Las calles de la Ciudad de México se han llenado de nochebuenas y pinos a punto de ser decorados. En los mercados se encuentran al por mayor musgo, heno y paja. Éste se vuelve nuestro paisaje decembrino año con año, pero pocas veces nos detenemos a preguntar cuál es el origen de estas tradiciones. Hagamos, pues, una revisión histórica de la Navidad y de sus ritos.
COMENCEMOS POR EL ÁRBOL de Navidad, quizá lo más característico de esta fiesta. No temo equivocarme al decir que, seamos religiosos o no, la mayoría colocamos uno en nuestras casas. Lo interesante es que no sólo se trata de una de las tradiciones de máximo arraigo, sino la que mejor representa la temporada, pues surge como un rito vinculado al solsticio de invierno, el día más oscuro del año.
Los celtas acostumbraban decorar árboles en esta temporada, como ritual para pedir el regreso del sol y los cultivos, tras la penumbra del invierno. Para ello, les colocaban frutos que simbolizaban la cosecha y solían hacerlo en árboles de hojas perennes, es decir, aquellos que permanecen verdes a pesar de las heladas temperaturas. Los consideraban especies que ahuyentaban a los malos espíritus que solían rondar por la tierra, aprovechando la oscuridad. Por cierto: también se atribuye a un origen celta la práctica anglosajona de besarse debajo de una rama de muérdago, planta que, para este pueblo, traía buena suerte.
Y, ¿cómo pasamos del paganismo celta al árbol de Navidad? Se dice que la cristianización del culto a los árboles probablemente se dio en Alemania, donde, en el siglo VIII, San Bonifacio taló un árbol que era adorado también en el solsticio de invierno como culto al dios Thor. El santo católico lo sustituyó por un abeto y a partir de entonces comenzaron a ser talados para llevarlos a casa. Si bien se le atribuye a Martín Lutero —también alemán— haber sido el primero en decorarlo con luces (o, en su caso, velas) en el siglo XVI, fue hasta el siglo XIX que se popularizó la tradición de adornarlos. Esto ocurrió gracias al genio publicitario de la corona británica, pues en 1846, el periódico The Illustrated London
News publicó una imagen de la reina Victoria y su esposo, el príncipe Alberto, junto a un árbol de Navidad decorado —ambos, por cierto, eran de origen alemán. Entonces las tiendas comenzaron a ofrecer todo tipo de ornamentos y las familias europeas incorporaron la nueva tradición.
Muchos pensarán que es gracias a las migraciones europeas a Estados Unidos, que los árboles de Navidad llegaron a este lado del mundo y así cruzaron la frontera mexicana, pero en realidad aquí también vinieron directo desde Europa. Durante el cortísimo imperio de Maximiliano de Habsburgo, él mismo decoró el primer árbol de Navidad registrado en nuestro país junto a la emperatriz Carlota, quien probablemente quiso copiar la popular movida de marketing de su prima inglesa ante la necesidad de ganarse a sus súbditos. Todos sabemos cómo terminó eso…
AL REINO UNIDO LE DEBEMOS más de una tradición navideña: también fue ahí donde se extendió la práctica de regalar tarjetas con buenos deseos para la Navidad y el Año Nuevo. Su origen es un poco curioso porque surge, básicamente, de la flojera. Aunque quizá también podríamos decir que nace de la practicidad. En 1843, Henry Cole, un pedagogo y mecenas inglés —entre otras cosas, fundador del Victoria and Albert Museum— decidió que no tenía tiempo suficiente para escribir a mano todas las cartas de fin de año que debía enviar a sus numerosos amigos de la élite británica.
Suena lógico que una figura tan prominente recibiera muchas cartas y, por lo tanto, se viera obligado a responderlas, así que decidió inventar las tarjetas navideñas: le pidió a un amigo ilustrador, J. C. Horsley, que le hiciera un dibujo y lo mandó imprimir con el mensaje “Feliz Navidad y Año Nuevo para ti”. Agregó, además, un “Para” con un espacio en blanco al lado, a fin de al menos escribir algo de su puño y letra. Sus tarjetas también contaban con suficiente espacio para agregar un breve mensaje personalizado. A pesar de haber recibido algunas críticas, la idea de Cole fue reconocida de inmediato por su genialidad y se terminó convirtiendo en una industria muy lucrativa. Para 1875, Louis Prang ya había montado la primera imprenta de tarjetas navideñas en Estados Unidos.
Los celtas acostumbraban decorar árboles en esta temporada, como ritual para pedir el regreso del sol
Es probable que ésta sí sea, por lo tanto, una de las tradiciones que nos llegó del norte de la frontera, como también la tradición de colgar calcetines. Si bien en México no tiene tanto arraigo —principalmente por la falta de chimeneas—, sí los encontramos como elemento ornamental. Su origen se atribuye a San Nicolás, santo del siglo III cuya mítica generosidad dio origen a la figura de Santa Claus. Cuenta la leyenda que un padre se encontraba en la penosa situación de no contar con dinero suficiente para cubrir las dotes necesarias para casar a sus hijas, así que San Nicolás decidió echar una bolsa de oro por la chimenea de su casa y ésta cayó dentro de una calceta que se estaba secando cerca del calor de las llamas.
Sin embargo, nuevamente no fue sino hasta el siglo XIX cuando se difundió como un elemento infaltable en cada hogar. Sucedió gracias a la literatura. En 1823 se publicó en Nueva York el poema "A Visit from St. Nicholas", de Clement Clark Moore, conocido más comúnmente como '"Twas the Night Before Christmas", por su primer verso. La mención a los calcetines llenos de regalos fue lo que extendió su práctica a medida que el poema ganó notoriedad, pues al salir en la prensa logró una gran circulación. Sobra decir que rápidamente las tiendas entendieron que esto abría un abanico de posibilidades comerciales y tomaron la oportunidad de ofrecer una variedad de nuevos productos, desde la calceta misma, hasta pequeños juguetes y dulces, sobre todo al tratarse de un momento en el que los grandes almacenes comenzaban a tomar protagonismo.
En este repaso es claro —retomando a Eric Hobsbawm— que todas las tradiciones se han inventado y su creación nos dice mucho de la historia misma. Pero no seamos puristas, podemos inventar nuevas tradiciones: dejemos trabajo para los historiadores del futuro.