Son nuestras las pesadillas de Kafka

“Cada escritor crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro", señala Jorge Luis Borges en un ensayo. Sí, es una de las voces menos previsibles de la literatura universal, pero tras leerlo creemos reconocer una impronta suya en textos previos a él. Nos marca de manera definitiva, aunque el mundo desconocería al nacido en Praga si Max Brod, amigo cercano, hubiera cumplido la última voluntad del creador: destruir cada texto suyo. Por el contrario, lo difundió con devoción. En este 2024, cuando se conmemoran 100 años del fallecimiento de Franz Kafka, Juan Domingo Argüelles indaga en lo universal de su mirada sobre el desaliento humano.

Franz Kafka (1883-1924) . Imagen: etsy.com

Se cumple el primer centenario de su muerte, por lo que 2024 es el año de Kafka. Aunque esto ocurrirá en poco menos de seis meses, el 3 de junio, tenemos muchos días y no pocas razones, desde ahora, para releer su obra. También para invitar a leerla, que es el propósito de estas páginas. Kafka, esa palabra de cinco letras (tres, en realidad, si restamos las que se repiten),remite no únicamente a una obra y a un siglo, sino a toda una literatura.

Nació en Praga, el 3 de julio de 1883; murió, de tuberculosis, en un sanatorio de Kierling —área de la pequeña ciudad austriaca de Klosterneuburg, cercana a Viena—, el 3 de junio de 1924. Tenía 40 años. Estaba a un mes exacto de cumplir 41. Praga era entonces una de las capitales del Imperio austrohúngaro, y aunque suele afirmarse que es un escritor checo, en realidad fue un ciudadano checo, pero un autor alemán, puesto que escribió en este idioma. Se trata de uno de los más grandes nombres de esa literatura en el siglo XX, contemporáneo de Rainer Maria Rilke (1875-1926), Thomas Mann (1875-1955) y Hermann Hesse (1877-1962), entre otros insignes, aunque fue un desconocido, hasta unos años después de su muerte, tanto para los checos como para los alemanes.

ES EL CREADOR de una obra literaria personalísima que, por su profundidad humana, es universal e imperecedera. Jorge Luis Borges afirmó: “El destino de Kafka fue transmutar las circunstancias y las agonías en fábulas. Redactó sórdidas pesadillas en un estilo límpido. No en vano era lector de las Escrituras y devoto de Flaubert, de Goethe y de Swift. Era judío, pero la palabra judío no figura, que yo recuerde, en su obra. Ésta es intemporal y tal vez eterna”.1

Lo mismo que su celebridad, la mayor parte de su obra es póstuma. Pero, aun si no existieran esas páginas póstumas, lo que publicó bastaría para ocupar el alto sitio que tiene en las letras. Su primer libro, Contemplación, apareció en 1913. Es una colección de prosas breves, entre descriptivas, reflexivas, poéticas y narrativas, de las cuales es más que reveladora, para efectos autobiográficos, su “Desdicha del soltero”. Le siguieron los libros de relatos La condena (1913), El fogonero (1913), La metamorfosis (1915), En la colonia penitenciaria (1919) y Un médico rural (1919), cada uno de ellos publicados, de forma modesta, en su natal Praga. En su lecho de muerte corrigió las pruebas de Un artista del hambre (1924), conocido también como Un campeón del ayuno o, simplemente, Un ayunador. Su última obra concluida, que consideró digna de publicación, es el relato “Josefina, la cantante o El pueblo de los ratones”.

En un par de páginas, Kafka dispuso que, al morir, sus manuscritos fuesen destruidos. Sin embargo su amigo, confidente y, al final, albacea, editor, divulgador y biógrafo, Max Brod (1884-1968), se negó a cumplir la última voluntad del escritor. Por el contrario, inmediatamente después del fallecimiento dedicó sus mayores afanes a publicar, situar y difundir esa obra, hasta conseguir el propósito de que fuese no sólo apreciado, sino admirado y reconocido como uno de los grandes autores universales, que cambiaron el rumbo de la literatura.

El argumento de Brod para desobedecer la última voluntad de su amigo se encuentra en el epílogo de la primera edición de la novela póstuma e inconclusa Der Prozess (El proceso), aparecida un año después de la muerte de Kafka. Al justificar lo que Milan Kundera llamó "el testamento traicionado", Brod apunta:

Para casi todo lo que Kafka publicó fue necesario que yo le indujese a hacerlo con paciencia y recursos verbales. [...] Si me niego a ejecutar lo que de una manera tan categórica me ha pedido mi amigo, es porque creo tener razones poderosas para ello. [...] Me enseñó el papel escrito con tinta que apareció más tarde en su mesa y me dijo: ‘Mi testamento será muy simple. Te ruego que lo quemes todo’. Recuerdo aún cuál fue mi respuesta: ‘Si piensas seriamente que seré capaz de hacerlo, te digo desde ahora que no lo haré’. [...] No le agradezco haberme dejado este doloroso caso de conciencia, ya que conocía el culto que tributaba yo a todo lo suyo. [...] Mi propósito de publicar sus obras póstumas está también estimulado por el recuerdo que guardo de las agotadoras discusiones que tuve que librar para convencerle en cada ocasión de publicar lo que hacía”.2

Contra las más que probables objeciones y censuras a su decisión, Brod aduce, finalmente, motivos estéticos en pro de la literatura y de los lectores:

No desconozco que aún quedan suficientes razones que impedirían esta publicación a conciencias muy escrupulosas. Pero estimo mi deber oponerme a estos insidiosos escrúpulos. Lo que me ha impulsado a hacerlo poco tiene que ver con las razones que he expuesto. Es solamente el hecho de que los escritos últimos de Kafka contienen los más excelsos tesoros y lo más valioso de su obra misma. Tengo que manifestar francamente que este solo hecho, esa única razón literaria y estética —aunque no tuviese ninguna objeción contra el valor de las últimas voluntades de su autor— me ha impulsado a tomar mi decisión con una determinación a la que nada podría contraponer. Por otra parte, Kafka desgraciadamente puso en ejecución él mismo su pensamiento. Pude ver en su casa cuatro voluminosos cuadernos de los que no quedaban más que las cubiertas. Su contenido había sido destruido. [...] Lo más valioso de la herencia de Kafka [son] las obras que pudieron ser salvadas a tiempo de las manos del autor y puestas a buen recaudo”.3

Brod aún agrega un dato en su defensa: Kafka le había leído o mostrado obras que, para su decepción, no pudo encontrar cuando éste murió. La mayor virtud de Brod, además de su fidelidad fraterna, es la seguridad que tiene acerca de la grandeza de la obra de su amigo, hasta entonces ignorada. No son muchos los que tienen tal seguridad en el arte de alguien cercano como para, primero, desobedecer su última voluntad y, segundo, dedicar los máximos afanes y desvelos hasta convencer al mundo de lo mucho que se hubiera perdido, para la literatura universal, si él cumplía, sin más, su disposición testamentaria, aunque no tuviese efectos legales. Finalmente, si los lectores hacen suya una obra (en esto consistió el esfuerzo incansable de Brod), el autor ya no tiene mucho que decir, ni decidir, sobre ella.

Kafka dispuso que, al morir, sus manuscritos fuesen destruidos. Sin embargo su amigo y, al final, albacea, editor, divulgador y biógrafo, Max Brod, se negó A cumplir la última voluntad del escritor

CON EXCESO DE DRAMATISMO, aunque también con algo de verdad, se dice que Kafka sólo vendió, en vida, un so-lo ejemplar de su obra. Esto tiene que ver con una anécdota que refiere su amigo, Rudolf Fuchs:

Cuando apareció su primer libro, Betrachtung [Contemplación], editado por Wolff, me dijo: ‘Fueron entregados once ejemplares en casa de André. Diez los compré yo mismo. Quisiera saber quién adquirió el undécimo’. Lo dijo sonriendo divertido. Nadie se enteraba de que escribía, y si lo que escribía era para él importante o no”.4

En su descomunal libro de recuerdos intitulado Borges, Adolfo Bioy Casares recoge las siguientes palabras del autor de El Aleph: “Kafka inventó un tipo totalmente nuevo de relato; pero, a diferencia de todos los inventores y precursores, supo manejar su invento con notable economía y lucidez, utilizando una cantidad mínima de elementos. Esta sencillez de sus composiciones es uno de sus mayores méritos”.5 En otra parte, refiriéndose a la centuria pasada, sentenció: “Kafka es el gran escritor clásico de nuestro atormentado y extraño siglo”.

La mayor parte de los estudiantes (incluidos los de Letras en la educación superior) han aprendido de sus profesores que la literatura, por principio de cuentas, “se explica” y “se interpreta”. Famoso es el ensayo de Susan Sontag que se opone a esto ("Contra la interpretación") porque considera, razonablemente, que este precepto profesional para dar clases ha desviado el gusto y la pasión por leer, al grado de que hoy se lee para aprobar la materia de literatura, y no para disfrutar, como le dijo una estudiante a Stephen Vizinczey, según refiere en Verdad y mentiras en la literatura. En los peores extremos, esta deformación profesional ha conducido a que mucha gente crea que la interpretación es más importante que la obra, como lo deploró Italo Calvino en Por qué leer los clásicos.

Refiriéndose al misterio que es consustancial a toda la obra de Kafka, Borges enfatiza: “Kafka no explica ni necesita explicar: su misterio es el misterio del mundo o de la vida”.6 Este elogio es importante no sólo porque proviene del argentino, sino especialmente porque él, al igual que otros grandes escritores, comprendió lo que Julio Ramón Ribeyro, admirador unánime de Kafka, enuncia en su prodigioso diario La tentación del fracaso:

Una nueva forma de narrar no implica necesariamente innovaciones espectaculares de carácter técnico o verbal, sino un simple desplazamiento de la óptica. El asunto consiste en encontrar el ángulo novedoso que nos permita una aprehensión inédita de la realidad. Pienso particularmente en el caso de Kafka, por oposición a Joyce. 7

Y Borges fue más allá: “Me pregunto si esos escritores, que estuvieron a punto de escribir cuentos de Kafka —Conrad en El duelo, Melville en Bartleby— entrevieron la posibilidad y la desdeñaron”. 8 Añade el argentino:

Kafka ha sido uno de los grandes autores de toda la literatura. Para mí es el primero de este siglo. Yo estuve en los actos del centenario de Joyce y cuando alguien lo comparó con Kafka dije que eso era una blasfemia. Joyce es importante dentro de la lengua inglesa y de sus infinitas posibilidades, pero es intraducible. En cambio, Kafka escribía en un alemán muy sencillo y delicado. A él le importaba la obra, no la fama, eso es indudable. De todos modos, Kafka, ese soñador que no quiso que sus sueños fueran conocidos, ahora es parte de ese sueño universal que es la memoria. Nosotros sabemos cuáles son sus fechas, cuál es su vida, que es de origen judío y demás; todo eso va a ser olvidado, pero sus cuentos seguirán contándose.9

Kafka es un maestro de la escritura diáfana y el estilo claro. Si bien es cierto que, en sus novelas, cuentos y aforismos hay múltiples enigmas, ninguna de sus páginas está escrita con renglones torcidos a manera de oscuridades artificiosas, como suelen hacerlo quienes no tienen nada que comunicar. Su escritura es perfectamente luminosa, más allá de sus temas sombríos o sórdidos. En ella combina sabiamente la realidad con la fantasía: es un escritor fantástico y realista, porque los sueños y las pesadillas que relata parten de una realidad a la que todo lector está expuesto, de ahí que se haya vuelto tan emblemática la famosa sentencia del crítico y ensayista George Steiner en su libro Lenguaje y silencio: “Quien haya leído La metamorfosis de [Franz] Kafka y pueda mirarse impávido al espejo será capaz, técnicamente, de leer la letra impresa, pero es un analfabeto en el único sentido que cuenta”.10

¿Por qué afirma esto Steiner? Porque el protagonista de La metamorfosis, Gregorio Samsa, somos todos o podemos serlo cada uno de los lectores, si en nuestro ejercicio de lectura ponemos inteligencia y emoción, pues hay momentos en que nuestra vida se transforma y nos trastorna hasta hacernos sentir como insectos. Nos deshumanizamos, nos convertimos en seres repugnantes y monstruosos ante los demás y, sobre todo, ante nosotros mismos. En la figura del monstruoso bicho Gregorio Samsa subyace, sin duda, una alegoría, pero no se requiere de una hermenéutica para descubrirla: Franz siempre fue humillado y menospreciado por su padre, Hermann Kafka, quien lo consideraba un perdedor, un soñador, un loco, porque no se adaptaba al esquema del hombre exitoso que el progenitor autoritario tenía como modelo. Su hijo era escritor, fabulador, débil, solitario; lo hacía sentir profundamente avergonzado.

Imagen de portada de una edición independiente del libro icónico de Kafka, La metamorfosis.

HERMANN KAFKA hubiese deseado que su primogénito asumiera plenamente la conciencia de pertenecer a un importante clan (Mischpoche, en lengua judeoalemana) y que, dentro del mismo, lo imitase en su soberbia, su iniciativa emprendedora, su orgullosa tiranía y su desprecio absoluto por todo aquello que consideraba impráctico e inútil —por ejemplo, la literatura. Franz odiaba la vulgaridad arrogante de su padre, quien decía para humillar a quienes veía como incompetentes: “El que se acuesta con perros, se levanta con pulgas”.11 Para el jefe del clan Kafka fue una decepción que su hijo (retraído, sensible, con dotes intelectuales y, obviamente, “con pulgas”) se dedicara a la literatura y no a engrandecer, con prosperidad financiera, el apellido familiar como todo un Kafka. La vergüenza del padre se fue convirtiendo en rencor y desprecio; la herida a su amor propio lo condujo al odio sordo contra el hijo fracasado, contra el don nadie.

Precisamente en el libro El clan de los Kafka, Anthony Northey traza la genealogía del escritor: refiere que los abuelos eran carniceros y que, en consecuencia, el padre de Franz mostraba tanta autocomplacencia y

orgullo: había alcanzado un estatus más alto en la familia. Según Northey, todos los Kafka se levantaron de la nada para fundar emporios más o menos prósperos: fueron emprendedores, piratas modernos, funcionarios y profesionistas de éxito, abogados y fabricantes acaudalados.12 Por consecuencia, el tiránico padre de Franz se abochornaba al ver que, entre tanto triunfador familiar, su hijo, el escritor, fuera únicamente un loco fantasioso, al igual que su amigo Max Brod, a quien también despreciaba y cuya influencia le era motivo de censura.

No resulta casual que, en La metamorfosis, la muerte del insecto sea consecuencia de una herida abierta, ocasionada por el padre. La traductora y crítica Marthe Robert asegura que La metamorfosis responde a ese conflicto entre el padre autoritario y el hijo siempre marginado. La grave herida que el señor Samsa causa a Gregorio, al asestarle un golpe con una de las manzanas que le lanza es, al margen de la literatura, la herida constante que el padre inflige, día a día, al hijo despreciado. 13 En el relato, ante el bombardeo de manzanas, el bicho trata de escapar sin conseguirlo y entonces recibe el golpe certero de la fruta. Ésta queda “empotrada en su carne”, del mismo modo que la humillación se incrusta en el alma.

Franz siempre fue humillado y menospreciado por su padre, Hermann, quien lo consideraba un perdedor, un soñador, un loco, porque no se adaptaba al esquema del hombre exitoso que tenía como modelo

En la vida real, el desdeñado Franz jamás consiguió escapar de los golpes verbales de su progenitor. En La metamorfosis no hay héroe, lo que figura es una víctima que, además de todo, no es un ser humano, sino un parásito. Este sentimiento lo persiguió todo el tiempo. Por supuesto, Kafka sabía distinguir entre literatura y realidad. Una cosa es que la ficción nazca de las experiencias personales e íntimas, sublimadas, transfiguradas, transmutadas, y otra muy distinta es que retraten, sin dimensión estética, sin profundidad, el conflicto humano. Por ello, el escritor se ve obligado a aclararle lo siguiente a su amigo Gustav Janouch, según refiere éste en su libro memorioso Conversaciones con Kafka: “Samsa no es lisa y llanamente Kafka. La metamorfosis no es una confesión, aunque sea, en cierto sentido, una indiscreción”.

Esta “indiscreción” resulta obvia: es el tiránico padre de Kafka quien, sin saberlo, alienta en su hijo la escritura de esta alegoría y de otras más. Ese desconcierto —el desprecio que el padre sentía por él— hace las veces de motor en su literatura: un móvil lastimoso, ciertamente, pero del que sale una gran fuerza para crear la obra genial que sigue hablándonos y, sobre todo, interrogándonos. Se conserva una carta que le envía a su novia, Felice Bauer: en ella, al describir su ideal de soledad literaria, Franz describe de algún modo, con inevitable paralelismo, la vida (bajo la cama) del monstruoso Gregorio Samsa. Le dice:

En cierta ocasión me escribiste que querías estar a mi lado mientras yo escribía; pero, imagínate, no sería capaz de escribir en tales condiciones. [...] Escribir significa entregarse por completo. [...] Por ello uno no puede estar lo suficientemente solo cuando escribe. [...] A menudo he pensado que la mejor vida para mí consistiría en recluirme con una lámpara y lo necesario para escribir en el recinto más profundo de un amplio sótano cerrado. Me traerían la comida desde fuera y la depositarían lejos, tras la puerta más externa del sótano. El ir a buscar esta comida, vestido sólo con una bata, a través de los pasillos del sótano, sería mi único paseo. Luego regresaría junto a mi mesa, comería lentamente, reflexionando, y de inmediato volvería a escribir. ¡Y qué cosas escribiría entonces! ¡De qué abismos las arrancaría! 14

Entre las anotaciones de su Diario, Kafka considera —siempre a la defensiva— que hay una “maliciosa ingenuidad” en algunos de sus amigos y en los miembros de su familia cuando, al leer sus obras, se ven retratados en sus personajes e identificados en sus ámbitos domésticos. Es el caso, por ejemplo, del relato “La condena”. El 11 de febrero de 1913 puntualiza: “Con motivo de la corrección de pruebas de ‘La condena’, anoto todas las relaciones que se han aclarado para mí en la narración, tal como las establezco en este momento. Esto es necesario porque la narración salió de mí como en un verdadero parto, cubierta de suciedad y de mucosidades, y sólo yo tengo la mano capaz de llegar al cuerpo y deseosa de hacerlo.15

Pero si bien él anota las relaciones que se le aclaran durante la corrección de pruebas del relato, los demás notan las relaciones con las que se identifican. De este modo su hermana dice, luego de escuchar la lectura que hace Kafka: “Es nuestra casa”. La sentencia lleva al escritor a estampar lo siguiente en su Diario: “Me asombró que hubiese comprendido mal la localización, y dije: ‘Entonces el padre tendría que vivir en el retrete’”. Lo cierto es que quienes conocían personalmente al autor y lo trataban todos los días sabían de dónde sacaba sus ficciones: de forma incontrovertible, de su realidad cotidiana aunada a sus sueños que, con frecuencia, se convertían en pesadillas donde siempre aparece un poder despótico o un padre tiránico y castrante, contrahecho por sus inseguridades y sus complejos.

Precisamente en “La condena”, el padre, loco tal vez (nunca se sabe del todo), le dice a su hijo Georg: “Ahora te condeno a morir ahogado”. En el relato aparece un progenitor que condena al hijo y hay un hijo atormentado, que vive en soltería, pero ha decidido casarse y comunicarle esta noticia a un amigo que se ha ido a vivir a Rusia, concretamente a San Petersburgo. La prometida se llama Frieda Brandenfeld. El cuento se lo dedica Kafka a “F.”, inicial del primer nombre de su entonces amiga (aún no prometida) Felice Bauer, con la que compartió años tormentosos y con quien, finalmente, no se casó. Frieda Brandenfeld y Felice Bauer tienen las mismas iniciales; el padre que espía al hijo se ha convertido en anciano pero Georg, al verlo, piensa: “Mi padre es todavía un gigante”. Antes de cumplir su sentencia, el protagonista exclama para sí: “Queridos padres, a pesar de todo siempre los he amado”.

El autor le tiene terror al matrimonio, porque está casado, literalmente, con la literatura. Las mujeres le infunden pánico porque se transforman en amenazas que pueden apartarlo de la escritura

SON DEMASIADAS COINCIDENCIAS de la literatura con la realidad, pero si faltara alguna para saber que el condenado es Franz, que el juez es su padre y que la prometida es Felice Bauer, el propio autor lo precisa en su Diario, el 14 de agosto de 1913: “Conclusiones sacadas de ‘La condena’ para mi caso. Indirectamente, es a ella [la innombrada Felice] a quien debo la historia. Pero Georg se hunde por causa de su novia”. El autor le tiene terror al matrimonio, porque está casado, literalmente, con la literatura. En la vida real, las mujeres le infunden pánico porque se transforman en “amenazas” que, si no consigue evitar, pueden apartarlo de la escritura, especialmente si buscan el matrimonio. Así lo ve Daniel Desmarquest en su interesante ensayo, Kafka y las muchachas. Felice, Grete, Julie, Milena, Dora y hasta su hermana, Ottla (su “ángel guardián”), todas las mujeres en la vida de Kafka supieron que no podían competir, nunca, con “una muchacha de papel [la literatura] que siempre tuvo la última palabra”.

Max Brod recuerda que cuando su amigo “lee en la casa de Baum ‘La condena’, lo hace entre lágrimas”, y añade: “La verosimilitud del relato se confirmaba”. En 1921, en un artículo publicado en una revista, Brod hará la siguiente observación: “Kafka no condena la vida. No riñe con Dios, si-no consigo mismo. De allí el horrible rigor con que es llevado ante el tribunal. Su obra está llena de sitiales de jueces y ejecución de sentencias”. Advirtamos que Brod se refiere a Kafka como si éste fuese un personaje de sí mismo. Y conste que Kafka leyó este artículo de quien lo conocía mejor que nadie.

Lo cierto es que, para cada uno de los enigmas en la obra de Kafka, la clave siempre es él mismo: su conflicto interior, la vida atormentada, los miedos y terrores, sus pesadillas. Por ello tiene razón Borges cuando afirma: “En Alemania y fuera de Alemania se han esbozado interpretaciones teológicas de su obra. No son arbitrarias —sabemos que Kafka era devoto de Pascal y de Kierkegaard—, pero tampoco son muy útiles. El pleno goce de la obra de Kafka —como el de tantas otras— puede anteceder a toda interpretación y no depende de ellas”.

Sofía Gandarias, Erstickend Spinnwebe (Praga, 1920), y la tela de araña, 2008.

Más aún: el psicoanálisis puede decir, y ha dicho, muchas cosas sobre el significado de cuentos, novelas y sueños de Kafka, pero tampoco es necesario que diga nada. Sus sueños los soñamos todos y sus desdichas son también las nuestras.

Notas

1 Jorge Luis Borges, Biblioteca personal, Alianza, Madrid, 1997, p. 16.

2 Franz Kafka, Obras completas, Narrativa completa 1, traducción de R. Kruger y J. R. Wilcock, Seix Barral, Barcelona, 1986, p. 218.

3 Ibid, pp. 219, 220.

4 Max Brod, Kafka, traducción de Carlos F. Grie-

ben, Alianza / Emecé, Madrid, 1974, p. 223.

5 Adolfo Bioy Casares, Borges, edición de Daniel Martino, Destino, Buenos Aires, 2006, p. 557.

6 Ibidem.

7 Julio Ramón Ribeyro, La tentación del fracaso. Diario personal (1950-1978), prólogos de Ramón Chao y Santiago Gamboa, Seix Barral, Barcelona, 2003, p. 420.

8 Adolfo Bioy Casares, Op. cit., p. 558.

9 Antonio Fernández Ferrer, compilador, Borges A/Z, Siruela, Madrid, 1988, pp. 149, 150.

10 John Steiner, Lenguaje y silencio. Ensayos sobre la literatura, el lenguaje y lo inhumano, traducción de Miguel Ultorio, Gedisa, Barcelona, 1994, p. 26.

11 Franz Kafka, Diarios (1910-1913), edición de Max Brod, traducción de Feliu Formosa, Lumen, Barcelona, 1975, p. 123.

12 Anthony Northey, El clan de los Kafka, traducción de Carmen Gauger, Tusquets, Barcelona, 1983, pp. 99-114.

13 Marthe Robert, Franz Kafka o la soledad, traducción de Jorge Ferreiro Santana, FCE, México, 1982, pp. 260-287.

14 Elias Canetti, El otro proceso de Kafka. Sobre las cartas a Felice, traducción de Michael Faber-Kaiser y Mario Muchnik, Muchnik Editores, Barcelona, 1981, pp. 68, 69.

15 Franz Kafka, Diarios (1910-1913), p. 265.