Las fronteras de un cuerpo

El pasado 13 de noviembre fue asesinado Jesús Ociel Baena Saucedo, magistrade del Tribunal Electoral de Aguascalientes. Su muerte causó gran conmoción, pues se trataba de la primera persona no binaria en asumir una magistratura judicial en América Latina. En ese contexto publicamos esta reseña de Pablo Rodríguez sobre el libro [nada de cruces], del mexicano Ángel Vargas, que retrata a una persona en tránsito hacia un sexo diferente al que le fue asignado al nacer. Entre las heridas y el deseo, lo poético alumbra la búsqueda por la identidad

Portada del libro "[nada de cruces]" Foto: Especial

¿Qué evocan las heridas? ¿Existe algo después del cuerpo que deja de ser como tiene que ser y empieza a ser como quiere? ¿Qué hay en el lenguaje que nos encamina a eso que llamamos identidad? En el nuevo libro del poeta Ángel Vargas, [nada de cruces] (Fondo Editorial del Estado de México, 2022), estas preguntas se introducen como un bisturí fresco en un cuerpo que quiere dejar de ignorarse a sí mismo.

Si en este mundo atroz sacamos turno para que rindan cuentas las cuchilladas que nos moldean según las exigencias de los demás, elegir personalmente aquello que nos ha de romper es un acto de resistencia: un ser luchando para escoger su propia forma y fondo. Estas preocupaciones se materializan mediante las tres secciones del libro: “lo que [ellos] me explicaron”, “re[a]signación” y “[epílogo] esperanza de vida”.

LOS POEMAS de Ángel Vargas indagan en medio de la oscuridad: un cuerpo transita hacia un sexo diferente al que le fue asignado al nacer. La primera sección abre las cicatrices al (re)conocerse frente a los objetos punzocortantes: una metáfora de las exigencias de la masculinidad, por nacer hombre. Aparecen tíos que se convierten en cerdos, porque deglutir la virilidad es sinónimo de encarnarla; amantes que recalcan cómo la naturaleza nunca permitiría “ese cambio” en sus cuerpos; vestidos que se adquirieron con el cambio no devuelto de los mandados; manos de gigantes egoístas o, más bien, manos de padres que caen sobre su descendencia y hacen crujir todo a su paso; bisabuelas que guardan sus huellas dactilares en la memoria de la tinta azul, porque descubren que una persona tiene el derecho a decidir.

Nombrar la historia de un cuerpo implica narrar sus vínculos, afectividades y pérdidas, para tomar voz. Esto (con)mueve la obra de Ángel, que marca ya una preocupación: ¿cómo se forma la intimidad desde la experiencia compartida? Si en su anterior libro, Antibiótica (FETA, 2019), mostró que convivir con el cuerpo deseado es entrar en un mausoleo y volverse parte de los escombros, en [nada de cruces], nombrarse yo a punto del derrumbe, en sus propias palabras, puede hacer visibles esos pedazos de un vidrio “pidiendo convertirse / en un chorro de luz”. Según escribe Carmen Villoro en la contraportada del libro, nombrarse en la propia voz es (trans)accionar la identidad, resplandecer por la herida, bailar al ritmo del polvo en el escombro.

La poeta venezolana María Auxiliadora Álvarez escribe que partir desde “las cosas [que] dejaron de estar / a la medida” es concebir una lengua que ya no balbucea, hablar desde el cuerpo que escoge cómo ser, encarar el odio en medio de tanto bullicio. Por eso las palabras de Vargas: “y sin embargo / nunca me sentí / más verdadera / que cuando ellos se marcharon”, o cuando “dijeron / estás loca / y aunque dudaba / respondía / sí / estoy / eres una puta / y aunque dudaba / respondía / sí / en efecto / soy”.

Nombrarse en la propia voz es (trans)accionar la identidad, resplandecer por la herida, bailar al ritmo del polvo en el escombro

EN “RE[A]SIGNACIÓN”, el yo poético marca los cortes en su propia piel, tal como lo haría cualquier médico con plumón Sharpie; simultáneo a la herida, un lenguaje se construye hacia adentro. Aquí, la terapia intensiva del cambio se manifiesta en pastillas, tratamientos hormonales, cotizaciones, morfina, polímeros, juguetes hipoalergénicos, gasas, tuberías succionando y ungüentos. El cuerpo toma lo que desea y se convierte en lo que siempre quiso ser, porque ahora dejará aquello que es: así se perturban las fragilidades masculinas dominantes, como propone con ese trabalenguas la escritora italiana Giovanna Cristina Vivinetto, cuyo libro Dolore minimo (Interlinea, 2018) fue el primero de su país en abordar en verso la cuestión trans.

Éste es el nuevo cuerpo, ésta es la voz de Ángel Vargas que llega desde el quirófano para mostrar que el deseo sexual reside en lo que siente por vez primera una persona consigo misma, en intimidad. Ahora, ese cuerpo es otrx, fiel a su identidad, por fin. Es por eso que “esta vez / los cuchillos / sirven / a la restauración” de ese ser en pleno devenir. La carne va sanando, paradójicamente, por el corte que la atraviesa. Ése es el verdadero hogar donde coexisten voz e interioridad, ésta es la navaja y dicta: “casa es esto / que llevo desmontable / casa es el filo”.

En el último apartado, Ángel registra cómo la esperanza es una forma de valentía que intenta vivir en medio de la crueldad del mundo. Con poemas como “estadística” o “la escala de sab”, ese cuerpo que por poco no “alcanza a nacer” tiene un destino por un lado voluble pero, a la vez, susceptible de ser vulnerado. En esa “especie de limbo peligroso”, este libro descose las prohibiciones que se le asignan a un cuerpo, la presión de cómo “se tiene que vivir”, sus paréntesis y sus límites, porque ya fueron “demasiadas cruces [que pusieron en] vida”, demasiados cuchillos que traspasaron a otras personas, muchos vecinos que nunca se atrevieron a tocar la puerta y preguntar “si es verdad lo que dicen / si fue difícil /si merece la pena / intentarlo”. A pesar de todo, la voz de estos poemas también puede enunciar con dicha: “no temo / al incendio final / ese fuego me está / cauterizando”.

[nada de cruces] nos recuerda cómo la poesía es un cuchillo que nos atraviesa, el filo para esas heridas que, a punto de arder, pueden volverse catéter entre tanta crueldad abierta.