Es hipnótico. Como las falenas atraídas por la luz, nos rendimos al hechizo poderoso de un incendio o al más sutil y vertical de una vela encendida. El baile de las llamas, su crepitar incierto, rico en colores y figuras cambiantes, nos provocan una admiración antigua, elemental e íntima; más que contemplar sus parpadeos, se diría que en su presencia miramos al pasado y al interior de nosotros mismos, al entrar en comunión con los primeros hombres y los primeros fuegos del mundo.
La fogata es el centro social originario; en torno a ella se suman amigos y desconocidos, perros y gatos, parejas y solitarios. También congrega a los viejos espíritus que, a partir de las chispas de pedernal y pirita sobre yesca, se impusieron a las tinieblas en busca de calor y confort.
NO SE SABE CON EXACTITUD cuándo comenzó la domesticación del fuego. Hay pruebas de que el Homo erectus ya lo empleaba para cocinar hace por los menos 300 mil años, pero antropólogos como Marvin Harris las encuentran poco convincentes. Los depósitos de carbón vegetal en las cuevas de Choukoutien, en China, no siguen el patrón que se esperaría de auténticas hogueras que se encienden y apagan a voluntad, y lo único que puede decirse con seguridad es que nuestros antepasados estaban familiarizados con el fuego y que, según la evidencia fósil, el tamaño de sus intestinos disminuyó, quizá en razón de que cocinar los
alimentos reduce el esfuerzo de digerirlos.
En distintas mitologías el fuego se representa como un don divino. Dominarlo significa participar de un orden superior, vedado a los mortales, dados los beneficios y riesgos que comporta. En la antigua Grecia, el titán Prometo se encarga de robarlo y entregarlo a la humanidad; en las sagas nórdicas es el embustero y cambiante Loki (o bien el gigante Logi, personificación del fuego con quien a menudo se le confunde); en vastas regiones de América, el taimado y campante tlacuache. En casi todos los casos el ladrón nos lega otros saberes y artes, que se derivan del fuego o son trasuntos de su luz: astronomía, metalurgia, matemáticas, entre otras. Con la cola en llamas, el tlacuache también nos regala el pulque y la embriaguez. Es significativo que el ladrón y benefactor no sea una criatura humana y que, por su atrevimiento, sea castigado con tormentos terribles por los guardianes del fuego, tal vez en previsión de que, tan pronto lo dome, el ser humano se convertirá en su propio dios.
A partir de un sustrato mitológico complejo, Empédocles postula que el fuego es una de las cuatro "raíces" o elementos. Aunque la asociación de cada elemento con un dios haría pensar en el vínculo del fuego con Zeus, estudiosos como Peter Kingsley han concluido que se relaciona más bien con Hades, el dios del Inframundo, y que el fuego primigenio surge de las profundidades de la tierra y es de naturaleza infernal (oriundo de Agrigento, Empédocles tendría presente la gran actividad volcánica de Sicilia). A pesar de las interpretaciones racionalistas de su pensamiento, lo más probable es que poseyera un trasfondo mágico y que la leyenda de su muerte —de un salto a la boca del Etna— no fuera sino una alegoría de purificación y renacimiento. Como buen mago, no sólo aspiraba a la comprensión teórica de los poderes de la naturaleza, sino a su control.
El influjo de Empédocles en la alquimia es incalculable. Paracelso retoma el postulado de los cuatro elementos y los enlaza con criaturas fantásticas que precederían a la creación del mundo. Dada la necesidad compartida de alimentarse de otros seres para subsistir, estableció la identidad entre fuego y vida, tesis que va más allá de la intuición de que la llama está viva, pues incluye su complemento: todo lo vivo está ardiendo.
Del leño al petróleo, pasando por grasa animal, cera, gas y esperma de ballena; el fuego es omnívoro
En su poética del fuego, Gaston Bachelard rastrea vislumbres parecidos en Novalis, quien descubre “la naturaleza animal de la llama”; en Maeterlinck, que ve en el árbol una “llama floreciente” y en Claudel: “el animal es materia encendida”.
Las flores, que siguen el recorrido del sol, son “llamas lentas” en el reino de la analogía, y es común encontrar imágenes de su reverso: llamaradas que florecen como rosas o tulipanes e incluso pájaros. En la poesía de todas las épocas la pasión amorosa se ubica en el corazón y abrasa como la lumbre. Parafraseando el título de las novelas de la locura de Nerval, todos los seres vivos somos hijos del fuego.
Al margen de las correspondencias, la reacción química de la incandescencia de la materia se describe como una “oxidación acelerada”, mientras que en la fotosíntesis y la respiración celular se produce igualmente algún tipo de oxidación.
EN LA COSMOGONÍA AZTECA, el universo está sometido a la entropía y el agotamiento. Todas las cosas consumen energía y están signadas por una unidad de fuego; de allí que las encarnaciones o nahualli del sol fueran los grandes depredadores de México —el águila y el jaguar—, que se alimentan de presas vivas. Tanto en la tierra como en el firmamento hay una sed insaciable de sangre; el sol ha de devorar los corazones que se le ofrendan para proseguir su movimiento cíclico. En una economía ritual que gira en torno al gasto, nada debe desperdiciarse, mucho menos la carne de los sacrificados.
En su exploración de la vida nocturna y el lenguaje de la noche, Al Alvarez recuerda que, hasta hace poco, la iluminación dependía enteramente del fuego. En la enumeración de los combustibles que han permitido mantenerlo vivo y transportarlo, sorprende su voracidad constitutiva: del leño al petróleo, pasando por la grasa animal, la cera, el gas y el esperma de ballena; el fuego es omnívoro y se nutre, ya no en sentido metafórico ni mitológico, de energía ajena. (La misma expresión “alimentar el fuego” es elocuente; las velas de sebo, hediondas e irritantes, tienen la extraña ventaja de ser comestibles). Alvarez menciona comunidades primitivas que no se molestaban en fabricar antorchas y empalaban pescados aceitosos o pájaros de vientre oleoso: los penobscot lo hacían con el bagre, los maoríes con el pargo, los habitantes de las Islas Shetland con
aves marinas, a las que enhebraban con una mecha, les hundían las patas en arcilla y les prendían fuego.
En contraste con las comunidades rurales, que aún dependen de la leña y el carbón, las casas contemporáneas le dan la espalda al fuego. Con
estufas de inducción magnética y calentadores solares se han convertido en hogares sin hogar; sus moradores deben recurrir a asados y fogones en patios o jardines traseros. Las costumbres psíquicas no corren
a la par de la tecnología, y la mente requiere del viejo ritual de reencender el fuego, así sea para mirarse en el espejo obsesionante de las llamas, siempre hambrientas y en vilo y a punto de apagarse.