Crónica de un premio literario

Pascal Quignard en la estación de tren

El Premio Formentor evolucionó de una conspiración poética a un pacto entre editores internacionales, según cuenta Marta Rebón. Tras décadas de silencio, se refundó en 2011 para ratificar su compromiso con la diversidad literaria global. Este año, el galardón le fue entregado a Pascal Quignard, músico y ermitaño literario que fusiona erudición y poesía en obras híbridas, inclasificables. El autor francés estuvo como invitado en la FIL Guadalajara, para dar una conferencia y presentar su más reciente libro, El amor el mar (Sexto Piso, 2023).

Ceremonia de entrega del Premio Formentor 2023 a Pascal Quignard en Canfranc, durante septiembre pasado. En la mesa: Basilio Baltasar, Marta Buadas, Simón Pedro Barceló y Antoine Gallimard. Foto: Begoña Rivas / Cortesía Premio Formentor

Los premios literarios, al buscar lo excepcional, a menudo se ven atrapados en la paradoja de su relevancia. Por afán de reconocer la genialidad, a veces siguen un guion predecible. La tendencia de publicar nombres de finalistas, que menguan conforme se acerca el fallo, parece más un castigo para los descartados que un honor para el elegido. El paisaje de los premios refleja una cartografía literaria con sus capitales, periferias y jerarquías. Ante la abundancia de galardones, uno se pregunta si aún es posible diferenciarse. En el caso del Prix Formentor, que cada año trae a su premiado a la FIL Guadalajara, la duda se desvanece.

Cabe reflexionar qué revela un premio en particular. ¿Su prestigio se mide por la dotación económica, el jurado, los ganadores precedentes, los motivos tras su creación? ¿Lo define la entidad convocante, sea privada o gubernamental, una fundación o una editorial? Al margen de si se limita a un género, a una obra publicada o inédita, a una trayectoria, un tema, un territorio, la procedencia del autor, su lengua original o a la que fue traducida, si es oficial o alternativo, un premio literario siempre fracasa, con la esperanza de fracasar mejor en su siguiente edición.

El foco de atención del laurel literario recae sobre el escritor y, en menor medida, sobre el editor (si el premio lleva su nombre). Es más inusual que un grupo de editores de distintos países funde un galardón: ¿este fenómeno no podría percibirse como un capricho, una conjunción de casualidades, un complot letraherido del que desconfiar? Sin embargo, ése es el origen singular del Premio Formentor, marcado por varias transformaciones. Sobre la importancia de ese jardinero que es el editor recuerdo el homenaje que Joseph Brodsky dedicó al suyo, el eslavista y traductor Carl Proffer, quien con su compañera fundó la editorial Ardis, en Estados Unidos. Desde los 70 publicaron literatura rusa de valor incalculable —censurada e inédita, tanto en su idioma original como en traducción— y apoyaron a escritores exiliados. Esta labor fue elogiada por Brodsky: editar literatura publicada de contrabando fuera de Rusia, donde estaba su público lector natural. “La historia rusa hizo que un editor no fuera menos importante que un escritor, y que esta distinción se redujera considerablemente, como ocurre en la adversidad". Por canales clandestinos los editores extranjeros, como los Proffer, traficaron sueños. Así se forjó el canon literario del Este europeo.

¿El prestigio de un premio se mide por la dotación económica, el jurado, los ganadores precedentes, los motivos de su creación?

EL PREMIO FORMENTOR nació en las Islas Baleares durante el franquismo, primero como una conspiración de poetas; luego, como un pacto de editores. Estos últimos, con el intercambio de ideas, autores, manuscritos y experiencias, moldearon sus catálogos y pusieron en circulación a los premiados en las lenguas del país de cada editorial. Hablamos de Seix Barral (España), Einaudi (Italia), Gallimard (Francia), Weidenfeld & Nicolson (Reino Unido), Rowohlt (Alemania), Grove Press (Estados Unidos) que, como miembros fundadores del contubernio, ampliaron la red con Arcadia (Lisboa), Albert Bonniers (Suecia), Gyldendal Norsk (Noruega), Gyldendalske Boghandel (Dinamarca), McClelland & Stewart (Canadá), Meulenhoff (Países Bajos) y Kustanusosakeyhtiö (Finlandia). La génesis del Formentor se remonta a la Feria del Libro de Frankfurt de 1960; estableció su sede en el hotel que fue fruto de la visión del poeta y diletante argentino, Adán Diehl. Fascinado por ese paisaje al que sólo se podía acceder en barca, lo adquirió en 1926 para transformarlo en refugio intelectual y hedonista. En 1929, el hotel abrió al público, como un balcón insular desde el cual celebrar y reconocer el genio artístico.

Mallorca distaba entonces de aquel sitio que describió Jorge Luis Borges tras dos estancias allí, en los 20: "Mallorca es un lugar parecido a la felicidad, apto para en él ser dichoso, apto para escenario de dicha, y yo —como tantos isleños y forasteros— no he poseído casi nunca el caudal de felicidad que uno debe llevar dentro para sentirse espectador digno (y no avergonzado) de tanta claridad de belleza…". Cuando Dacia Maraini visitó el cabo Formentor como premiada en 1963 por Los años rotos —fue la primera, le seguirían Gisela Elsner, Nathalie Sarraute, Annie Ernaux y Liudmila Ulítskaya—, se encontró con una España "embalsamada" y teñida de gris, como me contó en su departamento en Roma. Contrastaba con el aliento aperturista del premio, que perseguía abrir las letras españolas al resto de literaturas: "Cuando hay valores compartidos, es toda la sociedad la que avanza, la que crea una atmósfera positiva, de confianza en el futuro. Eso es lo que vi en Formentor, en la posguerra". Las reuniones de editores, escritores, periodistas y críticos despertaron recelo en el régimen; las ediciones posteriores fueron nómadas (Grecia, Austria, Francia o Túnez) hasta su disolución en 1967, cuando se concedió el Prix International a Witold Gombrowicz, por Kosmos.

EN ESTE 2023, el premio (no a una obra, sino a una trayectoria) recayó en Pascal Quignard. Al inicio hablé de mutaciones: en 2011 se refundó el Formentor. Carlos Fuentes, el galardonado entonces, declaró: "La ‘literatura mundial’ de Goethe ha ganado al fin su sentido recto: es la literatura de la diferencia, la narración de la nación, pero también la polinarrativa de las civilizaciones: mestizas, plurales, nómadas y migratorias a la vez que enraizadas. […] Es más, cada historia de los antiguos márgenes, venga de Argelia, Argentina o Australia, se convierte desde el momento en que es novelada, en historia central". Y, si entonces volvió a su lugar natal, el Hotel Formentor (donde se distinguió a Juan Goytisolo, Javier Marías, Enrique Vila-Matas, Ricardo Piglia, Roberto Calasso, Alberto Manguel, Mircea Cărtărescu, Annie Ernaux y Cees Nooteboom), cuando recientemente cambió de propiedad recuperó su condición nómada. Así, las últimas ediciones se han celebrado en Sevilla (César Aira), Las Palmas de Gran Canaria (Liudmila Ulítskaya) y Canfranc, en la restaurada estación ferroviaria pirenaica de 200 metros de largo, 150 puertas de acceso y 350 ventanas, que data de 1928. Escenografía ideal para una película de Wes Anderson. Allí, Quignard contó que "Ovidio, en el libro cuarto de su Metamorfosis, cuando evoca Babel, refiere que una delgada grieta se había abierto en la muralla"; a través de ella, Píramo y Tisbe deslizaban palabras de amor. "El arte es la grieta en lo simbólico. La literatura es ese camino de voz en la muralla de Babel", remató.

Las Jornadas Formentor ya no ocurren en una isla, pero algo heredaron de esa extraterritorialidad que describió George Steiner. No sólo porque el mar, desde la tierra emergente, puede llevarlo a uno a cualquier parte, sino porque en la primera edición se premió a Samuel Beckett y Jorge Luis Borges. Son autores que, para Steiner, por manejarse en más de una lengua rompen la tradición romántica del localismo en pos de una identidad híbrida, característica de la nueva Europa, en la que el dublinés Oscar Wilde asentó "el tono moderno". "Están en una relación de duda dialéctica no sólo con respecto a su lengua materna —como Hölderlin o Rimbaud anteriormente— sino hacia varias lenguas. Eso, que prácticamente no tiene antecedentes, se relaciona con el problema más amplio de la pérdida de un centro y hace de Nabokov, Borges y Beckett tres figuras fuertemente representativas de la literatura contemporánea". El que la vocación original de este premio fuera la traducción sólo refuerza esta teoría: con ellos, una lengua se hace camino en la muralla de la otra.

¿CUÁLES SON ESAS otras lenguas de Quignard, además del francés? Podrían señalarse las clásicas y orientales. Para mí, de la generación que vio la adaptación al cine de su Todas las mañanas del mundo —con ella descubrí a Jordi Savall y la viola de gamba—, me decanto porque su otra lengua es la música. Quignard, que toca el piano y el órgano, no escribe, compone. Y lo ha hecho huyendo del "mundanal ruido" de París, donde durante dos décadas ejerció de lector de Gallimard, para salvar el goce de la lectura. Escribir, dice, es estar en el lenguaje callando. Huir, alejarse, perderse. Contemplar que no es la vida lo que pasa, sino el tiempo, que devora la vida. Él mismo se declara ermitaño, desertor. Lejos de ser un acto de cobardía, como se ve a menudo en la cultura moderna, desertar

—abandonar las obligaciones— era signo de valentía en religiones antiguas. Los personajes solitarios que pueblan sus obras parecen autorretratos parciales. Pero, por encima del ensimismamiento, Quignard logra algo insólito: no hay contradicción entre el ahora y el antaño, coexisten orgánicamente. Y lo hace dando rienda suelta a los sentidos y la carnalidad. "Prefiero la actitud barroca —afirma—, que no quiso resolver nada, sino celebrar la oposición, la divergencia, el desgarro".

Los editores Giulio Einaudi, Carlos Barral y Claude Gallimard, en Formentor (1961) .

De Barcelona a Canfranc hay cuatro horas en coche. La organización nos preparó una primera etapa en tren hasta Zaragoza y de allí, en autobús, hacia el norte. Hoy somos todos desertores, pienso. Llevo conmigo el último libro de Quignard que he leído, El amor el mar (Galaxia Gutenberg, 2023). Recupero apuntes manuscritos: "¿Cómo concentrarse en el silencio y la introversión del alma, cuando todos los días están sumidos en gritos? ¿Cuando todos los instantes del tiempo pretendidamente regulados están oprimidos por el miedo?", se pregunta. ¿Cómo sobrevive el sentimiento amoroso, cuando todo se confabula para aplastarlo? ¿Y el arte? ¿Acaso es el contrapeso último frente a la violencia? ¿A más presión, un diamante más puro?

Decía Anna Ajmátova: "Si supierais de qué clase de basura nace la poesía, desvergonzada, como un diente de león amarillo junto a la valla, como el cenizo blanco y la bardana". Quignard nos lleva a la convulsa Francia sumida en la Fronda (1648-1653), periodo de insurrecciones, con el telón de fondo de un continente abierto en canal por las guerras religiosas, las epidemias y la hambruna —pero época de grandes logros artísticos, el Grand Siècle de Racine, Molière, Georges de la Tour o Poussin—, en que una troupe de músicos nos guía por esa Europa atravesada de enfermedades y ejércitos, pero también de ideas, partituras y sed de belleza. Y en el centro, el amor arrebatado de Thullyn, violista nórdica que "vivía la música como aquel mismo mar centelleante que avanzaba y se retiraba ante nuestros ojos", alumna de Monsieur Sainte-Colombe —recuerden Todas las mañanas del mundo—, y Hatten, copista ajeno a las mieles de la fama, de carácter difícil ("se le trataba como a las brasas de las chimeneas"), que evoca con su laúd "ese misterioso andante en que radica el canto secreto de toda obra musical". Al separarse exploramos esa relación desde la distancia: "Hubieran debido vivir juntos siempre, pero prefirieron amarse que entenderse".

Quignard logra algo insólito: no hay contradicción entre el ahora y el antaño, coexisten orgánicamente. Y lo hace dando rienda suelta a la carnalidad

EN EL AMOR EL MAR, Quignard pone de nuevo la poesía al servicio de la erudición. Construye un tempo propio al que el lector debe acomodarse, como al vaivén de las mareas. La novela es un peldaño más, ascendente, en su estética del fragmento y el arte transgénero. Su prosa aspira a ser pintura, música, aforismo, ensayo, a la manera de Stendhal, Bataille o Rousseau, que "mezclan pensamiento, vida, ficción y saber como si se tratara de un mismo cuerpo" (escribió en Vida secreta). Todo, bajo la luz ascética de Oriente. Cada época porta su propio ocaso. Aquí, instrumentos moribundos del Barroco, como la viola, emiten sus últimas notas, para dejar paso a las sonoridades del piano y el Romanticismo. Hay un hilo invisible de continuidad en el tiempo mágico de esta novela. Es lo que siente Thullyn sobre nuestro ser fragmentario: "…en las últimas edades, la vida que se ha vivido se descubre como unos detritos en la playa cuando el océano se retira. Se camina entre tesoros desparejos, pero donde todo brilla. Cuanto más grande es la marea, más cerca está la muerte, más sublime es la marisma".

El punto que me geolocaliza en la pantalla por fin se superpone al hotel-estación de Canfranc. Recordemos cómo las vías de tren pusieron en circulación la literatura europea, las traducciones, los derechos de autor. De Borges a Quignard, pasando por Saul Bellow y Jorge Semprún, además de los otros premiados que cité-, veo un mensaje escondido en el programa de mano. Todos representan una tradición novelesca, no como yugo, sino como aquello que mantiene el misterio del narrar: viajes, hoteles, estaciones. Y, por encima de todo, el arte de la conversación.