Los luchadores que perdimos

Cuando la lucha libre fue televisada en México, a mediados del siglo XX, adquirió la fuerza indispensable para convertirse en un género cinematográfico que atrajo masas: ahí están las películas de El Santo, Blue Demon, Mil Máscaras y Dos Caras, entre otros. El fenómeno duró poco más de tres décadas, si bien tuvo resultados desiguales y, a veces, lamentables. Ricardo Guzmán Wolffer plantea cinco razones sobre por qué la nueva generación de enmascarados, a partir de los años 80, no logró la misma penetración popular y más bien devino autoparodia

La bestia magnífica, de Chano Urueta (1952).
La bestia magnífica, de Chano Urueta (1952). Foto: imdb.com

A Dan, Pepe y Rafa

Vemos con añoranza las películas de luchadores, en parte por remitirnos a la propia infancia, cuando la ausen-cia de las redes sociales privilegiaba otros entretenimientos, y en parte por recordarnos la propia inocencia que disfrutaba las tramas más dispares en lengua nacional. Además, fue una tabla de salvación para la industria mexicana. Pero todo por servir se acaba.

EL FENÓMENO ARTÍSTICO (creativo y de consumo) llega a la universalidad a partir de la individualidad. La fama televisiva de la lucha libre facilitó su llegada al cine, donde el personaje central es un luchador y, además de la siempre desternillada trama, lo vemos luchar en un ring. Para los enmascarados con pasado estético prehispánico y medieval se buscaron temáticas familiares con todo y autos deportivos de por medio, más una tecnología mexicanizada. Por ejemplo, en Arañas infernales (Federico Curiel, 1966), la nave extraterrestre se maneja con pelotas de plástico atravesadas por hilos verticales que permiten al maligno bicho de otro mundo venir a comerse al entonces Distrito Federal.

Si bien el cine mexicano de luchadores inicia con No me defiendas, compadre (Gilberto Martínez Solares, 1949), su época de oro va de los años 50 a los 80, con La bestia magnífica (Chano Urueta, 1952), donde Miroslava y Wolf Ruvinskis se acompañan de luchadores importantes. Da sus últimos coletazos con Mil Máscaras y su hermano Dos Caras en La verdad de la lucha (Federico Durán, 1982). Mil Máscaras hizo otras películas, pero ya sin el alcance de ésta, donde se habla de apuestas arregladas, abusos patronales y esquiroles sindicales. Cosas del pasado.

Muchos intentos posteriores jamás lograron proyectar a sus intérpretes a las alturas de los enmascarados iniciales: El Santo, Blue Demon, Mil Máscaras y Huracán Ramírez. Algunos factores incidieron en ello:

UNO. El retiro cinematográfico de El Santo y Blue Demon, más su posterior fallecimiento (1984 y 2000, respectivamente). Ningún luchador profesional pudo igualarlos en pantalla, en parte por no tener el significado profundo de esos personaje (el bien y el mal encarnados; más universal, imposible). Otros nombres estuvieron presentes en esa época (Tinieblas, Mil Máscaras y Huracán Ramírez), con películas exitosas, pero sin la proyección de los primeros. Los vástagos no continuaron el legado. El Hijo del Santo nunca logró quitarse la sombra del padre, al menos en cine. Blue Demon Jr. apenas intentó entrar al mundo de las películas. Tinieblas Jr. no lo hizo y Mil Máscaras, por ahora, sigue sin presentar a un sucesor.

DOS. La ausencia de realizadores cinematográficos con logros importantes por fuera del género, que apostaran por los enmascarados, junto con la falta de figuras que lograran el mismo arraigo en los espectadores. Todo se aunó al cambio generacional del público, interesado en temas más crudos, lejos de lo sobrenatural paródico o de la fantasía científica.

TRES. La pérdida del monopolio mediático del Consejo Mundial de Lucha Libre, propietario de la Arena Coliseo y de la México, al surgir otras empresas. La Asociación de “luchadores independientes” (ajenos al CMLL) hizo del Toreo de Cuatro Caminos y el Palacio de los Deportes recintos rivales de la Arena México; muchas veces sus funciones resultaron más atractivas. En el Palacio, El Santo apostó su máscara por última vez. Su contrario, Bobby Lee, primero perdió la máscara y luego la cabellera ante un Palacio lleno a reventar. Hubo sobreventa y el público esperó parado toda la función, ocupando escaleras y pasillos, para aullar eufórico el inolvidable grito de apoyo al Santo.

Muchos intentos posteriores jamás lograron proyectar a sus intérpretes a las alturas de los enmascarados iniciales

CUATRO. La falta de éxito en taquilla de las películas hechas por otros profesionales. Las arenas se llenaban con carteles encabezados por gladiadores de las distintas empresas, que hasta la fecha son favoritos del público, pero no lograron levantar la taquilla.

CINCO. El añadido de personajes populares. Se diluyó la eficacia de los filmes porque si los argumentos apenas resistían una continuidad tolerable, juntar a los tapados con Capulina, Mantequilla Nápoles, Johnny Laboriel (a quien le doblaron la voz), el fisicoculturista Sergio Oliva y una larga serie de acinturadas mujeres fue demasiado. Los monstruos importados (Frankenstein, Drácula y acompañantes) divertían por malhechos, mientras los locales apenas funcionaban (La Llorona). A esto se añadieron las películas hechas en otros países de habla hispana, con posibilidades de producción menores (así también, los resultados).

LA TEMÁTICA BUSCÓ acomodo en el cine autoparódico, como La leyenda de una máscara (José Buil, 1989), que terminó por ser un filme aislado, entre referencias en filmes mexicanos y extranjeros. Hoy ese cine se refugia en el documental. El cortometraje reciente Huracán Ramírez vs La Piñata Enchilada, publicitado sobre todo porque fue filmado con un iPhone 14 Pro, califica más como una publicidad inteligente que como reminiscencia del cine luchístico.

Quizás un día el género reviva. El turismo internacional tiene rutas para visitar las arenas capitalinas, las películas se siguen exhibiendo con éxito (la nostalgia y lo kitsch, ni modo), mientras las injusticias sociales, políticas y culturales continúan. De criminales mejor ni hablamos, sobran. Urgen justicieros medianamente convincentes. Aunque estén en la pantalla.