Sesenta años de los recuerdos del porvenir

El 11 de diciembre pasado se conmemoraron 107 años del nacimiento de Elena Garro, una de las narradoras más potentes en lengua española y una voz decididamente singular de la literatura internacional. Además, en este 2023 que va llegando a su fin se cumplen seis décadas de la publicación de su novela inaugural, Los recuerdos del porvenir, que en su momento se dio a conocer bajo el sello Joaquín Mortiz. La vena ensayística de Claudina Domingo se convierte en crítica privilegiada de un libro que recuerda lo que decía Italo Calvino: "Toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera": en estas páginas, la obra debut de la poblana se tiñe de tonalidades e imaginarios de radical actualidad.

Elena Garro (1916-1998).
Elena Garro (1916-1998). Foto: El Sol de Cuautla

“Si la sacas del hotel, te cuesta la vida. Mejor huye de Ixtepec'. Damián la miró con ira. '¡Puta, tú qué sabes del amor!'. Y se fue dando un portazo. El cuarto quedó silencioso, iluminado por un sol que separó a los muebles de los muros y los hizo bailar en el aire”. En estas líneas, la Luchi aconseja a Damián Álvarez que no se lleve a Antonia (una muchachita a la que raptó en un pueblo “de la costa”, para el coronel Justo Corona). Durante el día que dura la cabalgata previa a que la entregue al coronel, Antonia (cubierta con una manta) siente el calor del cuerpo de Damián en la oscuridad. En esas horas de terror se aficiona (como un cachorrillo) a esa fuente de calor que confunde con bienestar. Cuando Damián Álvarez la baja del caballo para así llevársela a Corona, Antonia le suplica que mejor la deje con él, que no la entregue, pero Damián obedece a su mando militar y así se arroja a una espiral de culpa (una culpa que no conoció cuando mató a una mujer en el burdel). Cuando la Luchi le aconseja, menos como amante (un término quizá desmedido para su trato comercial) y más como una amiga maternal, lo que se lleva es una línea donde se le recuerda que su lugar y su condición en el mundo le impiden hablar o hacer determinadas cosas.

GUERRA Y MUERTE

Este tipo de intercambios verbales y relacionales se presentan a menudo en Los recuerdos del porvenir, un universo en el que los personajes nacen para encarnar un arquetipo que les exprime hasta la última gota. En este mundo crudo, la violencia que prevalece, aunque es provocada por la dureza de la vida y aparenta una ruptura con el pasado, no consuma ninguna forma de libertad, sino que refuerza la rocosidad de los cimientos sociales.

El México en el cual Elena Garro escribió en 1963 ésta, su primera novela, tenía muy frescas en la memoria la Revolución y la Guerra Cristera. Muchos de los adultos que vivían esos años 50 y 60 del siglo XX tenían abuelos, o incluso padres, que habían combatido en alguno esos dos cruentos episodios nacionales. Algunos habían nacido con el peso de la ausencia de parientes que murieron en los conflictos bélicos o a consecuencia del hambre, el desorden y la migración forzada que trajeron como consecuencia. Ese país telúrico había dejado huellas en muchas familias mexicanas, sobre todo en el norte y el centro-occidente, aunque otras regiones no estuvieron exentas de distintos tipos de persecuciones, como fue el caso de Tabasco bajo el principado de Tomás Garrido Canabal y sus “camisas rojas”.

Esa mancha emocional aparece en la dicción infantil (memoria adulta recuperada por la mirada poética) de los cuentos de Cartucho, de Nellie Campobello. En ellos, la guerra y la muerte son acontecimientos que dejan huella en las vidas de los supervivientes y también son formas de salir adelante de un pueblo que es capaz de confundirse con las piedras y el desierto. Elena Garro es 16 años menor que Nellie Campobello y pasó su infancia en Iguala, un paraje que es casi tropical comparado con la dureza de gran parte del norte del país (“La noche de los trópicos, devorada por miles de alimañas, se agujereaba por todos los costados y los esposos oían, mudos, la red de agujeros”). Esa herencia de dolor y sangre, pero también de luto inútil (la guerra no hizo victorioso al pueblo) marca una gran diferencia entre Campobello y Garro y crea la atmósfera de Los recuerdos del porvenir. La novela tiene un tufo ominoso que, en la prosa poética y teatral de la autora de Puebla, se convierte en perfume. La muerte no es un hecho encadenado a la vida, sino el terror nocturno a la nada cósmica que padecen los personajes de un paraje en el que incluso los hermosos jardines esconden masacres: “los insectos se destruían unos a otros en esa lucha invisible y activa que llena a la tierra de rumores”.

MALDAD CARICATURIZADA

La relectura de esta novela de Garro me resultó muy ambivalente: el escenario me recuerda películas mexicanas de la Época de Oro, con los indios vestidos de manta, sobre los que penden castigos milenarios que sólo las vírgenes y las mujeres piadosas intentan, sin éxito, remediar. También pude ver en sus diálogos a Elena Garro como dramaturga: aparecen líneas contundentes, encadenadas a las escenas y precursoras de la evolución de la trama. Al mismo tiempo me resultó casi insoportable constatar que la crueldad que impera en Los recuerdos del porvenir no sólo ha sido superada por el imaginario mexicano, sino que incluso palidece frente a la realidad contemporánea. Una se pregunta si alguno de los príncipes del narcoestado mexicano podría ser un Francisco Rosas, que se turba ante la mirada de la hermana del hombre que va a ejecutar. Los recuerdos del porvenir fue un intento (grandioso y exuberante) por ilustrar el ánimo del México de posguerra en las regiones donde, ante la falta de confianza en el naciente Estado, los pobladores enarbolaron las banderas de la fe católica. Sin embargo, y gracias a las innumerables traiciones que los mexicanos hemos vivido en los últimos 15 años, el país del que habla Garro no es más bárbaro que el que existe hoy (y la historia que hoy nos contamos no tiene buena prosa).

¿Qué lleva a una mujer de vida aparentemente muelle a escribir sobre tragedias colectivas, cuatreros hambrientos, mujeres secuestradas, indios famélicos y fusilados por nada? Seguramente un alma sensible, capaz de no ser desdeñosa ante el dolor del prójimo. Sin embargo, en México este tipo de sensibilidad roza el sentimiento de culpa, una culpa huidiza (en general, quienes la sienten no han cometido las faltas de las que se acusan) pero pertinaz, como la que siente Ixtepec por lo que considera pecados y maldades. La autora insiste, en varios momentos de la novela, casi machaconamente, en una especie de catecismo indigenista operado en la maldad caricaturizada de los mestizos: “Los indios colgados obedecían a un orden perfecto; “¡Ah, si pudiéramos exterminar a todos los indios! Son la vergüenza de México”; “¡Pistolas, buenas pistolas, indios cabrones!”; “Ya saben, con los indios, mano dura”; “Todos los indios tienen la misma cara, por eso son peligrosos”. Y, sin embargo, no sucumbe ante la debilidad de representar a sus indios como indefensos (los hay también que son altos mandos del ejército federal) ni de pintar a las almas extraviadas de Ixtepec como buenas y piadosas. Existe, en cambio, una genial representación de la complejidad psicológica, incluso en las simplezas particulares de sus personajes.

Me resultó casi insoportable constatar que la crueldad que impera en Los recuerdos del porvenir palidece frente a la realidad contemporánea

EL NARRADOR INSÓLITO

Al consultar en internet, lo primero que te va a decir sobre Los recuerdos del porvenir es que se trata de una novela que prefigura el realismo mágico (sí, actualmente es lugar común esa afirmación), en la que la autora cede la voz narrativa al pueblo de Ixtepec. No puedo asegurar lo primero y, sinceramente, me parece propio de una discusión bizantina querer determinarlo. Respecto a lo segundo, la web nunca nos explica por qué.

Es lamentable, ya que una novela compleja como ésta, pero esencial para la literatura mexicana, merecería abrirse a nuevos lectores, incluso si estos sólo están haciendo la tarea. La decisión de que el pueblo (lingüísticamente ambivalente, puesto que representa cosa y espíritu social) sea el redactor de estas memorias desgraciadas es uno de los mayores hallazgos de la novela y permite a la escritora muchas de las evoluciones narrativas que ocurren en ella. Gracias a este narrador insólito a quien le permitimos la ternura es que la historia no adquiere un carácter grave o solemne, aunque no renuncie al espíritu ominoso que la habita. Aceptamos que el narrador es un pueblo porque la prosa es magnífica (sólo por ello; no hay forma, de hecho, en que se pueda distinguir a este “poblado consciente” de un animal humanizado o del “niño sabio”). Además, a través de ella accedemos a esta voz narrativa que en principio parece contigua a la ingenuidad y que nunca abandona del todo una especie de juicio infantil en cuanto a lo que le ocurre. Esta cualidad en el juicio es necesaria, para empezar, porque mediante ella nos convertimos en partidarios del “pueblo” y esto garantiza, entre otras cosas, la atención total de los lectores a una trama en la que nunca hay que descuidarse.

¿Qué determina las acciones de los personajes? El futuro, que siempre se

nombra como porvenir en la novela. No sólo esa palabra es más acorde con este México rural, casi decimonónico, sino que futuro resulta un término neutro para referirse a lo que vendrá, mientras que porvenir tiene una carga casi bíblica en la que, si no se alcanza paz y alegría, al menos se cumple con el destino. ¿Pero qué destino puede ser bueno para este pueblo que vive aterrorizado (para los personajes que conocieron la guerra) o desesperado (entre los jóvenes que atraviesan la posguerra con la sensación de estar presos, rodeados de gente traumada)? “Ella, como todos nosotros, padecía una nostalgia de catástrofes”, dice el narrador-pueblo para describir no sólo el ánimo de doña Ana, sino de México. Bajo el velo de las metáforas y de lo que se ha denominado atisbos al realismo mágico, Garro formula el entramado psicológico colectivo de las personas que, tras vivir el horror de la Revolución, temen y al mismo tiempo desean tragedias en sus vidas. Mi parecer es que, más que buscar un filón literario vanguardista o crear una estética narrativa en la cual ciertos giros fantásticos no acusen impuesto de inverosimilitud, la escritora interpreta de forma compasiva el trauma de la posguerra revolucionaria mexicana mediante soluciones poéticas.

CRÍMENES COLECTIVOS

No es gratuito que la gran variedad de obras que han sido metidas al muy latinoamericano y facilista cajón del realismo mágico surjan en países y culturas que han vivido traumas sociales terroríficos. Basta pensar en las cúpulas de cristal sobre las ciudades bálticas que, según el rumano Mircea Cărtărescu, pueden ser deletreadas desde el espacio exterior hasta formar la palabra Cegador (trilogía escrita entre 1996 y 2007). Por otro lado, Celestino antes del alba (1967), del cubano Reinaldo Arenas, representa la exuberancia de la imaginación frente al dolor y el hambre. Parece una fórmula común a las sociedades que han vivido la vergüenza de crímenes colectivos (y no hay regímenes dictatoriales sin crímenes colectivos), que sus escritores busquen una forma poética de pasar el trago. Y quizá por ello es que este tipo de obras están tan distanciadas en el tiempo como en el espacio.

En cuanto a Los recuerdos del porvenir, pese a que recurre a metáforas, Garro no deja de mostrar los crímenes colectivos y sus motivaciones personales. Lectora de los clásicos griegos, sabe que el mundo no sólo se mueve por la avaricia financiera, que en el caso de Los recuerdos del porvenir prácticamente ni aparece. Es la pasión, o las diferentes formas de la pasión (y los espejismos que ésta conlleva), lo que arroja a cada uno de los personajes a una ceguera personal, y a todo el pueblo a una especie de suicidio en masa. Si Juan Rulfo nos enseñó que no todos los que son, están, Garro nos muestra que se puede vivir muerto o amortajado y temeroso por las tragedias acontecidas y futuras. Así es como nos descubrimos frente a la línea final de esta novela con diálogos teatrales, cuando le preguntan al loco, tras la puerta, quién es y él responde: “Uno que fue”.

LA LOCURA Y LA RUINA

Otro rasgo que hace de ésta una de las grandes novelas mexicanas es la evolución dialógica, a la par de los acontecimientos dramáticos. Conforme avanza la historia se pierde la inocencia, no sólo del pueblo sino también

del lector. Las mujeres que en la primera parte de la novela son “queridas”, en la segunda y cuando ya casi la brutalidad del ejército es manifiesta, se vuelven “putas”. De hecho, conforme termina la historia, la palabra “puta” y su significado, que en este ámbito es “la raptada”, la vendida, la sin suerte, se propaga como si fuera metralla.

Bajo el velo de las metáforas, elena Garro formula el entramado psicológico colectivo de las personas que, tras vivir el horror de la Revolución, temen y al mismo tiempo desean tragedias en sus vidas

Si hay un rasgo de realismo mágico en la novela, está contenido en el personaje del lunático, que vive de a gratis en la casa de las putas. Y si hay un momento de verosimilitud es el de este hombre salvándose. Tengo que confesar que, en mi relectura, creí por mucho rato que se trataba del presidente municipal o de un pobre hombre que se creía el presidente municipal. Sólo hasta que la novela avanza (y la realidad que viven los habitantes de Ixtepec se hace clara) sabemos de quién se trata. Pienso que a veces se habla de Los recuerdos del porvenir como una novela de realismo mágico (en esa repisa también podríamos meter Beloved, de Toni Morrison, pese a no ser latinoamericana), por coincidencias casi misteriosas con Cien años de soledad: en la novela de la mexicana hay una escena con cientos de mariposas amarillas y uno de los primeros recuerdos “del porvenir” (o falsos recuerdos o ilusiones o alucinaciones de Martín Moncada) es acerca de la nieve, que nunca ha visto.

Pero la ilusión en Elena Garro no es la manera en la cual los personajes engrandecen el principio de sus peripecias, sino una manera de enloquecer antes de la ruina. Quizá por ello y no por un ánimo machista (aunque tampoco puedo negar lo segundo), Los recuerdos del porvenir no ha sido una de las novelas favoritas de nuestros grandes autores latinoamericanos del siglo XX. Si en las novelas de García Márquez la caída es mediada por diversas formas de gloria, en este libro de la mexicana atendemos al destino trágico de un pueblo ya escarnecido. Es difícil para un lector volverse adepto (sin ánimo nihilista) a un texto así, y es todavía más difícil para un lector mexicano abrazar este libro sin, por ejemplo, tirarse a la bebida. La desilusión general parece tender pocas opciones a los personajes; si no es la locura, es la embriaguez absoluta (“Pero algo se había roto en él y sintió que, en adelante, sus borracheras sólo serían de alcohol”), la muerte o la estupidez voluntaria.

Entre la mitología de esta historia se encuentran su loco particular y su poeta menor; éste es llamado, con toda la mala leche del mundo, Tomás Segovia. El primero resguarda el logos del mundo a la vez que cuida la presidencia desde un burdel (jamás llamado burdel sino, amigablemente, la “casa de las cuscas”): “Guarde mi secreto. La codicia del general es insaciable. Es un librepensador que persigue a la hermosura y al misterio. Sería capaz de tomar una medida contra el diccionario y provocaría una catástrofe”. En Bajo el volcán, Malcolm Lowry retrata en varias ocasiones una especie de pasividad general frente a la injusticia cometida contra una sola persona, casi siempre un indígena pobre. La voz narrativa lo retrata como sabiduría popular. Parafraseándolo, “el mexicano” no reacciona frente a cualquier cosa, sabe que las revueltas únicamente deben hacerse cuando la injusticia es intolerable. ¿Pero qué es lo tolerable?

La narradora nacida en Puebla,  en una imagen de fines de los años 80.
La narradora nacida en Puebla, en una imagen de fines de los años 80.

La escritora poblana se refiere en esta novela a dos órdenes distintos de moralidad, que se suman para conseguir la conjura del pueblo. Este pueblo (es decir, el narrador) se conmueve frente a la vida indígena reducida a la humillación y los trabajos forzados (“Félix, sentado en su escabel, los escuchaba impávido. Para nosotros, los indios, es el tiempo infinito de callar”); sobre todo, hay quienes se ofenden de que los militares tengan queridas viviendo con ellos. Esta calma chicha podría durar toda la vida. Lo que crea pueblo es la decisión del gobierno federal de combatir a la Iglesia católica. Garro explica esta decisión de una forma que, para su época, podía pasar por providencial o paranoica. Lo cierto es que —y sí me parece una forma literaria que prefigura la teología de la liberación latinoamericana—, tanto el pueblo mestizo como los indios se encuentran huérfanos una vez que les queman las imágenes sagradas.

LAS MUJERES EN GARRO

También reflexioné, a la luz de los nuevos feminismos, en las palabras de la autora respecto al género. La dicción de la voz narrativa no acusa género, sino número y, conforme a las reglas léxicas imperantes en la época, esa forma verbal se convierte en “nosotros”. Pero conforme cambian los puntos de vista, obtenemos una imagen peculiar tanto del pueblo imaginario retratado (reflejo de una circunstancia nacional), así como de la constitución ideológica de Garro. La autora retrata muchos personajes femeninos distintos. En cada uno de ellos se muestran rasgos, me parece, de una emotividad femenina diversa, no sólo en el México de entonces sino en el de ahora. Ana Moncada no es una beata. Se trata de una mujer culta que por las tardes lee y, sin embargo, se siente culpable por el placer de su cuerpo (“¿Vienes?”). Es un placer que le echan en cara las parteras que la ayudan a dar a luz a Isabel; en el espíritu, que es cuerpo, que es mundo (que es época) de Isabel, la niña que “fue hecha con gusto” y representa una culpa manifiesta y una amenaza. De aquí que su frase, “los hijos son otras personas”, repetida en varias ocasiones, sea hipócrita; al menos Isabel es una hija a la medida de su persona transitoria que era libre (¡culpa mayor en un mundo de presas!) y amaba con el cuerpo. También está Dorotea, dulce, buena, ancianísima, pobre como ella sola y cuya muerte causa culpa a los lectores: no la pudimos salvar pese a que sabíamos que le esperaba una chinga. Conchita resulta insospechadamente peligrosa; ha aprendido a callarse el hocico y debido a ello es que no advierte a su madre de los peligros que corre en la conjura. Así que, aunque en “boca callada no entren moscas”, una boca equívocamente callada atrae a los cadáveres. Isabel vive en la intensidad de la vida; se ríe y teme con algidez. Y, pese a que se muestra altiva en ocasiones y en otras simplemente natural y desobediente, es la más disciplinada cuando le toca cumplir con sus líneas y sus actuaciones en esta obra dramática. Las gemelas Rosa y Rafaela representan, quizá, el espíritu de la tierra; deben mantenerse vivas en el placer propio (comen fruta con fruición de pájaros) y asimismo mediante el placer ajeno (el de un mando igual de voraz). Además se solazan (antes de la condena del cura) como una especie de moluscos sabios.

Por su parte, Luisa viene y va enloquecida, cegada por unos celos que parecen enfermedad mental. La Taconcitos tiene unos zapatos torcidos (lo que evidencia que no se resigna ni ante el escarnio ni ante la pobreza) y una lengua larga, maliciosa y (pensamos los lectores) estúpida. Si Rosa y Rafaela son las putas que, juntas y “fuertes y grandotas”, se acostumbran rápido a una vida donde también sus cuerpos sienten placer (son las únicas en esta narrativa en las que se indica que el sexo es placer femenino), la Luchi es la ramera triste (“Las putas nacimos sin pareja, decía la Luchi, mientras le hablaban de la Otra y los hombres desnudos se convertían en el mismo hombre [...] Sus acciones sucedían en el vacío y los hombres que dormían con ella eran nadie”). Es ese arquetipo del que nos hemos no recordar (o al que hemos preferido olvidar), pero que representa a muchas mujeres que fueron madres, esposas o simplemente personas que tuvieron que jugar el papel de tristes putas.

Portada "Los recuerdos del porvenir"
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Sin ser un personaje resaltado o en el que Garro se detenga mucho, las acciones de Luchi son las más determinantes en este drama, en el que hablan muchos hombres, pero cuyos goznes mueven las mujeres. Y sólo en Antonia es que, al menos en la primera parte de la novela, la escritora nos muestra que, bajo la figura social de las queridas existen muchachas indefensas secuestradas (hoy las nombramos esclavas sexuales) por el paso de los ejércitos conquistadores, tanto el oficialista como los revolucionarios. Pero Garro nos muestra una realidad que ahora nos cuesta mucho trabajo aceptar: existen mujeres que, ante la perspectiva de la violencia sexual y la esclavitud, prefieren (o logran configurar) una forma de dominio psicológico y sexual sobre “el amante”. En el mundo de la narradora, el único amor que existe es el prohibido o el inalcanzable. Y no hay, nunca, en Ixtepec, nadie que haya conocido el amor correspondido… sin sentir culpa.

Nos cuesta verlo hasta que la autora lo muestra una y otra vez: las mujeres presas en estos escenarios lo están porque apenas pueden participar de la vida económica de Ixtepec. Salvo algunas parteras, Dorotea (que es curandera), la señora que sólo puede coser prendas frente a determinados arbustos, y las putas, las demás mujeres no podrían hacer nada solas: se encuentran en un ámbito en el que sus palabras valen menos que las de los hombres y en el que no pueden tomar decisiones autónomas: las queridas, cuando huyen, regresan al hotel ante el pavor de enfrentarse solas a un mundo de hombres. En medio de ello, Julia e Isabel son representaciones, más que personajes. Y representan formas griegas de la tragedia: Julia es una suerte de Helena (esa belleza que es capaz de eclipsar el carácter de quien “la habita”) e Isabel, una especie de Casandra, incapaz de detenerse mientras cumple (o enuncia) un porvenir catastrófico.

La autora muestra que existen mujeres que, ante la perspectiva de la violencia sexual y la esclavitud, prefieren (o logran configurar) una forma de dominio psicológico y sexual sobre el amante

Subrayo algo peculiar en la novela. Desde los primeros capítulos sospechamos el incipiente incesto entre Isabel y Nicolás; creemos que eso guiará el texto. Es muy claro el deseo de Nicolás por su hermana. Y, aunque en ésta no vemos al principio la voluntad del anhelo, en capítulos posteriores atestiguamos que extraña al hermano. Sin embargo, el pueblo no sólo no registra ese amor funesto e inconcluso, sino que elabora una teoría totalmente equivocada para el final de Isabel. No tengo buena memoria. Cuando comencé la relectura de esta historia recordaba muy pocas cosas: los balcones del Hotel Jardín (frente a los que suceden todas las cosas), el cementerio y la casa de los jardines sitiada. En mis recuerdos le agregué unos muros que ahora creo que pertenecen a Los ríos profundos, de José María Arguedas (así de caprichosas somos ciertas memorias. No recordaba al pueblo diciendo cosas ni la fuga milagrosa de Julia; sinceramente, me parecen lo menos notable de este libro). Pero cuando ya iba entrada en la lectura, algo así como mi esperanza en los amores rebeldes me llevó a creer que todo terminaba bien. Ha-bía construido, a través de los años (y gracias a la mala memoria), otro final para la magnífica novela de Elena Garro. Me dolió saber que Isabel había confiado en un hombre para salvar a otro y que se la tragó un mundo (un pueblo, un país) que ya desde entonces iba de bajada.