece al contexto de Jardín, obra menos conocida. Bárbara, mujer que parecería ser ella misma sobrenatural, habita una casona decadente, con un jardín digno de ser llamado selva, en el que encuentra vestigios de una historia de amor acaecida 100 años antes, cuya protagonista podría o no ser ella.

Ambas viven en una especie de cárcel, aunque por motivos diametralmente distintos. La manifestación del gótico son las sombras de sus propias prisiones. Para Jane es la violencia de su entorno directo: la de su tía, que la maltrata; la del vacío, devenido en fantasma, de la madre que murió, dejándola sola; la del hombre del que depende, que da señales encontradas y tiene encerrada a su exmujer en el ático. La casa parece hablar. Los rincones son escondrijos para lo sobrenatural, que termina por revelarse plenamente real. El monstruo son las personas. En contraste, lo extraordinario en Jardín reside en el monstruo del afuera y la añoranza de lo perdido. La casa de Bárbara está tapizada de nostalgia. El pasado heroico y aristocrático que descubre en fotografías y cartas se deshace entre sus manos. Ella es un fantasma para el mundo del otro lado del jardín, más allá de la reja. La seguridad está dentro; la violencia es la tensión con el mundo de afuera y con la majestuosidad perdida.

El espacio materializa la psicología de los personajes, su lugar en el mundo. No es lo mismo una casa para una institutriz de origen humilde, dependiente de quien le paga, que para una aristócrata que se aísla. La casa de Jane es magnífica: se sostiene con el trabajo de la servidumbre; la de Bárbara apesta a polvo. Ésta es libre en su prisión; Jane no tiene nada afuera. Las dos obras son magistrales y ambas gritan a través de un espacio.

Es raro que un texto admita por sí mismo sus tensiones políticas.
La literatura esconde sus secretos, como una casa de la que sólo veremos salones o estancias

PIENSO EN AMBAS escritoras. La vida de las hermanas Brontë estuvo llena de carencias, como empleadas de familias que no apreciaban su genio. Vivían en hogares de otros, educando infancias ajenas. Dulce María Loynaz, hija de un general de la Independencia cubana, fue reaccionaria y se encerró en su residencia en El Vedado. Cuando le dijeron que se fuera contestó, “que se vayan ellos, yo llegué antes”, como Bárbara.

Es raro que un texto admita por sí mismo sus tensiones políticas. En general la literatura esconde sus secretos, como una casa de la que sólo veremos salones o estancias. Las habitamos sin pensar en ellas, pero en ese balance entre lo que se dice y lo que vive en el fondo es donde los relatos adquieren complejidad y se vuelven reales, aun entre fantasmas.

Nota

1 Para mí, Jardín es una obra de gótico tropical, por razones que enuncio más adelante.